Joe Hortiz paseaba por Picadilly Circus con las manos en los bolsillos. Se detuvo a contemplar la actuación de un músico callejero. El aprendiz de artista desafinaba con voz débil acompañándose en su labor con ramplones compases que extraía de una maltratada guitarra. Joe consultó su reloj. Faltaba hora y media para el comienzo del concierto.
Aburrido de los espectáculos callejeros, decidió recorrer las calles del Soho, observar el ambiente de los garitos de alterne, quizás entrar en uno de ellos y tomarse algo.
Joe Hortiz se encaminó al Soho. Atravesó la calle peatonal del barrio chino y se internó por las callejuelas adyacentes. Desoyendo los chist-chist de algunas damas que hacían guardia a la entrada de varios locales, se detuvo para observar el letrero de neón que relucía sobre la puerta de un club de alterne. Le hizo gracia el nombre: «Four on fours». Decidió entrar y beber algo.
El garito, en semipenumbra, se hallaba vacío de clientes. Joe Hortiz se acomodó en una esquina de la barra y pidió un gin tonic. Nada más ser servido, una mulata de excesivas carnes se acercó a él y, aplastándole con su mole, le saludó:
—Cómo tú estáh, mi cielo.
—Bien, gracias —fue la seca respuesta de Joe.
Como Joe no parecía dispuesto a romper su laconismo, la mulata, apretando más sus temblorosas carnes sobre un Joe que empezaba a sentirse incómodo, insistió:
—No me invitá a una copa, mi hombre.
Joe negó con la cabeza y la dama, no sin antes lanzarle una mirada de odio tribal, se alejó. El incidente le produjo cierto desasosiego. Ahora le parecía una mala idea haber entrado en un local de alterne. Escudándose en su vaso de gin tonic, cuyo contenido zabucaba con un movimiento rotatorio de su mano derecha, Joe escrutó el recinto. Junto a una pared, arrimadas a un tocadiscos de monedas, varias mozas le miraban apreciativamente. Intuyó Joe que poco tardarían sus interesadas admiradoras en venir a solicitar su generosidad y se revolvió inquieto sobre el taburete. Dio un sorbo generoso a su combinado. Y entonces la vio: una chica rubia sentada en una mesa al fondo del local, las manos sosteniendo el rostro, rostro que proclamaba un profundo hastío. Consideró Joe que antes de verse sometido a un asalto tras otro de las mujeres que rodeaban el tocadiscos, era preferible sentarse junto a la muchacha triste e invitarle a una copa. La chica, a pesar de su pose aburrida, le pareció la más interesante de todas las que allí trabajaban. Algo le intrigaba de ella, pero no sabría decir qué. Quizás el que tuviera delante de sí un vaso vacío que sugería haber contenido una bebida fuerte. No era guapa, pero poseía un sereno atractivo. Quizás aceptase que la invitaran a una copa. Joe miró el reloj. Disponía de mucho tiempo. Decidió probar.
Joe abandonó la esquina de la barra y se acercó hasta la muchacha que, los codos sobre la mesa, apuntalaba con las manos su triste rostro.
—¿Puedo sentarme contigo? —preguntó Joe.
La chica alzó la cara hacia él y se sopló el rubio flequillo antes de responder:
—Sí, ¿por qué no? ¿Quieres charla o jodienda?
—Por el momento charla, si no te molesta.
—Allá tú. ¿Me invitas a un vodka?
—Por supuesto.
Joe no tuvo que llamar al camarero. Éste, al tanto del negocio, ya se acercaba. Pidió un vodka para la chica y otro gin tonic para él. Servidos ambos y abonado el importe, la chica habló:
—Me llamo Anne. Y si quieres te cuento por qué estoy aquí.
Sin preferencias concretas, deseoso sólo de pasar el rato, Joe le animó. Ella comenzó el relato:
—Yo era taxista en Dublín. Una de las pocas mujeres de la profesión. Aparte de eso, también era muy echada «palante», quedona, sin prejuicios. Mi pasatiempo favorito consistía en incordiar a los clientes, sobre todo a los timoratos. Luego relataba el suceso en la cantina donde nos reuníamos los del gremio y nos reíamos a placer. Pero una noche, serían cerca de las once, acudí a una llamada y recogí a un sacerdote.
El tipo pasaba de la mediana edad, pelo canoso, bien peinado. Lo tomé por un cura de parroquia próspera. Me dio la dirección de un barrio elegante, a las afueras de la ciudad. Portaba una pequeña cartera de cuero y conjeturé que iría a dar la extremaunción a algún ricachón moribundo. También pensé que se me presentaba la oportunidad de cometer la más sonada trastada de mi vida.
Lo observé algunos minutos por el retrovisor. Tenía aspecto de hombre piadoso, un verdadero santo. El Marqués de Bradomín, personaje de un novelista español que casi nadie conoce, afirmaba que lo mejor de la santidad eran las tentaciones. Era una máxima que repetía hasta el cansancio un jubilado del gremio que solía juntarse con nosotros, un tipo de ascendencia hispana, algo poeta y literato. Recordé la frase y me dije que era la ocasión de comprobarlo.
Comencé diciéndole que quería confesarme, que una gran desazón oprimía mi conciencia, que requería sus auxilios espirituales. Él contestó que no era el momento ni el lugar, que acudiera luego a mi parroquia. Le dije que no tenía parroquia, que era una descreída y que sólo su presencia me había infundido ánimos para purificar mi alma. Él volvió a excusarse y yo volví a insistir. Al final, el hombre, haciendo un gesto de resignación, replicó: «Como quieras, hija mía». De la cartera de mano extrajo una estola y se la pasó por el cuello. Sin preámbulos comencé a relatarle una historia de perversiones dignas de un Decamerón danés.
Por el retrovisor advertía divertida cómo sus ojos se abrían más y más a medida que por mi boca surgían impiedades y atrocidades a cada cual más abyecta. Nervioso, le veía pasarse una mano por la boca, mesarse el cabello. Creí percibir incluso que se ruborizaba. Pero estaba oscuro y no podría asegurarlo. Al final me confesé ninfómana impenitente, una mujer que se entregaba a sus pasajeros a la menor insinuación e incluso, si me gustaban, era yo la que tomaba la iniciativa. Por último le dije que desde que él había subido al coche mi coño era sirope, que le deseaba con todo el alma, o mejor, con todo el cuerpo. Él, con síntomas de sofoco, buscaba aire pasándose un dedo por el interior del collarín. Yo no cabía en mí de gozo. Disfrutaba por adelantado de lo que iba a contar a mis colegas después. Incluso me hallaba excitada sexualmente por mi propia narración.
Faltaba poco para que llegáramos al destino. El paisaje era campestre, con arbolados a ambos lados y decidí dar el toque final a mi travesura. Detuve el taxi en el arcén. La circulación era escasa. Bajé y entré en la parte de atrás de vehículo. Miré al sacerdote con lujuria al tiempo que desplazaba mi lengua por los labios en gesto de lascivia. Él reculó. Yo me acerqué y le pasé una mano por la cabeza. Olía su miedo, su azoro. Introduje una mano por debajo de la sotana. No llevaba pantalones. Subí la mano por su velluda pierna hasta llegar al calzoncillo, abultado por la erección que soportaba. Le besé. Él, vencido, se dejó hacer.
Le bajé el calzoncillo y le acaricié el pene. Era enorme. Recuerdo que pensé que era un derroche absurdo dotar de semejante miembro a alguien a quien se le prohibía su uso. Entonces levanté la sotana, me agaché, le lamí el bálano y luego le chupé la polla con fruición. Mientras él gemía de placer yo veía la cara de mis colegas partiéndose de risa, e imaginaba la de mi víctima cuando tuviera que confesar su pecado a otro sacerdote. Hasta era posible que el asunto trascendiera hasta el obispado. Podrían suspenderlo a divinis. Pero eso a mí me traía sin cuidado. Se corrió en mi boca. Su semen parecía un torrente de lava. Acabada la mamada, me limpié y me senté junto a él. El sacerdote permanecía mudo, callado, como abochornado. Yo, en cambio, me hallaba totalmente excitada.
Me bajé los pantalones y la braga, le cogí una mano y me acaricié el clítoris con sus dedos. Volví a tocar su miembro y comprobé que todavía se conservaba erecto. Ebria de deseo, me puse sobre el y encajé mi lubricada vulva sobre su asta. Fue uno de los mejores polvos que recuerdo. Gemíamos los dos como posesos. Cuando acabamos, nadie dijo nada. Me separé de él, saqué dos pitillos, le ofrecí uno, lo tomó, los prendimos y fumamos sin decir una sola palabra. Apurado el cigarrillo, dejé al sacerdote en la parte trasera y me reubiqué frente al volante. Arranqué el coche y puse rumbo a la dirección indicada. El silencio dentro del vehículo era absoluto. Llegué al destino. Se trataba de una mansión suntuosa, una vivienda de millonario.
Las verjas se hallaban abiertas y tomé un camino de grava que discurría entre árboles centenarios. Llegamos a un palacete cuya entrada principal tenía unas escaleras de piedra abarandilladas. Frente a la casa, muy iluminada, había muchos coches estacionados, algunos de lujo. De los ventanales de la mansión brotaba música alegre. Por la zona de aparcamiento pululaba gente rara, pero atenta a buscar un lugar para estacionar no presté mucha atención. Por fin detuve el vehículo. El sacerdote preguntó cuánto me debía. Le dije que nada, que estaba pagada; sólo le pedía que celebrase una misa por la salvación de mi alma. La burla, sin embargo, no llegó a hacerme gracia. No sé, presentía que algo extraño, inusual, flotaba en el ambiente.
Él me dio las gracias y prometió celebrar una misa por mi salvación. Se apeó. Cuando giré el auto para volver a salir, un pierrot se interpuso en mi camino. Frené. Pasó una bruja con escoba. Miré hacia la mansión. A través de los abiertos ventanales vi gente de todas las épocas bailado al son de música festiva. Entonces comprendí. Fue como una iluminación, el destello de un infierno presentido. Busqué con la vista al sacerdote hasta que le encontré. Estaba ya pisando el último peldaño de la escalera de acceso a la vivienda. Pareció intuir mi mirada, pues se volvió y me miró a su vez. Dos mariantonietas con los pectorales globeando sobre sus ceñidos corpiños y con sendas copas de champán en la mano salieron a recibirlo y, entre risotadas, le tomaron del brazo.
Él, desasiéndose una mano, la levantó en mi dirección y me bendijo urbi et orbi. Aceleré y salí de allí a la velocidad que me permitió el despecho. Su sonrisa al bendecirme, una sonrisa leve, semítica, es algo que todavía tengo grabado en la retina. No se me va de la cabeza. La veo en sueños todas las noches. Al día siguiente dejé el empleo sin ninguna explicación. No volví a ver más a los colegas. Desaparecí. Decidí dedicarme a una profesión en la que jamás tuviera que lamentar follarme a un tío. Y aquí me tienes.
Un mutismo de varios minutos siguió a la finalización del relato. La historia lo había dejado estupefacto. Al final, por romper el silencio, carraspeó y comentó:
—Interesante, muy interesante.
Joe miró el reloj. Faltaba sólo media hora para que comenzase el concierto. Sin prisas, se levantó, se ajustó la chaqueta, pronunció un breve adiós y se dirigió a la salida del establecimiento.
Londres, enero 1997
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