Ser o no ser: suicidio de un amigo resucita memorias de un sobreviviente

El pasado 19 de agosto, un actor que conocí durante la producción mi primera película mandó todo al mismísimo demonio. Ese día compró una botella de Bacardi Limón en una farmacia (God Bless America), dejó varios mensajes de voz en el buzón de su novia y se emborrachó mientras escribía una larga e incoherente carta a una hermana que no había visto en una década.

Tom estampó su firma por última vez al final de un papel arrugado por sus lágrimas y, a juzgar por los envases encontrados alrededor de su cadáver, procedió a ingerir todo lo que consiguió en el gabinete del baño: una botella de Nyquil, una de Robitussin, dos cajas de aspirinas, cuatro viagras, un puñado de antialérgicos, antiinflamatorios y suficientes calmantes y analgésicos para clavarse una navaja a medio brazo y abrirse la piel hasta la muñeca sin titubeos. Algo «extraordinario», según el parte policial, ya que aparentemente (y a diferencia de la mayoría de los suicidios de este tipo) Tom no vaciló mientras se abría el brazo como una baguette.

 

Unas tres horas más tarde y a unos seis kilómetros de donde el Keeshond de Tom lamía la todavía tibia sangre de su amo, el director de cine Tony Scott detuvo su Toyota Prius en medio del puente Vincent Thomas de San Pedro. Era poco después del mediodía y como de costumbre el tráfico rayaba en lo apocalíptico, por lo que los apurados testigos accidentales quizás maldijeron al conductor que súbitamente abandonó su auto y saltó la verja de seguridad que separa el tránsito automotor de los 60 metros de esmog entre la superficie del puente y las contaminadas aguas de la bahía de San Pedro. Como Tom, Scott tampoco titubeó al tomar la última decisión de importancia en su vida.

Tom y Tony Scott no podían ser más diferentes. El primero era un joven mormón recién llegado de Reno que aspiraba ser la próxima gran estrella del celuloide. Scott era una gran estrella del celuloide cuyas películas habían producido más de 2 billones de dólares en taquilla durante una larga y exitosa (aunque algo sosa) carrera como director. Tom tenía 26 años. Tony tenía 68. Tom era mesonero y compartía un apartamento con otros dos actores. Tony vivía mayormente en hoteles de lujo de todo el mundo. Tom ganaba 24 mil dólares al año. El presupuesto del último film de Tony hubiese pagado el sueldo de Tom por 3600 años.

Sin embargo, el mismo día y casi a la misma hora estos antípodas decidieron que habían tenido suficiente de lo que sea que los afligía. Algo tan poderoso e infranqueable que era imposible seguir experimentándolo. ¿Qué cosa? Nadie sabe, nadie sabrá y en realidad no importa.

En dos ocasiones yo estuve en la misma posición de Tom y Tony Scott, y tras dos décadas reflexionando sobre las causas de mis casi fatales colapsos mentales, aún no sé que me llevó al borde. Y con esto no me refiero a las causas aparentes de mis intentos de suicidio.

Como Tom, yo era—o me creía— un joven extremadamente infeliz. También había tenido malas experiencias con chicas, sufría de baja autoestima y era demasiado intelectual por mi propio bien («Werther» es una peligrosa pieza de literatura para mentes aún en desarrollo). Todo me deprimía, lloraba de solo pensar en niñitos africanos (cosa bastante útil a la hora de actuar) y era demasiado inmaduro para buscar el apoyo de familiares y amigos (¿Para qué? ¡Todo estaba bien!).

Sin embargo, ninguna de estas cosas explica el que haya querido borrarme del mapa. Casi todos mis amigos sufrían de lo mismo o peor y ninguno nunca pensó volarse los sesos. De hecho, a todos les sorprendió enormemente que una persona con «tanto futuro» como yo cometiera semejante disparate y algunos hasta desaparecieron de mi vida al ser incapaces de entender mi inesperada locura—pero nunca se los reproché. Después de todo, yo mismo no entendí mi situación hasta mucho después de tratar de suicidarme una segunda vez un par de años más tarde.

Sorprendentemente, debo decir, porque aunque durante toda mi adolescencia percibí al mundo como un lugar sombrío y cruel completamente dedicado a destruirme espiritualmente, nunca pensé en suicidarme. Había pensado, por supuesto, en el suicidio. Y numerosas veces discutí el suicidio de otros (Ian Curtis fue tema frecuente de conversación en mi juventud). Pero nunca, ni en el más negro de mis días, consideré descerrajarme una bala entre ceja y ceja como el ya mencionado Werther.

Desaparecer sí lo planifiqué con insistencia y casi terminé de polizón o marino en cargueros que hacían puerto en Paraguaná, pero me faltaron los cojones para hacerlo. Lo más cerca que estuve de escapar la sociedad moderna fue la semana y media que «viví» en el Parque Nacional Henry Pitier entre mis dos conatos de suicidio. Entonces había retomado al «Walden» de Thoreau como guía espiritual y me había convencido ingenuamente de que mi única oportunidad de escape estaba en la naturaleza. Fue una satisfactoria experiencia llena de retos que realmente pensé que vencería hasta que una tormenta acabó con mi paz y la mayoría de mis provisiones y equipamiento. En alguna parte del Cerro Peñón Blanco, al nordeste del nacimiento de un río llamado Piñalito, mi cedula de identidad todavía debe estar clavada a un gigantesco cucharo cubierto de moho blanco—la columna central de un cobertizo de palos que planeé convertir en cabaña hasta que mi instinto de supervivencia me obligó a volver a casa.

20 años más tarde Tom me contó que tras leer a Thoreau él también se había ilusionado con escapar hacia la naturaleza. Después de graduarse de bachillerato había pasado casi dos años viviendo en Arizona a orillas del Pequeño Colorado en lo que describió como los días más duros y felices de su vida. Según él, pasaba la mitad del día escribiendo y pescando truchas y la otra mitad espantando coyotes. Cuando necesitaba algún bien manufacturado siempre había algún Navajo dispuesto a hacer un trueque y de estos había aprendido lo suficiente acerca de vivir en el desierto como para nunca salir de allí. Sin embargo, a pesar de toda su felicidad, una mañana se levantó y simplemente decidió que su destino estaba en otra parte. «Sucedió de repente», me dijo. «Me levanté y antes de darme cuenta ya había empacado las pocas cosas que cabían en mi morral. Dos semanas más tarde trabajaba friendo donas en San Bernardino».

Curiosamente, así sucedieron mis intentos de suicidio. De repente. No recuerdo haber pensado en lo que estaba haciendo hasta que ya lo había hecho. En ninguna de las dos ocasiones me dije a mí mismo «mañana en la mañana me suicido». Un día sin importancia, a una hora con mucho menos, algo en mi cerebro simplemente detectó circunstancias ideales para escapar una realidad intolerable y aprovechó la oportunidad para autodestruirse.

En mi primer intento esa oportunidad fue la hora del almuerzo en una de las academias militares de Venezuela. Entonces era un cadete de tercer año frustrado con la posibilidad de graduarme en la carrera que Orianna Fallacci describió como perfecta para haraganes porque aceptas que otros decidan por ti hasta la hora en que tienes hambre. Por lo cual es bastante simbólico que haya elegido la hora del almuerzo para romper la rutina, aunque fuese para cometer un acto tan irresponsable y cobarde como lo es entregar tu individualidad al Estado.

Las circunstancias de esa primera vez son bastante turbias e incluyen elementos sentimentales, psicológicos y hasta políticos. Había una información que no debía revelar, que mucha gente quería y que de alguna manera sospechaban que yo tenía. Lo cual no me preocupaba mucho ya que las cazas de brujas eran bastante comunes en ese universo (generalmente sobre temas más mundanos como el consumo de drogas y la homosexualidad). Pero tras varias semanas de presión un evento de menor importancia detonó algo en mi cerebro. Tenía que ver con una cartelera que debía preparar y que no había tenido tiempo de hacer debido a la cantidad de horas que pasaba en interrogatorios.

Que la cartelera no estuviese lista significaba que el alférez a cargo no saldría de permiso el fin de semana, por lo que la noche antes de mi colapso tuvimos una gran discusión en mi habitación. Inicialmente respeté el protocolo, pero en algún momento me golpeó. Rodamos por el piso y nos dimos puñetazos hasta que el alférez de mi pelotón intervino. Una hora más tarde, mientras me acariciaba un moretón en el pómulo, decidí que al día siguiente pediría la baja. Estaba harto de no pensar, de no poder expresarme, de guardar secretos y de hacer carteleras como un niño de primaria.

Durante las horas de clase del día siguiente escribí mi baja y debo haberla tenido en el bolsillo cuando un trompeta llamó la hora del almuerzo. En vez de ir al comedor, corrí a mi habitación y removí la hojilla de una afeitadora desechable. Como Tom, me tragué cuanto químico había en mi armario, y a diferencia de él, necesité varios y dolorosos intentos para rebanarme la muñeca izquierda. Con gran tranquilidad, debo decir, ya que a medida que me desvanecía me arropó una paz que no he vuelto—y no creo que vuelva—a experimentar.

Las cicatrices desaparecieron pocos meses después y a medida que envejezco se hace más difícil diferenciarlas de otros pliegues en la piel, pero pasarían años antes que mi cerebro volviese a la normalidad. Tanto por lo químicos que había ingerido para matarme como por los que me recetaron después, los cuales fueron de gran ayuda cuando intente hacerlo una segunda y última vez.

Todas estas cosas se las conté a Tom en una ocasión. Era medianoche y acabábamos de envenenarnos con 800 calorías de huevos fritos y embutidos en el IHOP cercano a los pozos de alquitrán del Rancho La Brea en Los Ángeles. Le dije que quería ayudarlo a superar un todavía activo y bastante fuerte episodio de depresión de la misma manera en que un amigo lo había hecho conmigo poco después de llegar a la ciudad.

Entonces estaba en bancarrota moral y financiera. No tenía amigos, ni novia, ni familia en Los Ángeles, y aunque lo disimulaba muy bien, estaba profundamente desmoralizado porque, como Tom, a pesar que podía ver el letrero de Hollywood a través de las ventanas de mi apartamento, sentía que nunca había estado tan lejos de lo que creía era mi destino.

Tom agradeció enormemente mi ayuda y siguió mis consejos por bastante tiempo y casi literalmente. Después de reprocharle en una ocasión su hábito de beber en las noches, limitó sus farras a los fines de semana y empezó a montar bicicleta (una de mis actividades predilectas). También se leyó cuanto libro puse en sus manos y permitió que convirtiese su pequeña habitación en una sala de cine. Tom quería ser actor pero su educación cinematográfica era muy pobre, por lo que lo incité a gastarse la plata que ahora se ahorraba en alcohol en una buena televisión, un DVD y algunos clásicos. Pocos meses después ya tenía una diversa y respetable colección de películas y había acumulado bastantes horas/hombre estudiando—más que viendo—lo mejor de la producción cinematográfica mundial.

La última vez que lo vi hablamos sobre Lawrence Olivier. Acababa de ver las diametralmente opuestas «Henry V» y «Marathon Man» y estaba realmente impresionado con el virtuosismo de un actor que siempre objetó el estudio de métodos. En ese momento Tom estaba confundido acerca del método de actuación que debía adoptar, y tras ver a Olivier había decidido que quizás lo mejor era no seguir ninguno. Si practicaba lo suficiente, me dijo, y seguía perfeccionando su técnica con los pequeños personajes que le asignaban en un teatrucho de Santa Mónica, descubriría el camino que debía seguir.

A mí no me pareció una buena idea pero no dije nada. Estaba apurado y prometí hablar más del asunto la próxima vez que nos viéramos. Además, estaba encantado de verlo haciendo planes y no iba ser yo—al menos no en ese momento—el que le dijera que estudiar un método era requisito casi indispensable a la hora de obtener los papeles en cine o televisión que nunca obtuvo.

Después de ese día hablamos por teléfono un racimo de veces. En todas las ocasiones quería que lo aconsejara sobre una u otra cosa pero no tuve ni el tiempo ni la mente para hacerlo debidamente. Una de ellas era que al fin se había decidido por un método y quería que le diese una segunda oportunidad en mi película. Había estado estudiando el método Meisner por 6 meses y creía que había avanzado lo suficiente como para cambiar mi opinión acerca de su capacidad. Yo no lo dudé por un momento, pero ocupado como estaba con los elementos menos glamorosos de toda producción cinematográfica (solicitud de permisos, contratación de personal, alquiler de equipos, selección de exteriores, etc.) ignoré una y otra vez sus peticiones. Y cuando al fin tuve tiempo para atenderlas no contestó el teléfono.

Durante la filmación de la película lo llamé una veintena de veces y sólo dejé de hacerlo porque desconectó—o le desconectaron—el celular. Después intenté comunicarme por e-mail y hasta le envié una carta de año nuevo, pero todo fue inútil. Por razones completamente circunstanciales había perdido a un amigo y, en perspectiva, quizás haya contribuido a su muerte—o al menos a la forma en que la ejecutó.

Lo que más impresionó a Tom cuando le conté mi primer intento de suicidio fue que hubiese tragado todos los medicamentos que tragué y que aun hubiese sentido dolor al cortarme. Poco tiempo antes había sufrido un esguince de segundo grado durante un curso de rapel y mi compañero de cuarto (quien además sufría de migrañas) se había fracturado la rótula derecha durante unos ejercicios de supervivencia. Entre ambos teníamos suficientes opioides (y otros analgésicos de diferentes escalones) como para comenzar un negocio y aun así, cortar mi piel con una hojilla había sido—cuando menos—laborioso.

Quizás, le dije a Tom, la razón fue que no esperé a que hicieran efecto. Inmediatamente después de tomar las píldoras sentí mareos, nauseas y empecé a quedarme dormido. Por eso me apresuré a cortarme las venas. De hecho, creo que la única razón por la que sobreviví fue porque perdí el conocimiento antes de hacer una cortada lo suficientemente profunda.

Tom tomó mis manos con fuerza. Estaba visiblemente conmovido por mi historia por lo que decidí cambiar de tema con un chiste sin ninguna intención didáctica. Un chiste que (según el historial de su laptop) comprobó era verdad el último día de su vida.

La próxima vez, le dije, debo mezclar todo con ron. Por ahí leí que el alcohol potencia los efectos de las drogas pero retarda la somnolencia.

Ambos reímos aunque el chiste no tenía gracia entonces y tiene mucho menos gracia ahora.


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