Cuando me encontré a Satanás estaba sentado en el banco del parque. No parecía un mal tipo y con su impecable traje rojo miraba firmemente hacia el horizonte. Me le acerqué y le dije:
—Hey amigo, ¿se siente bien?
A lo que me respondió:
—Sí, muy bien, gracias. Es usted el primero que repara en mi persona —dijo— los demás parecen no verme.
—¡Qué extraño! —le dije— ¿O será que Ud. no existe? —bromeé.
—Ahora, en estos tiempos, está más que demostrado que existo —dijo.
Como le indagué acerca de su afirmación, procedió a explicarse.
—Soy Satanás —dijo— aunque me llaman el diablo, mandinga, Satán, demonio —cosa errada porque demonios son quienes trabajan para mí— y quién sabe cuántas formas más tiene la gente para referirse a este servidor. Soy el Rey del Averno, cargo que me ha pertenecido desde que quise revolucionar el Reino de los Cielos. Me botaron de allí y, execrado de él, no tuve más remedio que abandonarlo sin antes dejar por sentado que trataría de hacer una férrea oposición a dicho reino, formando el mío propio. Pues bien, de esa forma comencé a insurgir contra el bien. Mi primer gran triunfo fue haber logrado que el hombre fuera desalojado de su estadía en el Jardín de … ¿cómo se llamaba?
—¿Del Edén? —pregunté.
—Ese, y hasta ahora lo he seguido haciendo. El hombre es malo por naturaleza. Yo no lo obligo, sólo le doy las herramientas. Él hace todo solito. El ser humano fue la mejor invención que se pudo haber hecho, tan bien ganado a hacer el mal.
—¿Y por qué cree Ud. que pase eso? —pregunté.
—Porque el mal ha triunfado, triunfa y triunfará siempre sobre el bien. ¿No ve Ud. que en todos lados hay guerras, mortandad, hambre? ¿Por qué cree que el amor no se impone sobre el odio?
—La verdad no sé —dije.
—Porque el mal es el gran triunfador de la historia de la humanidad. Siempre triunfaremos sobre el bien. Siempre.
—Bien señor Satanás, ha sido un placer conocerlo. Qué lástima que me tenga que ir. Ojalá nos encontremos de nuevo para seguir conversando.
—El placer es mío —dijo, al tiempo que me extendía su mano izquierda la cual, para mi sorpresa, era de temperatura normal cuando yo la creía más bien caliente. Estreché su mano al momento que veía como brillaban sus pupilas de un color rojo encendido.
Me alejé pensando en la pena que me daba que un ser tan famoso en el ámbito mundial estuviera tan solo recordando, al mismo tiempo, que también soy un hombre muy solitario.
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