Un padre que da consejos

Mi padre es un hombre sabio. No sólo porque posee un gran abanico de conocimientos de diversa índole. Sino más bien por haber sido un hombre que durante toda su vida respetó su pasión y alrededor de ella, consolidó una gran familia.

Su sabiduría fue la de saber mantener a raya los malos momentos, convencido de que el tiempo se encarga de hacerlos buenos.

Su sabiduría está libre de la soberbia de aquellos que la escriben, y a pesar de ello, es un hombre reconocido en lo suyo. Su sabiduría se observa en sus relatos, en sus versos y en su humor, pero fundamentalmente, en sus silencios y omisiones.

Sus consejos siempre tuvieron el ejemplo como base, y un observador no los llamaría tales pues no respetan su estructura, indudablemente, sus efectos fueron estimulantes.

Su lugar preferido para charlar es el fogón, que casualmente también es mi favorito, especialmente en verano o primavera. Este está emplazado a pocos metros de casa, bajo un gran árbol. Consta de una parrilla y un par de troncos acostados sobre el pasto que sirven de asiento, y a una distancia prudencial, una mesa de mármol con sus bancos correspondientes aguardan que la carne se cocine para alojar a los comensales.

Mi hija también lo disfruta. Especialmente porque aprovecha para jugar con los perros y revolcarse con ellos por el pasto mientras que el asado se va haciendo.

En el fogón se conversa. El asado es sólo una excusa. Sabrosa, por cierto, pero una excusa, que sirve para generar esos momentos previos en donde el reencuentro se vive en todo su esplendor. El fogón es el símbolo de la familia. Los seis hermanos nos sentimos atraídos por él, y significa poder compartir ese momento especial con mi padre.

Hace algunos años ese fogón fue testigo de un consejo (o como quieran llamarle) que cambió mi forma de ver la vida. No estaba en mi mejor momento. Me sentía frustrado, triste e indeciso. Y sobre eso giró la charla, entre mates, gancia con limón, salamín y queso.

—¡Cómo me gustaría estar en tu lugar! —sugirió mi padre con énfasis.

—¿Qué sos? ¿Masoquista? ¿O te pegó mal el Gancia? —contesté sorprendido.

—¡No! Me gustaría estar en tu lugar, por el sencillo hecho de tu edad. Con los años que tenés podés hacer lo que se té de la gana, sin preocuparte el tiempo que te lleve.

De ese fin de semana volví fortalecido y con los problemas minimizados, era verdad que a mi edad, cualquier problema contaba con tiempo para resolverse.

Varios veranos después, en ese mismo fogón, nos pescó la noche conversando. Yo ya tenía esposa e hija, un trabajo que no me gustaba, pero una vida encaminada o monótona tal vez. Por esos caminos andaba la charla.

—¡Cómo me gustaría estar en tu lugar! —sugirió mi padre con énfasis…otra vez.

—¿Otra vez? Mirá que ya casi tengo 30.

—Si, otra vez por tu edad me gustaría estar en tu lugar. Tenés la edad en la que el tiempo te sigue sobrando, pero a demás ya tenés la cabeza preparada para no tener demasiado miedo a nada y sumale a eso la fortaleza que te da la paternidad.

Cuando al poco tiempo dejé mi trabajo seguro, para volcarme a la enseñanza y a las letras, mi padre no me apoyó ni reprobó, simplemente me sugirió prudencia. En sus ojos vi que no tenía idea que habían sido sus palabras, aquella noche en el fogón, la chispa que encendiera tanto fuego.


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