Si hay algo que realmente me saca la piedra es ver a una celebridad quejarse de lo duro y difícil que es ser una estrella de cine, modelo(a) o artista exitoso(a) (cualquiera sea el arte). La crème de la crème de este tipo de elementos siendo Michael Jackson, llorando sobre los vicios y consecuencias de ser dueño del catálogo de los Beatles y de como esto ha afectado su vida a tal grado que «si supieras lo que es mi vida, no quisieras ser yo».
Bueno, déjenme opinar al respecto en el idioma de la mayoría de estas estrellas: Fuck you all. En el mundo hay alrededor de un niño por cada dólar de cada uno de estos pseudo mártires que comen alrededor de cada dos semanas raciones de combates donadas por la ONU y hasta el mismo ejercito norteamericano, y cada uno de ellos es prueba de que las lágrimas de todos estos imberbes tienen tanto valor como un álbum de barajitas de «Alf El Extraterrestre».
Para los mortales normales y corrientes, esos que tenemos que trabajar todos los días (no dos o tres semanas al año) o que tenemos 2 trabajos o más, para más o menos ilusionarnos con la posibilidad de no terminar en la calle durante la vejez este tipo de afirmaciones dan pie a más de una confusión.
La primera de ellas es la clásica y colonialista «el dinero no da la felicidad» tan utilizada como método de mantener a una población al borde, feliz de no sufrir de las consecuencias de ser cochinamente rico. Y la otra es de convencernos que de alguna manera, aquellos con jacuzzi en cada baño de la casa, avión privado, fama, diseñador privado y todas esas cosas horribles que vienen con el éxito, son personas normales y corrientes como tú y como yo.
Como ya pueden haber adivinado estoy en total y completo desacuerdo con todas estas premisas y estoy seguro de que no importa de lo que estemos hablando, más es mejor. Y como dicen por ahí, el resto «como va viniendo, vamos viendo». Si el destino de nuestra vida es ser infelices mejor que sea con los bolsillos llenos.
Todas estas joyas del Nilo deberían estar postrados de rodillas todos días en permanente oración a Odín todopoderoso por haber llegado a ser lo que son. Pero Michael Jackson no es el objetivo de este artículo. Recientemente por fin tuve la «oportunidad» de ver en cable la película de Sofía Coppola «Lost in Translation», y estaba en lo cierto cuando decidí no verla cuando aún estaba en cartelera.
Lamentablemente (y por insólito que parezca), con excepción de «Jurassic Park 2» y «Shanghai Knights» no había más opciones en los 450 canales de televisión que tengo en casa. Y aunque mi decisión inicial fue la de bajarle el volumen al televisor y masturbarme con las chicas de «La guerra de los sexos» en Univision, la súbita desaparición del control remoto me dejó estancado con la flacuchenta hija de Francis Ford en HBO2.
«Lost in Translation» es una película escrita, dirigida y totalmente conceptualizada por Sofía Coppola, hija de una de las vacas sagradas del cine norteamericano y uno de los hombres más poderosos de Hollywood.
A pesar de lo que la mayoría de la gente cree, hacer cine (o televisión, si se quiere) no es muy difícil. El mundo está lleno de directores y productores de películas de los cuales apenas conocemos un puñado que se eleva sobre los demás por 1) Su nivel artístico 2) Por la independencia con que realizan su obra o (la más frecuente de todas las causas) 3) publicidad. Pero el otro 99,9 por ciento de los cineastas del mundo son un montón de matones a sueldo cuyo trabajo es simplemente asegurar que las cosas salgan según el guión y las expectativas del estudio que lo escribió. Lo cual revela otro de los mitos relativo a la gente trabajando en el cine: su nivel cultural o de intelectualidad. Escribiré sobre esto en otra ocasión; cuando comente sobre mis conocidos en el medio y de cómo ninguno pasaría un examen de preparatoria si por alguna razón tuviera que tomarlo.
La mayoría de estos señores(as) no tenían nada que ver con el mundo del cine. Estudiaron cine, se graduaron, buscaron trabajo y allí están dirigiendo cosas como «El padre de la novia» o «Hellboy». Agradecidos, estoy seguro, de no estar preparando hamburguesas en Mcdonalds como muchos de sus compañeros de bachillerato, y donde muy seguramente estuviera haciendo carrera Sofía Coppola de no haber sido porque es hija de su padre.
«Lost in Translation» cuenta una historia de amor entre la esposa de un fotógrafo norteamericano trabajando temporalmente en Tokio y un viejo actor hollywoodense que está matando un tigre en esa ciudad porque allí aún le consideran lo suficientemente valioso como para ser vocero de una marca de güisqui.
A pesar del tema simplón, Coppola se las arregla para complicar las cosas y convertir a «Lost in Translation» en una de las películas más ofensivas de la historia del cine. Una en la que Japón sirve de símil para el mundo extraño y hostil que acecha más allá de la cortina de hierro de las fronteras hollywoodenses (es decir, nuestro mundo normal y corriente) y donde Bill Murray es incapaz de tan siquiera conseguir por donde cruzar la calle.
Todo el mundo, aparte de los protagonistas, es feo y estrambótico. Todos los japoneses son dientones, por supuesto y no parecen tener más personalidad que la que han desarrollado de tanto ver televisión norteamericana. Ignorantes y sin cultura (queriendo decir, la cultura norteamericana, la única que existe según Coppola) y con personalidades borderline basadas en el trastorno de estereotipos yanquis, los personajes locales son copias baratas de lo que según Coppola es real y verdadero. Todo esto puesto en escena como conclusión tanto de Murray como de la insípida novata Scarlett Johansson, quien en este guión autobiográfico hace las veces de la misma Coppola.
A pesar de esto (muy a pesar de esto), los personajes de «Lost in Translation» revelan que el film pudo haber funcionado en algún nivel de no haber sido porque es una autobiografía de su autora, y como tal, deshonesto y separado de cualquier realidad. En su mente Coppola es la intelectual, reflexiva y über-mami Johansson. Una mujer que ve al mundo con aires de superioridad y que aprecia con asco la simplicidad mundana de otros personajes como el de la actriz de películas de acción protagonizada por Anna Faris. Como Michael Jackson, Coppola se auto-define como una mujer en una posición de «si supieras como es, no quisieras estar en mi lugar». Y aquí es donde la piedra, como dije antes, estalla fuera de mi cabeza.
Porque Coppola no tiene la menor idea de cómo es el mundo más allá de su limitado territorio. De cómo funcionan las cosas o de que es aburrido, triste o difícil. De que salir una noche a cantar karaoke con unos amigos no es rebajarse a lo mundano, sino todo lo contrario, echar un vistazo a la realidad desde la ventana del palacio de uno de los mundos más privilegiados de la historia del planeta.
Sofía Coppola en su vida ha tomado un autobús. Mucho menos el metro. Tampoco ha sumado dos y dos para asegurarse de que puede pagar las cuentas, preocupado de ser robada o violada en la calle, ido a una entrevista de trabajo, o sufrido algún tipo de altibajo como consecuencia de la economía de capital en la cual vive. Lo cual no tiene nada de malo. ¡Ojalá todos estuviéramos en esa posición! El problema es que ya fuera en Japón, en California o el mismísimo infierno, Coppola no sería capaz de cruzar una calle porque nunca lo ha hecho en su vida. La única razón por la que se queja de su aburrida existencia es el hecho de conocer sólo un lado de la historia en esto que llamamos la sociedad moderna.
Poniéndolo más claro, ¡Guao! Qué duro y aburrido es recorrer el mundo, quedarse en hoteles cinco estrellas y codearse con estrellas de cine, cuando si la señora Coppola, de pasarse un mes viviendo en mi casa (donde me vería como uno de los nipones dientones que puso en la película), terminaría pidiendo a gritos por aunque fuera un día de esos placeres que ahora repudia por decadentes y superficiales. En mi visión de la experiencia la imagino robándose llamadas telefónicas a media noche para pedir entre sollozos «jacuzzi, ¡JACUZZI!»
«Lost in Translation», sin embargo, trajo consigo algo muy bueno, el reconocimiento de Bill Murray como actor.
Para los genios sabihondos e intelectuales del cine, la comedia es un género barato y despreciable a menos que haya sido hecha hace por lo menos 50 años y no de risa.
Por ósmosis, los comediantes sólo son un montón de payasos cuyo trabajo no tiene más valor artístico que el que tiene una botella de mayonesa. Desde esta perspectiva, Jim Carrey es algo comparable a una lagaña porque sólo es capaz de hacer es muecas, Eddie Murphy de decir groserías y Bill Murray…bueno…Bill Murray acaba de abrir las puertas a los comediantes de finalmente ser tomados en serio.
Lo triste es que haya sido con «Lost in Translation», una de las peores y menos representativas películas de toda su filmografía. «Lost in Translation» no es una comedia. Al menos no en el sentido normal de las cosas. La intención de Coppola fue hacer una película donde la gente no se ría, sino que se sonría, con esa sonrisa creída que los críticos consideran más valiosa que una carcajada. Carcajadas que por cierto sobran en la carrera de Murray y que espero vuelva a producir ahora que ha logrado ser tomado en serio.
Y aquí volvemos a las razones de porque no había visto «Lost in Translation»: la moda. En cada esquina ahora te consigues con un genio alabando la capacidad histriónica de Murray y citando de memoria su filmografía cuando hace 3 o 4 años, si a alguien se le ocurría decir tal cosa, era inmediatamente condenado al ostracismo por ignorante. Tan sólo faltaba la opinión de unos cuantos críticos amigos del papá de Sofía para cambiar todo eso. Definitivamente algunas personas tienen más personalidad que otras, como Murray. Y algunas otras las tienen peores que otros, como Coppola.
Clase E (Evitar a toda costa)
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