Sobre cómo hacer para que los aeropuertos apesten

Al lector joven le sorprenderá aprender que hubo una época—no muy lejana—en la cual viajar en avión era un placer. El servicio era consecuente: un pequeño ejército de aeromozas sonrientes facturaba las maletas rápidamente, las filas para embarcar eran cortas y el desprecio hacia pasajero en clase turista (convertido en filosofía de las low cost actuales, dadas a restregarte en la cara lo miserable y pobre que eres por no preferir la clase superior), era impensable. Recuerdo haber viajado solo, de niño, y fue una de las experiencias más agradables de mi joven existencia. Tuve una aeromoza dedicada exclusivamente a la atención de todas mis necesidades y a consentirme durante todo el vuelo. Después de visitar la cabina y observar maravillado el parpadeo de las luces relucientes y el cielo oscuro e infinito desplegado como un lienzo más allá del vidrio, aterricé enamorado, con un pin de plástico en forma de alas clavado orgullosamente en mi pecho.

Eran los tiempos antes del once de septiembre, donde los aviones no eran sinónimos de misiles sobre Nueva York, cuando la revisión del equipaje de mano se hacía vaciando el bolso en un mostrador. Nadie presumía que eras un terrorista por querer subir una botella de agua abordo, tus zapatos eran eso: zapatos, no armas de destrucción masiva.

Hoy en día, los aeropuertos son un recuerdo violento y amargo de cuán endebles son nuestros derechos ciudadanos. Es el lugar donde el Estado flexiona sus músculos y muestra los dientes de su brazo armado. Desfilan ante nosotros militares, policías, agentes contra el narcotráfico con sus imponentes perros. Se nos detiene sin razón, sin aviso; se nos piden los papeles, se nos interroga sobre nuestras intenciones de viaje.

Algunos países son incluso reducidos a una vejación complementaria: la presentación de una «carta de invitación» de la persona que nos recibe, o una reservación de Hotel durante la estadía. Es el caso de mi país, Venezuela. Las nuevas leyes no nos permiten hacer un viaje de mochilero, aquella maravillosa experiencia de búsqueda y libertad en la cual se recorren las ciudades de Europa sin cronograma ni mapa, con el puro instinto. Un norteamericano, por ejemplo, sí puede darse el lujo de perderse a lo «diarios de motocicleta», recorrer el continente a lo jipi y dormir en las plazas. Pero si un venezolano le explica a la inmigración que pretende «ir con la corriente», explorar las oportunidades que le da la vida y ver cuánto tiempo puede vivir en Rumania con cincuenta euros, habrá firmado su propio documento de extradición.

Aparte del desagradable reflejo que es la inmigración en un mundo dado a construir muros para inmigrantes, son las estrategias de «lucha contra el terrorismo» las que han transformado los aeropuertos en el dolor de cabeza que son hoy en día.

Primero están las preguntas, que van de lo estúpido («¿Por qué viajó a Egipto?», me preguntó un agente de los Estados Unidos. «Fíjese, porque hay unas construcciones así, en forma de triángulo, llamados «pirámides», que son chéveres para ver», contesté), a lo intrusivo («¿qué hace usted allá? ¿Dónde vive?», ¿eso es problema de él?), pero este proceso parece hasta sensato una vez que enfrentamos la aduana.

Aquí, las leyes las hacen los locos y los desequilibrados. Me explico: un pseudo terrorista con aires de señor Bean intenta incendiarse los zapatos, así que nadie puede pasar la aduana con ellos puestos. Otro idiota trata de mezclar nitroglicerina en el lavamanos del avión, resultado, nadie puede transportar agua en los aeropuertos.

Luego están las diferencias según el país y el autoritarismo de moda. En Venezuela, los militares, quienes obviamente no confían en los aparatos rayos equis, llevan a cabo un palpado de los pasajeros antes de permitirles abordar. He presenciado hurtos («¡me sacaste cincuenta euros de la cartera, te vi!») y extorsiones («si no me das ese dinero, no te montas») y, en una ocasión, un militar intentó incluso robarme un libro. Es lo mismo en otros lados: en Nueva Delhi, los militares nos encerraron en el aeropuerto, sin razón. Cuando pregunté si esto era legal, me miraron como si les hubiese preguntado si el curry se come frío.

El último escalón en esta feria de abusos a la individualidad la viví en Ámsterdam, hace unos meses. Delante de nosotros había un aparato lustroso, especie de tubo de teletransportación a lo Star Trek. Su extraña semejanza con la máquina que utilizó Noomi Rapace en Prometeo para matar al alienígena me puso la piel de gallina. La consigna era que debíamos entrar en el recinto, levantar los brazos, y observar como un cilindro metálico nos daba vueltas, como si las máquinas de Terminator hubiesen ganado la guerra y nos tuvieran bajo control. Nunca se nos explicó absolutamente nada sobre la naturaleza de la máquina, su intención o su efecto sobre las personas. Ninguna advertencia para epilépticos o mujeres embarazadas.

Las personas, esa mayoría informe y conformista que siempre acepta su destino, hacían la fila y pasaban, sin pregunta o duda previa, por el biodomo o lo que fuera que era. Yo, simplemente porque no puedo encerrarme en ninguna máquina sin estar seguro de que no hay una mosca adentro también (gracias, Cronenberg), me rehusé a entrar. Mentalmente, sopesé las consecuencias y me dije que, si la otra opción era un tacto rectal, pues tendría que quedarme a vivir en Ámsterdam por un buen rato. Sin embargo, me explicaron que no era obligatorio pasar por la máquina, y solamente me hicieron (otro) palpado.

Menos mal. Según me explicó un amigo, la máquina detectora de quién sabe qué tiene efectos acumulativos, es decir que igual que el sol, no es buena idea exponerse demasiado a esos rayos.

¿Quién sabe qué inventarán en el futuro? Porque es así como hemos transformado los aeropuertos y la experiencia de viajar en una secuencia de pruebas desagradables a superar. Cada vez somos menos los que reclamamos, cada vez somos menos los que preguntamos «por qué» cuando nos instan a hacer una fila. Tal vez sean los aeropuertos una metáfora de nuestro mundo contemporáneo.


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