Pandillas salvadoreñas se globalizan

Hace casi veinte años vi una película que si bien no me encandiló ni dejó pensando demasiado, tenía una particularidad: No había personajes bondadosos. Estaban los malos, los más malos, los malísimos y los innombrables.

El filme en cuestión era «The Warriors», cuyo remake pronto estará en cartelera, y trataba sobre pandillas de Nueva York que se reunían en un estadio del Bronx para organizarse. Teniendo en cuenta que en la Nueva York de los 70 existían cinco pandilleros por cada policía no era mala idea, pero el diablo (tal vez la policía) metió la cola en la reunión y el líder orador fue asesinado.

Los propios asesinos inculparon a the warriors, una pandilla de Coney Island, que de un momento a otro comenzó a ser perseguida por todas las bandas de la ciudad. La película sucede en una noche y trata de la huída de los protagonistas desde el Bronx hasta su zona, a 35 kilómetros, cruzando una ciudad hostil y violenta.

No hay moraleja en la historia. Walter Hill, el director, sólo muestra la violencia de una manera clara a pesar de la oscuridad de la noche, sin importar los motivos que llevaron a cada uno a la pandilla, sin importar si lo que hacen está bien o mal. Sólo importa la historia a relatar.

Por esos años, algún personaje tal vez inspirado en la película, dijo ¿Por qué no? Nueva York no era el lugar indicado pues comenzaban los años de mano dura, pero Los Angeles parecía el sitio propicio. El objetivo era dar con la pandilla más violenta y sanguinaria de la ciudad y crear una organización que le permitiera el dominio sobre el resto.

Había pandillas afroamericanas, boricuas, asiáticas, etc. Estas «gangas» se dedicaban específicamente a la venta de drogas y a luchar entre sí por territorios de distribución. A nuestro pensador no lo convencieron demasiado, pero puso particular atención en un grupo de salvadoreños amantes de los tatuajes, la honra, el machismo y la sangre. Se hacían llamar «maras». Existían varias de ellas en la ciudad por lo que el primer trabajo fue unificarlas. Con el tiempo logró su cometido y sólo quedaron dos facciones diferenciadas: La M13 y la M18.

El primer paso a seguir luego de la unificación fue hacerlas fuertes en sus países. Para principios de los 90, la M13 o Mara Salvatrucha congregaba al 70% de los pandilleros salvadoreños y se extendía por los países vecinos de manera abrumadora.

Sus negocios se extendieron a su vez al tráfico de indocumentados, venta de armas y drogas y cobro por protección entre otros delitos, transformandose en un factor de poder en Centroamérica que hasta la fecha no han podido controlar los gobiernos.

Una vez consolidada, la Mara combatió y controló a la mayoría de las pandillas de Los ángeles, aunque en varias oportunidades debió desparramarse debido a la persecución policial y del ejército. Esa persecusión generó que células pequeñas escaparan hacia otras ciudades de los Estados Unidos y que poco a poco formaran nuevas maras.

El reclutamiento es muy fácil. Habiendo personas segregadas en todos los lugares, se les ofrece algo a lo cual pertenecer, y el poder brindado por la violencia termina de hacer atractiva la oferta. Las nuevas células marcan con graffitis su territorio y los futuros pandilleros no tardan en aparecer.

Se sabe de una prueba ineludible cargada de violencia y resistencia por parte del aspirante, la cual debe ser cierta ya que para ser del grupo debe sobrar coraje y resistencia. En la misma debe sortearse tanto el miedo a morir como el miedo a matar. Todo vínculo anterior debe perderse en la amnesia de la nueva vida.

A pesar de la escasa educación de los integrantes, cada pandilla juvenil es dirigida por un «gran líder», el cual tiene dos grupos a su cargo: uno que se encarga de cobrar el impuesto de circulación y de guerra, vender drogas y traficar con indocumentados. El otro debe eliminar físicamente a los comerciantes o pilotos que se oponen a las extorsiones o bien, matar a los integrantes de maras rivales. Así mismo, el gran líder responde a un mando mayor a quien remite porcentaje de las ganancias.

Su fuente de poder se alimenta, en ciertos casos, de las fallas del estado. Los gobernantes los utilizan para sus campañas (prometen erradicarlas) y son Robin Hood cuando el estado presiona y es corrupto. Así lograron afianzarse en México, la policía fronteriza de Chiapas vaciaba los bolsillos de los inmigrantes de tránsito hacia los EE.UU. La mara los defiende de cierta manera pero también los mata si se niegan a colaborar.

La Mara Salvatrucha es pólvora y a su vez carne de cañón. Los gobiernos centroamericanos implementan de vez en cuando la «mano dura» y eliminan de un saque cientos de ellos. El incendio en la celda 19 del presidio de San Pedro Sula donde murieron más de 100, o el de la Granja Penal de El Porvenir en Honduras donde murieron 70 son ejemplos de manotazos gubernamentales ante la falta de ideas y soluciones.

En Estados Unidos y México ya son una razón de estado, las leyes se han endurecido, la pena de muerte es el fin más viable para un marero condenado y los tatuajes con la letra «M» son motivo de deportación.

Existen células comprobadas en todos los países de América y España.

A su vez, en toda Centroamérica existen organizaciones no gubernamentales que se ocupan de la reinserción de los mareros en la sociedad. Estos grupos deben luchar primero contra las marcas en el cuerpo, producto de los tatuajes, que los transforman en eternos sospechosos y luego, protegerlos de sus antiguos compañeros que están decididos a matarlos. Es una tarea ardua pues requiere generarles nuevamente el respeto por la vida propia y ajena.

Muchas veces en el campo he arriado yo solo rodeos de cien o más vacas, mientras lo hacía pensaba en la mansedumbre de esos bichos que, si así lo decidieran, podrían huir o atacarme. Nunca pasó, son animales mansos y de poca inteligencia.


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