Perdido en el presente

Poco a poco mi esposo se me desaparece. Todavía está en el mismo tiempo y espacio que yo, pero ya no tiene memoria a corto plazo, y este mal empeora aunque lenta, inexorablemente. Si me hace una pregunta sobre a donde vamos, me hará la misma pregunta dos minutos más tarde. Y en cuatro minutos, la repetirá.

Cuando se puso al descubierto esta condición, todos nuestros amigos me tomaban a un lado de una manera conspiradora y me decían al oído que él estaba repitiéndose. «O sí», yo diría en voz alta, de hecho, más alta que lo necesario para llamar la atención al tema de discusión. «Jeff tiene pérdida de memoria a corto plazo. Somos muy abiertos sobre esto». De tal manera, rompería de un solo golpe conspiración y lástima. Estaba segura que ni Jeff ni yo queríamos lástima.

A veces la vida demanda de nosotros algo inesperado. Este reto fue una sorpresa. Jeff tenía una mente viva y curiosa, ciertamente el espíritu más interesante que había ya encontrado. Era inimaginable que alguna parte de éste fracasara. Recordé a Balanchine, el gran maestro de ballet, que en sus últimos años, padecía de una enfermedad neurológica que le robaba su equilibrio y su dominio sobre funciones musculares. O Beethoven, que perdió su oído. Por lo visto una broma pesada, pero quizás no. Acaso había un propósito inexplicable en tal despedida temprana de alma y cuerpo.

Es interesante observar el comportamiento de amigos que enfrentan la deterioración de otra persona. Algunos suponían que Jeff estaba perdiendo su mente, cuando en realidad sólo estaba perdiendo su memoria. Cuando yo o algún otro conversábamos con él sobre un tema de interés, por ejemplo, la fotografía, mi esposo era completamente sabedor, ingenioso, penetrante. Cuando dejábamos este tema y poco después le preguntábamos algo sobre la discusión, no recordaba nada.

La palabra genérica para esta enfermedad es demencia. No tiene un sonido amistoso, aún si sabe que cubre una multitud de síntomas y no iguala necesariamente al mal de Alzheimer. En una reunión con Jeff y conmigo, una trabajadora social usó la palabra demencia. Mi esposo le dijo: «¿Es posible no usar esta palabra cuando hablemos de mi enfermedad?» Ella respondió: «¿Qué palabra quieres usar?»

«Harry», afirmó.

¡De veras! Harry suena íntimo, un miembro de la familia más bien que un intruso malévolo.

Harry es muy duro con nosotros dos. La memoria a corto plazo es un ancla. Nos planta firmemente en el tiempo y en el espacio y nos permite saber donde estábamos, donde estamos, hacia donde nos dirigimos. Sin ésta, estamos al garete. La persona con este mal puede experimentar depresión, ansiedad, una vida sin propósito. La persona que apoya puede sentir impaciencia, miedo, desesperación. Hasta ahora, hemos tenido éxito en contener estas emociones. Seguimos haciendo cosas de las que hemos disfrutado en el pasado: ir al cine, asistir a conciertos, escuchar recitaciones de poesía, o cualquier otra cosa que puede estimular de buena manera el espíritu. No obstante, un amigo nuestro preguntó: «¿Vale la pena que él vaya a una película si después no recuerda ni un poco?» Respondí: «Lo importante es que se divierta al momento de verla». Es difícil explicar aún a los amigos que mi esposo está aquí, tal vez un poco confundido sobre lo que «aquí» quiere decir, sin embargo, enteramente presente en el momento. En realidad, mi marido ha vivido siempre en el momento, es decir, poco ha pensado en el futuro, lo que hace irónico este intratable presente.

Por otra parte, sería mentira decir que hemos evitado las emociones ya citadas. Claro que no. La culpabilidad y la infelicidad también se han hecho presente. Por muy difícil que sea, tratamos de encarar la situación de frente. Afortunadamente, no le ha faltado la habilidad a mi esposo de mirar a la vida con humor. Todavía puede bromear sobre Harry. Paseando por la calle, cuando he repetido por la décima vez a donde vamos, dirá: «Eres tan buena». Pausa. «Ojalá supiera quien eres».

También puede satirizar mi respuesta. Diré, por ejemplo, «No estamos trayendo este paquete al lugar donde vamos. Lo compramos en el camino y lo tomaremos con nosotros al regresar a la casa». Trato de decirlo prosaicamente, pero cuando surge el tema por la cuarta vez, acaso el tono de mi voz no es tan prosaico como intento, porque él me dice: «No sé porque tienes que usar este tono condenatorio. ¿Por qué andarte por las ramas? ¿Por qué no eres franca: No, persona estúpida que no merece vivir…«

Jeff siempre ha tenido un magnífico sentido del humor. La gente nunca pensó que fuera en realidad una persona tímida, porque podía ser muy divertido cuando compartía en sociedad. Su mente podía desbordarse con conexiones singulares, ocurrencias, juegos de palabras, y otras acrobacias mentales que entretuvieron o deleitaron a la compañía en la que se encontraba. De hecho, desde la niñez, adquirió la reputación de bufón, una designación que detestaba porque se consideraba una persona seria. La misma trabajadora social postuló que Jeff se hacía el payaso para entretenerse a si mismo, porque la gente alrededor de él lo aburrían.

Le es más difícil divertirse ahora. Si no le interesa un tema de conversación, tiende a repetir algo que dijo antes. Ya no puede ser él mismo su mejor compañía. Necesita y responde a los estímulos de los otros. Cuando leemos las noticias de la mañana, puedo atraer su atención a un tema de discusión contencioso o algún problema emocional, es decir, las traiciones, los celos, las recriminaciones que ocurren a lo largo de la vida. En este caso, están bastante manifiestos la experiencia examinada, el pensamiento serio, la respuesta considerada.

A menos que algo dramático suceda, una cura por ejemplo, asumo que el día llegará cuando mi esposo no me reconozca. Ese día, espero que consigamos conocernos de nuevo, algo así como en esa película francesa que cuenta la historia de un soldado joven en la primera guerra mundial. Él pierde el juicio durante la guerra, nadie sabe donde ha desaparecido, pero su novia no cesa de buscarlo y logra hallarlo algunos años después del fin de la guerra. Él no se acuerda de ella. Sin embargo, él le dice amablemente semejante al día que la vió por primera vez, una niña cojeando: «¿Le duele?» Y yo podré sentarme y mirarle esperanzada y decirle, «No».


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