El cuerpo de Verónica descansa aún caliente en el ataúd. Su muerte fue lenta pero tranquila. En la capilla velatoria, aquel frío día de junio, ancianos y jóvenes con espejuelos de gruesa pasta negra y ropajes envejecidos, lloran y conversan pausadamente con ojos de asombro e incredulidad, frente al vidrio que separa a la muerte de la vida, viendo los ojos cerrados del ahora rígido rostro de Verónica.
—Nunca quisiste hablarme, aún cuando escuché finito las notas de tu violín casi cada día de los 25 años que he vivido, y ahora decides irte, así, sin más, sin siquiera haber oído sólo una de las notas que escribí y toqué evocándote —esbozaba entre lágrimas sobre el féretro uno de los cientos de estudiantes de música que veían en ella a la diosa de las partituras.
Sí, es verdad, ella nunca le habló, ni a él ni a ninguno de esos que la perseguían en los pasillos del conservatorio, sólo para que escuchara un par de acordes de sus prematuras composiciones, o nada más para decirle lo bien que había tocado. Pero es que así era Verónica, un alma solitaria, un alma que no contaba con más compañía que el violín, las partituras, la oscuridad, sus inseparables pastillas y su belleza, cualidad de la que se avergonzaba. Sus dedos siempre carcomidos y enrojecidos no tenían otra posición que la de las notas sobre las cuerdas del violín, que era su tesoro más preciado, junto a las partituras, la única cosa que mantenía ordenada. Las gavetas en los armarios de la casa donde pasó toda su vida, estaban llenas de frascos y pequeños envases con cientos de pastillas.
Hoy era dolor de cabeza, mañana dolor en las coyunturas —claro, por el violín, decía— después, la espalda no la dejaba ni caminar, y seguramente también se debía a la rigidez del cuello mientras tocaba. Pero siempre padecía de algún dolor, que sin pensarlo, atacaba con cualquier píldora que tenía cerca. Hasta que sus horas no eran horas y su vida no era vida si no tragaba algún tipo de pastilla. ¿Por qué decidiste esa vida Verónica, por qué? ¿Acaso no te diste cuenta de que Dios tenía preparada para ti una existencia llena de éxitos y reconocimientos? Siempre fuiste inconforme, nunca estuviste satisfecha con aquellas composiciones magistrales que todos aplaudían, casi veneraban.
—No, no dormiré hasta que consiga ese sonido que escucho en mi mente, en mi corazón. Esta escoria que oyen mis oídos no es música, sólo es eso, escoria… —lo repetías sin cesar, te castigabas, estoy segura de que aún en el cielo te castigas.
Casi puedo escuchar la discusión que has de haber tenido con Dios cuando decidió abrirte las puertas del cielo para que vivas allí, escucho como reniegas de ti ante él, escucho tus gritos ahogados que dicen «Señor, no merezco entrar a tu reino, porque aunque mis dedos están casi muertos luego de una pelea con las cuerdas de mi violín prolongada por 90 años, nunca logré la nota perfecta, esa nota que escuché durante largo tiempo en mi mente, pero que nunca fui capaz de hacer escuchar a los otros, y sobre todo a ti Señor Todopoderoso».
Cuando entré sigilosamente a tu casa aquella noche, algo en mi alma evocaba lo que verían mis ojos. Y así fue, te encontré allí, tendida en tu alfombra empolvada, con aquellas partituras que por primera vez vi desordenadas, a un lado tu violín y al otro lado tú, allí, en la escena del crimen, del crimen que estoy seguro tú concebiste en tu imaginación como un cuadro cinematográfico.
Nunca olvidaré esas pastillas mortales; eran miles, millones creo; y entre tus manos aquel frasco mortífero. Su vida la llevo a la muerte, su pasión por las notas, la música, la perfección, la asesinó. Ahora está allí, sentada en la silla que nunca tuvo, pero que ahora desde el firmamento ansía, recordando la vida que no vivió, pero que ahora quiso vivir; una vida tranquila, sin acordes ni sonidos que la enfermen, una juventud en la que hiciera gala de su belleza, en la que cautivara jovencitos con sus grandes ojos y su mirada sumisa pero penetrante. Y una vejez que terminara allí, allí donde está su fantasma ahora, mirando al infinito, esperando que la muerte venga a ella y no tener que ir a buscarla.
Madre, esa imagen tuya que tengo ante mis ojos no me asusta, porque aunque sé que es sólo un espectro, es el reflejo de la vida que viviste después de la muerte, porque sólo allá, junto a Dios, pudiste arrepentirte de la muerte que decidiste, que también fue tu vida, porque siempre estuviste muerta sobre las cuerdas de ese hosco violín, ese violín que te mantuvo viva en tu idilio mortal, y te quitó tu vida muerta con la ayuda de las pastillas para dormir.
Verónica, madre, mi amada madre Verónica, ojalá que este fantasma que veo deleitándose de sus últimos años no se vaya nunca. Quédate conmigo madre, no te vayas Verónica.
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