Sexo y publicidad

Hoy en día, las calles de Caracas se asemejan cada vez menos a las veredas de una ciudad desarrollada, para tratar de imitar las propuestas lascivas de los barrios rojos de Europa. Sorprende, al conducir por la ciudad capital, el encontrarse con un abanico de mujeres en prendas menores que intentan vendernos licores y cigarrillos, por supuesto, pero también carros, teléfonos celulares, viajes y pare usted de contar. Pasando la Avenida Río de Janeiro, aparece una catira en una valla publicitaria tratando de reventar la cámara del fotógrafo contra sus senos en un close-up de película, para que pueda lanzarse el eslogan «¡Tremendos limones! —Ventarrón Limón», todo pintado de verde manzana para atraer la atención de quien aún no ha chocado.

En Caracas, mi ciudad, hemos confundido lo sexy con lo trash, dando lugar a balurdeces de mal gusto que francamente no dan ganas de tomarse una Regional light. Ahora bien, aclarémoselo a los jóvenes estudiantes de publicidad quienes todavía tienen la duda: Sexy, con mayúscula, es el strip-tease de Kim Bassinger en nueve semanas y media, un clásico de la seducción. Lo sexy son sugerencias sexuales, movimientos que dejan volar la imaginación. Sexy no es Cristina Aguilera en hilo dental bailando Reggaetón en uno de sus videos, no señores, eso es Trash. Ahí la imaginación no vuela para ningún lado ni se «sugiere» nada, las cosas se hacen y se muestran y por eso pierden su valor «sexual».

Pero volviendo a Caracas, debo decir que lo peor de todo es la reacción de la gente. Estuve en una reunión caraqueña donde al hacer alusión a una de las vallas, una de las muchachas me explicó que el problema debía verse desde el punto de vista individual: «si la chama quiere (sic) que la fotografíen así y se deja, bueno, qué vas a hacer». Nada. Ni modo. Pero el que crea que el problema de la sexualidad en las vallas publicitarias se resuelve a partir de la volición personal, donde la modelo «escoge» las fotos que va a hacer, no ha entendido nada.

A mí francamente me importa un bledo. Nunca he sido del tipo susceptible. Lo que sí me perturba son los contrastes, que te quieran meter gato por liebre, que te vendan un «american dream» y luego resulte que es otro. En ese sentido, me molesta sobremanera que una sociedad tan pacata y conservadora como la caraqueña, donde para sacarle un besito a la novia tienes que llevarla al cine y rociarla de perfumes tres semanas seguidas, donde compras preservativos en las farmacias y la gente te mira raro, donde quieres simplemente salir a arrabalear un rato con una chama y terminas invitado por la familia a tomar té con galletas para «conocerte mejor», en fin; ésa Caracas que todos hemos vivido, me venga con el cuento que manifiesta una libertad sexual que ríete de Brasil en carnavales, me parece un cuento piche.

No digo que las caraqueñas sean difíciles de levantar, a pesar de que yo siempre fui un tipo algo feo y con poca plata. Creo más bien que la sociedad en general guarda un tabú sexual inmenso, donde lo que se hace bajo las sábanas es privado pero también exento de comentario alguno. Tengo amigos con novias de veinticuatro años a las cuales no las dejan ir a la playa a pasar la noche con el novio —después de dos años de noviazgo— porque, ¿dónde van a dormir? Querida madre cacatúa, ¿dónde crees que han estado durmiendo estos últimos dos años, ah? ¿Crees que «van al cine» tanto porque le gustan las películas americanas? ¿De verdad creíste que «estaban pasando por un túnel» las dos horas de aquél domingo donde caía puro la contestadora del teléfono celular? ¿No encontraste los jaboncitos del Hotel «Panorama» en el bolso del gimnasio? ¿Qué más puedo decir? Ojos que no ven corazón que no siente, pero tampoco hay que hacerse tanto el pendejo.

En todo caso, no quiero seguir machacando con el tema, pero es que te mueves por Caracas y te da sensación de ser un kamikaze musulmán que llegó al cielo prometido de las mil putas y los ochocientos litros de agua. ¡Mi madre! ¡Qué mujerío en las vallas! Y todo aderezado con frases agresivas: Aparece una mujer en cuatro patas, gateando en bikini hacia la cámara y abajo dice, «¿vas a arrugar?». No, claro que no. Lo más cómico de todo es que a ninguna de estas modelos se le ve el rostro, supongo que para evitar las humillaciones a las cuales se expone cualquier persona que aparezca ensartada a lo Roxana Díaz en la palestra pública caraqueña. Son simples síntomas de la decadencia.

Por otro lado, en Francia, aparece una organización llamada los «anti-pub», dedicados a sanear las paredes de los metros y las mentes de los transeúntes. Su cruzada va por un lado dedicada a reivindicar la imagen de la mujer en los avisos publicitarios y por otro a reclamar espacios de expresión para jóvenes artistas franceses. Se dedican a colocar frases sobre las vallas del Metro, del tipo «no eres un esclavo del mercado» o «soy una mujer objeto» en las fotos de mujeres en paños menores e incluso una de las mejores que vi, en el afiche de la película «Ocean’s 12», abajo del eslogan «ahora son doce» alguien le escribió «pero la película sigue siendo una basura». Como si no bastase con que tuvieses que caminar por túneles obscuros para llegar a tu trabajo, también te tienes que calar la foto de algún jetón tratando de venderte una tostadora. No, París es de artistas y son los artistas los que deberían decorar las paredes del Metro. Parecen tener un argumento razonable, a pesar de no ser más que una banda de hippies trasnochados.

Sin embargo, en Venezuela nunca habrá un movimiento de «anti-pub». No puede haberlo, simplemente porque somos una sociedad retrógrada y machista, a la cual le encanta creer que compra una mami noventa-sesenta-noventa en una lata de cerveza, cuando la verdad es que su propia mami de noventa-ochocientos diez-ciento nueve es lo único a lo que puede aspirar nuestro compatriota asalariado. Las venezolanas no siguen la hambruna de lechuga y pepino que toman las chicas Pepsi, cuyo cuerpo es poco representativo de la sexualidad venezolana. De todos modos, el sexo es el opio del pueblo, y así lo entendieron los publicistas y los creativos que se rebanan los sesos pensando situaciones inverosímiles para involucrar una mujer en traje de baño:

«El señor García conduce su vehículo cuatro puertas cuando de repente, ¡paf!, se le explota un caucho. Queda varado en la mitad de la carretera, con un sol de cuarenta grados capaz de rajar una piedra de mármol. De pronto, entre la maleza, aparece una catirota en traje de baño rodando un caucho Firestone mientras sonríe. Ella se agacha y se apresta a cambiarle el caucho mientras el conductor se lame los labios y pone cara de gozón para exclamar: ¡A la mía que le pongan Firestone!». O algo por el estilo. Usted entiende la idea.

Igual que el monito del viejo experimento de Psicología que le daba a la palanca que lo estimulaba sexualmente hasta morirse de hambre, los publicistas descubrieron que lo mejor es cargar a la sociedad de una sexualidad inexistente (¿cuándo fue la última vez que una tipa se te vino encima en un bar y te dijo: «vas a arrugar»?) para alimentar conductas tribales («eres la papa de mi mondongo, mami») y finalmente consolarse con una buena cerveza («la jeva no me paró bolas, güón»).

Ni mal nos haríamos imitando el ejemplo francés, pero no sólo en el hecho de rayar las vallas publicitarias, sino también dejando que cada quien haga lo que le dé la gana con lo suyo sin ruborizarnos cada vez que aparece un senito europeo en Playa el Agua. Tal vez si dejamos que cada quien se libere sexualmente podremos pasar a estimular las funciones intelectuales superiores de los ciudadanos, sin tener que lidiar con empleados frustrados que se la pasan hablando en el restaurante de la empresa de la tremenda hembra con la que van a salir el sábado. Tal vez así la gente se dedique a cosas más productivas, quién sabe, capaz que hasta interesantes. Tal vez lleguen hasta a leer este periódico, aunque eso ya es mucho pedir.


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