Principio de inercia

«Fue necesario abandonar algunos prejuicios para llegar al principio de inercia. La naturaleza está hecha de tal manera que los cuerpos que están en movimiento siguen en movimiento por sí solos, sin que nadie tenga que ir empujándolos».

Introducción a la Física. Capítulo 13.

Aníbal salió del establecimiento y se embarcó directo al automóvil que el Partido muy amablemente le había provisto frente a tan alarmante situación. El chofer a fuerza de bocinazos y desvíos evitó el congestionamiento; era necesario acelerar el paso.

Beto, con la adrenalina a flor de piel, corrió a su casillero. Aguardó a que a nadie lo viera pero todos ya se habían retirado. Entonces, tímidamente, sacó la pancarta hecha la noche anterior a las apuradas, con letra aun indecisa pero segura. Leyó la frase, le pareció un poco exagerada y pomposa; concluyó que entre las miles que abundarían en la avenida la suya sería la más discreta. Bajó los escalones del establecimiento y se unió a sus amigos.

«¡Gil, cómo te tardabas, dale, ya están llegando al centro!». Una mezcla de miedo y valentía lo llenaron. Era una causa justa, la manifestación («manifestación» ¡qué palabra! Su primera marcha…) sería pacífica y legal. Se sumó a los coros, al tamborileo y los cornetazos. Su reclamo se hacía contundente en la unidad. Pensó que aquella mañana generarían grandes cambios, que con Fuerza y Justicia se podía terminar con el modelo establecido. Se sentía muy bien.

El Doctor Aníbal ya entraba por la puerta giratoria de la Sede.—Al décimo piso —le dijo a un ascensorista de guante blanco, quien oprimió el botón con una delicadeza casi enfermiza.

—Disculpen el retraso —dijo al entrar en el estudio mayor, donde se encontraba reunida la más alta membresía del Partido. Se notaba la preocupación en sus rostros. La manifestación crecía por la principal y amenazaba con cerrar el acceso al centro. El Partido debía tomar una postura, imposible permanecer al margen ante aquella «plebe», esos insolentes que lo único que buscaban era alterar el orden social y causar desmanes entre la gente de bien, acotó el Director de la Junta y más antiguo miembro.

—¿Qué sugiere entonces? —inquirió el Subdirector.

—Un helicóptero nos llevará al Refugio —aclaró— Este no será un lugar seguro. Vamos.

—Espere, sólo me quedaré un momento —susurró Aníbal pegado al ventanal.

—Le sugiero que se apresure, esas hordas avanzan rápido.

Beto avanzaba con paso ligero, ya estaban próximos al punto de reunión, la sede del Partido. —Apurate —le dijo alguien, sin que él pudiera comprender (si tenían todo el tiempo del mundo)— ¡Apurate! —volvió a escuchar y sus pies comenzaron a acelerarse, dos cuadras después ya corría, empujado por los muchachos de atrás. Quiso protestar, pero le causó cierta impresión un rostro cubierto y unos ojos fríos.

—¡No chistés! es para protección de estos cerdos —le dijo uno de los misteriosos hombres señalando hacia adelante: Una hilera de uniformados, escudo y bastón en mano, esperaba el impacto.

Sin darse cuenta Beto corría, sin que nadie lo empujase corría. El «jus-ti-ciá, jus-ti-ciá», vitoreado tan sólo un par de calles atrás era reemplazado por «yuta… yuta…»

—Dale salame, largá eso —dijo otro de los encapuchados a Beto, al tiempo que le arrancaba de las manos la pancarta y la desnudaba, transformándola en un contundente elemento de guerra con punta filosa.

—Así, pibe. —dijo devolviéndole el arma —Esto es la guerra.

Beto ya no hizo otra cosa sino avanzar, chocando violentamente contra los policías. Aun sin entender golpeaba con frenesí al enemigo, con furia ajena ahora le abría la cabeza al rival. Impulsados por una poderosa fuerza la manifestación tomaba las calles, —Hasta que caiga la Casa— dijo otra voz, a la vez que lanzaba piedras contra los vidrios de la sede del Partido, mientras Beto completamente ajeno, pero formando parte, trataba de recordar el momento en el que la manifestación mutó en un vendaval, cuando los coros fueron reemplazados por alaridos y la intransigencia ética en irracionalidad. Se preguntaba por qué estaba golpeando a un oficial que no tendría muchos más años que él, por qué un segundo después era él quien estaba siendo violentamente golpeado en todo el cuerpo por innumerables bastonazos y arrastrado de los cabellos al camión de los detenidos.

Luego se oyeron disparos y una niebla lo cubrió todo, algunos cayeron de inmediato con el rostro ausente, pero nada parecía importar, nada tenía sentido, sólo se avanzaba.

Desde el ventanal el doctor observaba la convulsión; también veía el pasado como densas penumbras y las promesas a una muchedumbre que en aquel entonces aplaudía. Ahora no eran más que un tonto cuento infantil, pero sin final feliz. Trató de moverse, quiso hacer algo, ir para abajo, pedir cordura… pero no pudo, se quedó inerte en su sitio.

—Vamos señor, es el último embarque —le dijo un gendarme, tirándolo del brazo.

Aníbal se dejó arrastrar escaleras arriba, a la azotea. Minutos después todo el horror de allí abajo fueron insignificantes puntos. Los otros miembros mostraban una cínica tranquilidad.

—No se preocupe Doctor, ya estamos a salvo. Mañana vemos cómo solucionamos este problemita, ¿le parece? —dijo el Director mientras cerraba las cortinas y apoyaba la cabeza en el respaldo.

Aníbal no comprendía qué hacía en medio de ese absurdo. Perdido en un cielo puro y de nubes serenas no pudo dejar de sentirse impregnado por el desprecio, mientras la vida se deshacía allá abajo, cada vez más distante y lejana.


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