Santa Ana hizo mucho más que matar a Davy Crockett

From that day…succeeded the scenes of blood and extermination until the horses of the north arrived to trample the smiling level fields of the beautiful valley of Mexico, and the degenerate descendants of William Penn came to insult the sepulchers of our fathers.

Ramón Alcaraz, «The Other Side»

Nueva York era la madre todos los exiliados mucho antes que Emma Lazarus le otorgara esa distinción en la Estatua de la Libertad. Algunos simplemente buscaban un descanso en la lucha. Giuseppe Garibaldi, entre el comando de tropas de la revolucionaria República Romana en 1848 y la unificación de Italia en 1860, se pasó un año tranquilo y sin nervios en Rosebank, Staten Island. Muchos revolucionarios latinoamericanos también se pasaron un tiempo en Nueva York, incluyendo al padre de la independencia cubana José Martí, por ejemplo, cuyo elegante semblante ahora adorna las propagandas del ron que lleva su nombre.

Y a finales de la primavera de 1866 uno podía encontrarse otro exiliado latinoamericano —un político inferior pero más exitoso— cojeando hacia Broadway desde el ferry de Staten Island camino a otra reunión con las víboras de sus abogados o sus partidarios. Once veces presidente de México, Antonio López de Santa-Ana Pérez de Lebrón —Su Serena Majestad, General en Jefe del Ejercito Libertador de la República Mexicana, Merecedor de su País, Héroe de Tampico, Héroe de Veracruz, Benefactor de la Patria, el Napoleón del Oeste (el mismo se había proclamado como todo esto)— estaba tramando, otra vez, un regreso triunfal.

En los Estados Unidos, Santa Ana es conocido solamente como el hombre que masacró a Jim Bowie y Davy Crockett. Pero su capacidad para mostrar su lado cruel era sólo uno de los aspectos de una personalidad tan complicada que un historiador lo llamó «el enigma que una vez fue México». Santa Ana llegó al poder por primera vez en la década de 1830, en lo que entonces era uno de los países más extensos del mundo. Y entre 1836 y 1847, gracias a sus defectos como soldado y estadista (así como al expansionismo norteamericano), había perdido la mitad del territorio de la nación: casi 2 millones de kilómetros cuadrados de tierra, que comprendían lo que ahora es el oeste de los Estados Unidos. A pesar de esto, volvió a servir como presidente de 1853 a 1854 y sentía que debía servir por lo menos una vez más.

Entonces Santa Ana todavía era un hombre buen mozo, con ojos finos y oscuros, labios sensuales y una cabeza cubierta de pelo negrísimo. Inquieto y energético, usualmente estaba envuelto en una revolución, una conspiración o un intento de golpe —casi uno por año. Su gran vigor venía de las calles mexicanas, donde (incomprensiblemente) sus poses pseudo-aristocráticas tenían un encanto abrumador para las masas analfabetas.

Había nacido en Jalapa, Veracruz, en Feb. 21, 1794, en una familia de criollos clase media: blancos españoles nacidos en México. Sin interés por la escuela o los negocios, el joven Antonio fue enviado a una academia militar del ejército español en junio de 1810, donde luchó en contra de bandidos, insurgentes e indígenas. Allí fue reiteradamente condecorado por su valor y apenas logró escapar de una corte marcial por malversación de fondos asignados al regimiento.

Mientras la derecha se mantuvo en el poder en Madrid, los insurgentes en México se mantuvieron a raya. Pero en 1820, los liberales españoles tomaron el poder, aboliendo sumariamente los privilegios económicos, legales y sociales de los que gozaba la iglesia católica y el ejército. Esto causó que súbita, pero tranquilamente, grandes números de mexicanos cambiaran de bando, intuyendo que quizás podían preservar su estabilidad económica gobernando al país por ellos mismos.

El 29 de marzo de 1821, a las 4 a.m., las tropas al mando de Santa Ana vencieron a una fuerza insurgente; y los españoles lo ascendieron a teniente coronel en el sitio. A las 2 p.m., Santa Ana cambio de equipo; los insurgentes lo ascendieron a Coronel. Su oportunismo había sido impecable: en semanas, el régimen español en México se desmoronaría.

El México independiente primero fue un imperio, gobernado por Agustín Iturbide, otro ex-oficial español. El emperador erró en promover a Santa Ana a General. Y peor aún, ordenó su remoción del comando de Veracruz. Entonces el joven brigadier llamó a sus tropas y empezó a clamar por una república (Santa Ana más tarde admitiría que entonces no tenía la menor idea de que era una república). Por una feliz coincidencia, el emperador, había decepcionado a muchos en su breve reino y numerosos generales se levantaron en contra de él. La abdicación no tardó en llegar y otra vez, (y quizás el mismo percibió esto) el cambio de bando de Santa Ana había provocado un cambio de mayores dimensiones. Ahora, bajo la nueva república, era General, su uniforme incrustado de cordones de oro y adornado con numerosas cruces, medallas y estrellas que había ganado peleando por y contra la independencia de México y por y en contra del imperio.

La Nueva República no estaba precisamente bendecida con sus líderes, que a primera vista era una mezcolanza de ideólogos radicales y aventureros cínicos, y el juicio de la historia es que Santa Ana era el más efectivo del todo el montón. La república estaba entonces desgarrándose por interminables pugnas separatistas, no sólo entre grupos y partidos, sino también entre los diferentes ritos de la Secta Masónica. Santa Ana floreció en esta etapa de política de entrada y salida: habiendo sido un realista, después un imperialista y por último un republicano, pronto se convertiría también en un federalista, un liberal, un centralista, un conservador y un seguidor de los escoceses y de los yorkistas.

En los 22 años entre 1833 y 1855 México «gozo» de no menos de 36 presidencias, 11 de ellos bajo el mando de Santa Ana. Con los cambios de poder siendo procesos casi tan sistemáticos como cualquier elección moderna. Primero un general hacía un llamado a sus tropas y leía un pronunciamiento: una enfogonada proclamación en contra del gobierno usualmente llamando por libertad y autonomía. Después publicaba su programa o «plan». Y por último los insurgentes y el gobierno se enfrentaban el uno al otro. En raras ocasiones peleando. Más frecuentemente, se median mutuamente, hacían una finta y entonces negociaban. Si las fuerzas del gobierno permanecían leales, el comandante insurgente se «despronunciaba». Si las fuerzas del gobierno cambiaban de bando, los insurgentes marchaban hacia Ciudad de México mientras el presidente reservaba un pasaje hacia el exterior.

Santa Ana sentía gran pasión por el juego, fuera con cartas o dados, y la política mexicana era, también, un juego de azar. Y la recompensa podía ser tremenda. Un teniente comandando unos pocos soldados andrajosos podía convertirse en General de la noche a la mañana, un general que cambiaba de partido en el momento oportuno podía convertirse en ministro de gabinete, y los que no lo hacían, se encontraban de pronto en el exilio esperando por el próximo cambio en sus fortunas. El genio de Santa Ana en este tipo de política lo llevó a las gobernaturas de Yucatán y Veracruz.

En 1829, los españoles desembarcaron un ejército en Tampico para reconquistar su colonia perdida. Santa Ana reunió un ejército confiscando todas las armas en Veracruz y obligando a los comerciantes locales a que le dieran préstamos. Tomó el mando de seis barcos y alzó anclas con destino a Tampico. En tres semanas —en un despliegue de alarde y audacia— le hizo creer a las tropas españolas que su ejército era más poderoso de lo que en realidad era y negocio la rendición. Así se coronó a sí mismo con gloria, escribiendo edictos oficiales de los que emergió como el Héroe de Tampico. Pronto los diferentes estados mexicanos lo condecoraron por ello con baúles de espadas incrustadas en piedras preciosas.

Santa Ana derrocaría su primer gobierno en forma en 1833, convirtiéndose en presidente bajo la bandera del liberalismo. En menos de un año —tras proclamar a México como no listo para una democracia— gobernaría autocráticamente como un centralista.

Uno de los resultados de esta dictadura fue la abolición de la esclavitud. Texas —entonces un estado mexicano mayormente habitado por inmigrantes estadounidenses dueños de esclavos o pro-esclavitud— encontró esto intolerable y se rebeló. La respuesta de Santa Ana fue tan implacable como la de Lincoln en 1861: marchó al norte para suprimir la rebelión, proclamó que todos los oponentes hallados apoyando el alzamiento serían pasados por las armas, e incluso afirmó que si los norteamericanos apoyaban la independencia de Texas avanzaría hasta ver ondear la bandera mexicana sobre el capitolio en Washington.

El 26 de febrero de 1836, Santa Ana entró en San Antonio, Texas, donde encontró una guarnición rebelde acuartelada en un monasterio fortificado llamado El Álamo. Santa Ana asedió el fuerte por poco más de una semana. A las cinco de la tarde del 6 de marzo de 1836 las cornetas mexicanas sonaron el degüello: el antiguo llamado español que significaba muerte a los perdedores. Las tropas mexicanas se lanzaron por encima de los muros dos veces, y en la segunda ocasión encontraron a los texanos encerrados dentro de los edificios. En cuatro horas el fuerte había sido tomado y todos los hombres blancos fueron bayoneteados. Santa Ana perdió unos 500 hombres.

Santa Ana peleó como había sido entrenado para hacerlo, como un oficial colonial luchando brutales guerras coloniales. Desde su punto de vista la rebelión en sí era un acto de traición. Los texanos eran mexicanos rebelándose en contra de la autoridad. Y además, los texanos habían peleado de la misma manera (por cierto, el tratamiento que Santa Ana le dio a mujeres, niños y esclavos tomados como prisioneros en El Álamo fue increíblemente humano, con la mayoría siendo pasados a través del frente mexicano hacia la zona controlada por los insurgentes.)

En San Jacinto, comandando un ejército superior, Santa Ana se encontró con el General Sam Houston y el ejército de 800 hombres de Texas. Era una tarde caliente y Santa Ana les ordenó a sus hombres que tomaran la siesta —esa costumbre sacrosanta de los mexicanos— y así el Napoleón del Oeste cometió el error de desproteger las guardias en contra del enemigo.

Houston —que no estaba de ánimos para honrar las costumbres mexicanas— abrió fuego de artillería contra de Santa Ana cuando apenas algunos de sus hombres estaban de pie, y bajo la consigna de «Remember the Alamo» (Recuerden El Álamo), sus soldados masacraron a cada mexicano que encontraron. Rápidamente tomando el control de la situación, el Héroe de Tampico tomó su caballo y cabalgó hasta estar fuera de peligro.

En menos de una hora 400 mexicanos habían muerto, 200 habían sido heridos y 730 hechos prisioneros mientras Santa Ana, algunos kilómetros más allá, abandonaba su caballo y se cambiaba el uniforme por unas ropas robadas de una finca. Una patrulla de Houston lo capturaría más tarde, pero no lo identificaron hasta que pasaron por donde tenían arrestados a unos soldados mexicanos y estos empezaron a murmurar el nombre de su comandante al ver que había sido capturado.

Santa Ana fue llevado ante Sam Houston donde —según la leyenda— le dio la señal de urgencia masónica a algunos de los oficiales texanos. No está claro si Houston le dijo —como lo pone la versión oficial—, «Ah, General, tome asiento», o —como dice la versión no oficial— le dio un más profano y mucho menos amistoso saludo. Sin embargo, aún en la derrota, Santa Ana podía manejarse muy bien: «General», le dijo a Houston, «you can afford to be generous; you are born to no common destiny —you have conquered the Napoleon of the west» (General, usted puede darse el lujo de ser generoso ya que no ha nacido para un destino vulgar, —usted ha vencido al Napoleón del Oeste).

Houston dictó los términos de la victoria en el sitio, imponiendo en Santa Ana un armisticio, la retirada de todas las tropas mexicanas y la liberación de todos los prisioneros texanos. Y también lo forzó a firmar el Tratado de Velasco, por el cual Texas logró su independencia. Ese tratado aseguró la supervivencia del Héroe pero a cambio del mismo hasta ese día Texas fue territorio mexicano.

Dos años más tarde un ciudadano francés reclamó que su restaurante en Ciudad de México había sido saqueado durante unos disturbios y demandó ser compensado por el gobierno mexicano. Los franceses —que en ese entonces estaban presionando a México por un tratado comercial— enviaron una flota para cañonear Veracruz. Allí Santa Ana salió de su desgracia al comandar las defensas de la ciudad con coraje y elegancia. Los franceses lograron matar varios de los caballos en los que avanzaba antes que una carga le destruyera la pierna izquierda de la rodilla para abajo, pero a pesar de la perdida del miembro, su honor fue restablecido. En 1839 volvería a la presidencia del país por unos meses y lo haría de nuevo en 1841 tras derrocar al gobierno de Anastasio Bustamente. Posteriormente gobernaría como dictador hasta finales de 1844.

Santa Ana dedicó la mayoría de este término presidencial a fomentar el culto a su personalidad y a recuperar sus finanzas personales, destacándose por una codicia que sólo fue igualada por su extravagancia. Para recoger fondos aumentó lo impuestos exponencialmente y hasta llegó a vender bonos a inversionistas extranjeros sobre minas que no existían. En 1842 exhumó los restos de su pierna, los cuales fueron desfilados por Ciudad de México y colocados en una urna gigante en una plaza pública. Estos buenos tiempos se acabaron cuando por fin acabó con los fondos públicos y no pudo pagar el sueldo de los militares. El nuevo régimen lo sentenciaría al exilio, pero Santa Ana regresaría.

En 1845 los Estados Unidos se anexaron Texas y los mexicanos denunciaron esto como un acto de guerra. Washington respondió con un bloqueo a Veracruz (entonces como ahora también un acto de guerra) y movilizando tropas al Río Grande. En febrero de 1846 Santa Ana entró en negociaciones privadas con el presidente James Polk y le ofreció la paz a cambio de asistencia para volver al poder. Polk mordió la carnada. El 16 de agosto de 1846 Santa Ana y su séquito desembarcaron en Veracruz tras serles permitido el paso a través del bloqueo norteamericano.

Polk entonces aprendería lo que varios políticos mexicanos habían aprendido antes que él: Santa Ana era un traidor de primera línea. Al arribar a Veracruz Santa Ana proclamó: «¡Mexicanos! Hubo allá un día (mi corazón late al hacer este recuerdo) en que acaudillando a las masas populares y al ejército, en demanda de los derechos de la nación, me saludasteis con el título envidiable de soldado del pueblo. Permitidme que lo vuelva ahora a tomar para no desmerecerlo nunca, para defender, hasta morir, la independencia y libertad de la República».

Tras la declaración de guerra Santa Ana tomó el rango de generalísimo de las Fuerzas Mexicanas. Con informaciones inteligencia supo que un ejército norteamericano al mando de Zachary Taylor avanzaría desde el norte y un segundo —comandado por Winfield Scott— desembarcaría en Veracruz para tomar Ciudad de México. Santa Ana lidió primero con Taylor en Buena Vista el 22 y 23 de febrero de 1847. Su ataque envolvió la izquierda de Taylor y destruyó tres regimientos invasores. Taylor se refugiaría en Monterrey, donde se quedaría por el resto de la guerra.

Habiendo neutralizado a Taylor Santa Ana se enfocó en Winfield Scott, quien lo destrozó en Cerro Gordo el 17 y 18 de abril de 1847. El mexicano entonces entró en negociaciones secretas con Scott y demandó un millón de dólares por hacer la paz. Scott le dio $10,000 de inicial y —para sorpresa de nadie— Santa Ana lo traicionó, se embolsilló la plata y organizó un nuevo ejército. Scott y Santa se enfrentarían una vez más en Churubusco, donde el norteamericano lo empujó fuera del campo de batalla y tomó Ciudad de México. Por esto Santa Ana terminó una vez más en el exilio. Cualquier otro hombre, en cualquier otro país, habría estado feliz de escapar con vida. Pero él regresaría.

Los conservadores tomaron el poder en enero de 1853. Ellos querían una monarquía gobernada por un príncipe europeo. Pero elegir uno tomaría tiempo y los derechistas en el gobierno creían que Santa Ana podría mantener el orden mientras esto sucedía…y los muy idiotas lo hicieron presidente el 20 de abril de 1853. ¡Cómo se debe haber reído! En meses había dilapidado las arcas públicas —mayormente en lujos— y vendió el Valle de La Mesilla —ahora el Mesilla Valley en el sur de Arizona y Nuevo México— a los Estados Unidos por $10 millones de dólares en un trato conocido como la Venta de Mesilla o el Gadsden Purchase. En 1854 los liberales lo tumbaron y lo exiliaron otra vez.

Por 11 años Santa Ana preparó su regreso y en 1864 volvió a casa —cuando los franceses invadieron México para instalar al Archiduque austríaco Maximiliano como Emperador— y se proclamó a sí mismo pro-monarquía. Pero Maximiliano había aprendido de la experiencia ajena y exilió a Santa Ana casi inmediatamente.

En enero de 1865 el secretario de estado norteamericano William H. Seward, de visita en las indias occidentales, le dio una visita a Santa Ana en la isla de Santo Tomás. El envejecido Santa Ana interpretó la visita como un indicio de apoyo oficial de los Estados Unidos y buscó la ayuda de algunos consejeros en Washington. De estos consejeros al menos uno tuvo la certeza de que el veterano podía ser engañado.

Esta persona envío una carta a Santa Ana (en la que falsificó la firma de Seward) para informarle que la Cámara de Representantes del Congreso había aprobado un empréstito por $50 millones a México de los que $30 millones estaban destinados a montarlo otra vez en el poder. Santa Ana ordenó el alquiler de un barco y antes de abandonar la isla ya había pagado $70,000 en efectivo en preparativos. Su nombre, posiblemente sin su conocimiento, había sido firmado por más de $250,000 en pagarés destinados a suministros.

Quizás su primera sospecha de que algo estaba mal la tuvo al arribar a Nueva York el 12 de mayo de 1866, y encontrar que nadie del Departamento de Estado estaba allí para recibirlo, y que los cañones de la bahía no dispararon salvas en su honor, y que la plata no estaba disponible.

Tras varias demandas y contra-demandas en torno al alquiler del barco, el pago de los pagarés e incluso los términos de la habitación y mantenimiento del General en Nueva York, las deudas de Santa Ana pronto superaron los $30,000 sólo en abogados. Por lo que eventualmente un sobrino —quien sospechó que el viejo estaba siendo timado— le escribió directamente a Seward y le preguntó si de verdad el gobierno de los Estados Unidos estaba trabajando en retornar a Santa Ana al poder. La respuesta de Seward fue un sencillo no. El viejo bribón había sido superado. El estafador, estafado.

El 22 de marzo de 1867, con la caída de Maximiliano en ciernes, Santa Ana dejó Nueva York a bordo del barco mercante Virginia y trató de desembarcar en Veracruz el 7 de junio, pero fue interceptado por un barco de guerra norteamericano. Cuatro días más tarde trató por Yucatán pero fue arrestado, encarcelado, enjuiciado por un tribunal militar y sentenciado al exilio.

Sin embargo en 1874 lo dejaron volver a casa. No hubo multitudes cuando puso pies en Veracruz y el tren a Ciudad de México lo llevó en completo anonimato. Entonces trató de conseguir sueldos caídos como soldado y que le devolvieran sus propiedades pero todo le fue negado. Ese año se celebró el aniversario de la batalla de Churubusco con desfiles y discursos, pero el hombre que había comandado las tropas no fue invitado. Con su memoria, su salud y su vista en franco deterioro, Santa Ana murió de diarrea crónica el 21 de junio de 1876.

Una última cosa. Durante su estadía en Staten Island, Nueva York, Santa Ana contrató a un tal James Adams para que fuese su intérprete y secretario. Durante las muchas horas que pasaron juntos, Adams notó el hábito del general de cortar y mascar pequeñas rebanadas de una planta exótica y desconocida para él, que aunque no precisamente de buen gusto, era lo suficientemente elástica para agotar las mandíbulas más persistentes. El general llamaba a la planta chicle y dejó algunas con Adams antes de su partida. Adams experimentó con ellas, mezclándolas con varios endulzantes y sabores. El resultado fue salvajemente popular y nunca ha abandonado la boca de los norteamericanos. El legado innegable del Héroe de Tampico es la goma de mascar.


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