París huele a queso

A veces, leyendo la Biblia, me he preguntado cuál es la maña de Dios de ser siempre tan hiperbólico. Las metáforas eclesiásticas tienen muchas implicaciones, algunas de ellas netamente literarias, puesto que se trata de un libro que pretende plasmar la voz del creador y no la compilación de recetas del maestro Scannone. En ciertas ocasiones tiendo a implicar más bien a los transcriptores, y veo a Dios diciendo algo como «vaya, escriban allí que va a venir la reventazón general», y los escribanos, que seguramente eran admiradores de la poética de Safo, decorando la cuestión con carrozas que bajan del cielo que arde y bla, bla, bla.

Sin embargo, en otras ocasiones el Chivuo tiende a ser más directo. «Parirás con dolor» —dice, y allí sí que no hay tu tía, eso lo que significa es que va a doler que juega garrote, así que pide morfina. Pero uno extraña la libertad de interpretación. A uno le hace falta esa libertad de lectura, aunque claro, existe el lado negativo, que es cuando cualquier jetón se atribuye las mismas cualidades hermenéuticas y sale a decirte dos meses antes del fin de siglo que el Hercólubus viene, y viene echando candela, porque las escrituras y qué sé yo. Entonces, a ti te agarra una inquina, un resentimiento, no tanto porque te digan que después del dos mil vendrán muertes y desastres y desolaciones típicas del Apocalipsis, sino porque te quedas con la intriga de dónde quedarán los Leones del Caracas en las primeras temporadas del siglo que veintiuno, y si por fin Venezuela logrará ganar alguna Serie del Caribe.

Tiendo a pensar estas cosas cuando estoy metido en el Metro de París a las ocho de la mañana. Si alguien ha estado en ese monumento a la claustrofobia, sabrá que ni un librito puedes llevarte, porque es tanta la semblanza a grada del Caracas-Magallanes que quedas con los brazos atrapados y en posición de reposo. Una vez sí logré sacar un libro por allí, específicamente una colección de discursos de Lusinchi que alguien había tenido la gentileza de regalarme para que no me sintiera lejos de la patria. En la estación siguiente me vi expulsado del vagón, no sé si por el hecho de que me agarró una vainita allí en el pecho y empecé a recitar en pleno y en francés del más peor aquello de que íbamos a salir de abajo y que ya empezábamos a ver luz por allí por el año ochenta y cinco. Eso o el hecho de que le metí el mamotreto por la cabeza a una vieja francesa que se dejó de «politesse» y me cayó a carterazos.

Sin embargo hoy, a las ocho y media de la mañana cuando estaba nuevamente pasando por ese calvario me puse a pensar en parábolas del Señor. Hay una que siempre recuerdo, y es esa de «te ganarás el pan con el sudor de la frente». Yo puedo entender perfectamente que hicimos mal en meterle un mordisco a la manzana. Yo puedo entender que hay que pagar esos pecados, y que algún día volveremos al cielo si lo hacemos bien. Lo que no me cuadra mucho es lo del sudor de la frente. Específicamente porque en ese momento me salió un golpe de suerte y pude conseguir un asientico en el Metro para por lo menos descansar las piernas. Pero es que el francesito que me toco enfrente, ¡mi madre! Ese no sólo se tenía ya ganado el pan con el sudor de su frente, sino la casa, el carro deportivo y la televisión por cable también, de eso no me cabe la menor duda.

No es que yo sea prejuicioso. Tampoco creo que sea sifrinería. Pero mi aparato olfativo es tolerante más o menos hasta el Lavanda-Sachet de la marca Mum Bolita, olor ya de por sí exagerado. A veces, metido en uno de los carritos por la Libertador en pleno mediodía, uno se dice: «¡Na’guará! ¡Este desgraciado de al lado si que es avaro, se echó el Mum Lavanda-Sachet de mil seiscientos bolos!», pero hasta allí llega el asunto. Porque los viajes doblan las exigencias. Créanme que después de vivir aquí, el olor a Lavanda-Sachet me parece un perfume de lo más exquisito. Porque entre eso y nada, mi hermano, viva la Mum, a pesar de que el desodorantico te depila la mitad de la axila al pasártelo porque atrapa los pelos entre la bolita y el frasco.

Todavía no he logrado entender si la cuestión es que no se bañan o no se echan desodorante o ni se bañan ni se echan nada. Debe ser uno de esos trucos de primer mundo, donde el francesito se dice: «bueno, si la cuestión se trata, según la Biblia, de sudar como un cochino, yo mejor no me echo nada y así engaño a San Pedro a las puertas del Cielo con el tufo que voy a tener». Porque francamente.

Y entonces uno va y le echa la culpa a Dios. Lo más probable es que él haya dicho algo como: «escribe allí, tú; ponle que van a tener que deslomarse trabajando porque se jartaron la manzanita» y el traductor, siempre poético, siempre romántico y con un poco de Corín Tellado que no me negarán, fue y colocó lo del sudor de tu frente. Pero es una alegoría. No hay que tomárselo de manera muy literal. Ese es el problema del primer mundo. Todo al pie de la letra. Porque yo entiendo que yo, por bolsa, tenga que sufrir en la vida y ganarme el pan con el sudor de mi frente. Lo que no entiendo es eso de estar compartiendo sudores. Eso de exhibir tu sufrimiento. Uno sabe, uno entiende que la vida es una lucha, pero no por eso hay que andar por allí intercambiando secreciones axilares.

Lo peor es que el otro día estaba en una tienda y entendí finalmente la cuestión del desodorante. Estaba allí, frente a mí, como un vaticinio, como una propaganda de ACUDE, un desodorante francés con la inscripción «protege durante 48 horas». ¡48 horas! ¡Pero es que ni en Siberia te dura un desodorante 48 horas! Y lo escribo en corrido: cuarenta y ocho horas (signo de exclamación). Luego de, muy tercer-mundo-mente, agarrar el frasquito, abrirlo, olerlo, tocar la barrita y leer los componentes de aquella maravilla, me puse a pensar. Cuarenta y ocho horas. ¿Y porque cuarenta y ocho horas? Porque vamos a estar claros, son dos días enteros. Lo que quiero decir es que si lo que querían era darle una imagen a los que como yo, no estudiaron ciencias sino humanidades, de que el desodorante duraba bastante, pues se redondea la cuestión en «dos días», sin lo de las horas, para que uno diga: «¡Dios mío! ¡Cómo dura!» como en la cuña del conejito Energizer.

Pero eso de cuarenta y ocho suena a ciencia. Suena a experimento. Suena a francés encerrado en un cuarto de vidrio lleno de electrodos, haciendo ejercicios para sudar y un comité de barbudos embatolados afuera que discute, opina y por supuesto huele al sujeto experimental. Un científico con un reloj que dice: «¡van cuarenta y cinco horas y media, aun funciona!» y, a las cuarenta y ocho para el cronometro y dice «¡Fo!». Suena a exactitud. Suena a cinco para las cuarenta y ocho horas y todavía me quedan cinco minutos para llegar a la casa a recargar.

O claro, también puede ser un truco publicitario. Aunque eso no se estila mucho en el mundo desarrollado, porque la competencia, los de la Mum bolita, probablemente hacen contra-experimentos y hasta demandas pueden meter. «¡No pasa de las cuarenta y cuatro horas, su señoría!», y el juez decide a favor de la acusación.

Sin embargo, cuando uno llega a París la primera impresión que te da es de orden y cultura. Todo huele a Camembert, todo es bonito. Después de dos meses en París me di cuenta de la verdad. París no huele a Camembert. Huele a queso, lo cual es muy diferente. Especialmente cuando estas sentado en el Metro y te preguntas qué es lo que te esta matando más rápido, el tufito del desodorante de «cuarenta y ocho horas» o el olor de las medias que el tipo se puso sin bañarse.


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