Venezolanos melosos en el exterior

Bien dice Kundera cuando habla de exilio y estar lejos de su país que el alejamiento de la tierra de origen produce un encantamiento por todo lo propio, una exaltación y una euforia por la patria donde cada tequeño, cada pincho en el estadio o empanada en El Palito se recuerda como el más delectable manjar. Todo es idílico, todo es perfecto, no hay novia fea ni noche aburrida en la memoria del extranjero meloso.

Ahora bien, pocas veces pensé que yo pudiese ser víctima de tal situación y por ello intentaba en la medida de lo posible mantenerme alejado de las reuniones y encuentros con los otros venezolanos, ya que en las conversaciones todo lo del país que nos recibía se volvía criticable, imperfecto, hasta ridículo, y Venezuela era la tierra del mejor clima, la mejor comida, las mejores amistades.

Sin embargo, tratando de ayudar a un compatriota a promocionar una fiesta venezolana, me vi invitado a un café en la Plaza de Saint-Michel de París, para asistir a una «noche venezolana» y comer un pabellón criollo, algo nada desdeñable. Así que fui, qué podía ser peor, convencido de que al menos un buen plato me comería y tomaría unas cervecitas, siempre tratando de evitar la conversación política.

Al llegar al local ya la cosa comenzó a presentarse mal, ya que el restaurante era un «mezcladito» latino, como para no perder cualquier churupo venido de nuestro Continente: los lunes eran venezolanos, los martes colombianos, los miércoles mexicanos y los fines de semana cubanos, algo que evidentemente atrae más público europeo, buscando «lo exótico» y preguntándote si has oído hablar de Tito Puente o Compay Segundo para bailar «salsa». De ahí que al entrar, un collage bastante chocante saltase a los ojos: afiches de charros mexicanos paseándose por las playas de Varadero, un mapa de Colombia al lado de una pintura tipo daguerrotipo de Gardel, un cuatro, una bandera de Guatemala y un poncho quién sabe si de Perú. Las mesas, por supuesto, eran de maderita tipo del llano y, gracias a Dios, las mesoneras no estaban obligadas a vestirse de burriquitas o bailar pasos tradicionales. Por supuesto que la escena era un poco contrastante ya que al exterior hacía más o menos ocho grados sobre cero y estábamos sentados en mesas como si estuviésemos en tremendo calor tropical, al lado de la guacamaya de plástico y la palmera pintada en la pared. Pero bueno, ¿qué carrizo, no? Ahí estábamos.

El primer problema apareció al pedir las cervezas, ya que lo que había era una marca cubana de dudosa procedencia (no era Cristal) y otra extrañamente, peruana. Nada venezolano, y no es por ser patriótico, pero cuando se paga cinco euros la botellita, al menos que me den de la mía.

Luego apareció mi amigo, quien me explicó que teníamos que poner el «ambiente», algo raro ya que entre tanto pájaro de colores y palmerita y playa pintada, a mí me parecía que el ambiente ya estaba «puesto». Nada, al final, apartando unas maracas y unas ceramiquitas que decían «Tasca Gao» de la pared, conseguimos un puesto para proyectar unas fotos que él había tomado en la Gran Sabana. Al menos era algo, con la única excepción de que la pared estaba detrás de mi puesto, pero «como tú entenderás, mi pana», tuve que «hacer un esfuerzo» para «colaborar» y agachar la cabeza cada vez que encendían el retroproyector.

Después de que la proyección de las diapositivas power point había comenzado a rodar, despertando «uuuus» y «aaaahs» entre los venezolanos y miradas curiosas más no admirativas de parte de los franceses, vino lo peor: mi amigo sacó su guitarra —al menos no era un cuatro— y me explicó que iba a cantar canciones venezolanas. Ahora bien, antes de que me llamen antipatriótico, quiero dejar algo en claro: yo me siento bastante venezolano, al menos igual que cualquier tipo que tenga al lado, pero cuando se habla de «música venezolana» ahí es que yo retrocedo, porque que yo sepa, desde que tengo uso de razón la música que escuché en Venezuela fue Bob Marley, Las Fania y el merengue del perrito, en el peor de los casos. Por eso es que cuando en el ambiente empezó a resonar «sabaaaaaana» y las venezolanas empezaron a decir «¡qué bello!» yo, por mi parte, empecé a sentir un nudo en el estómago que me cortaba el apetito.

Poco después llegó el pabellón, bastante bien cocinado sino fuera por el hecho de que tenía que agachar la cabeza, casi hundiendo la nariz en las caraotas cuando alguien encendía el retroproyector y otro gritaba «¡no veo!», o cuando las fotos eran proyectadas dentro de mi ojo, arriesgándome a equivocarme y sacarme una córnea con el tenedor o algo. El repertorio musical, por su parte, continuó con «la vaca mariposa» y por supuesto «Venezuela», seguido del «Alma Llanera», lo cual ya empezó a afectarme de gravedad, más o menos como el protagonista de la náusea cuando le hablaban.

Fue en ese entonces cuando apareció lo que se llama una «diferencia cultural», ya que los franceses reaccionaban apáticamente ante los gemidos, perdón, tonadas, de mi compañero, y los aullidos de las muchachas que no paraban de decir «qué bello», para más originalidad. Sucede que los franceses dicen amar el arte de lo que se llama «hablar», por eso es que cuando sales en París no te ves nunca encerrado en un café con música a tantos decibeles que tienes que recurrir única y exclusivamente a tus sonrisitas y poses para levantarte a la chama que está contigo, porque si te pones a hablar la ronquera que te queda y la repetidera de «¿qué? No escucho» es bárbara. De ahí que los franceses empezasen a hablar más alto, y una de las muchachas, ya con un pañuelo a los ojos para secarse las lágrimas, se dio a la tarea de decir «chíton, innnorantes», con ese acento tan de venezolana que uno extraña. Los franceses, un poco perplejos, volteaban para constatar que seguía el grupito reunido con una guitarra cantando en otra mesa y luego volvían a su conversación, para luego ser encarados con un «¡Coye, vale!», «¡respeeeeten, por favor!», siempre en español, lo cual añadía al diálogo de sordos.

Yo por mi parte, canté —lo confieso— un par de estrofas que me sabía, la cosa es que a estas alturas la tortícolis era bárbara por lo del proyector en toda la pepa del ojo y francamente, tiré el guante cuando alguien empezó a pedir gaitas, y no sólo gaitas sino «Sin Rencor» a lo cual no pude sino reaccionar igual que los atletas españoles cuando hace un año les pusieron el himno de Franco sin querer en lugar del himno de España. Se pararon y se fueron. Yo me levanté, saludé a lo lejos a mi amigo, traté de no bloquear demasiado el Churún Merú que pasaba por decimoctava vez y salí tranquilamente por la puerta, convencido de que el mejor lugar de París son los restaurantes chinos, baratos, buena calidad y sobretodo, sin venezolanos melosos.


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