Pacto autobiográfico, cotidianidad e infidencia en la épica político-intimista de Efraín Valenzuela

Venezuela VirtualEfraín Valenzuela acaba de publicar Letras de Asfalto su más auto-temida confesión de fidelidad que hace a la vez sumario de su licencia más diligente. Estas letras de pavimento petrolífero comprimen las grafías de un sumario aparentemente contradictorio. Un proyecto escritural a un tiempo en hallazgo y en búsqueda del significado de su particular de demasía. Importante su lectura ya que, me parece, inscribe un fotograma fidelísimo que hace a la vez sub-texto de muchos de los excesos de utopías y desvaríos políticos de los sesenta y, a la vez, una crítica de no pocos de los nuevos sigilos, incógnitas, a veces mutismos (por minimalistas) que atraviesa al sujeto posmoderno sitiado por los códigos y proscripciones que se activan desde la nueva y ya axiomáticamente década re-perdida de los 90.

La contención y exuberancia que hormiguea en estos textos fulminantes y a la vez cristalinos dejan así una evidencia casi foto/gráfica de la tensión que levanta así cartografía de quienes conocimos los dos extremos simbólicos y éticos, pero además estéticos y económicos y, mayormente, íntimo-sociales de una época. Un primer extremo, de fantasía (y de revueltas) que remite a la excéntrica, pletórica, hiper-soñadora década pro-hippie de los sesenta, (que gracias al incremento del petróleo se extiende en Venezuela hasta los setenta. Pero también, el otro extremo. Esa otra época, la tasada, regulada, normalizada y desmovilizada que marcó a fuego las expectativas de las mayorías populares durante la década del 90.

La década del 90 rubrica a un momento histórico particularmente denso cuyas complejidades (categoriales, históricas, estéticas), han sido insignificantemente trabajadas. Los 90 hablan, sin embargo, de un tiempo signado por la imagen de unos visiones y fantasías supuestamente selladas por el discurso neoliberal, la premura por maquillar de necesarios unos ya cotidianos paquetes económicos, y las rearticulaciones de la lucha desde nuevas figuraciones de resistencia hechas de nuevas formas de reconfiguración de sueños y prácticas individuales y colectivos y, por otro, la emergencia de unos nuevos llamados nuevos conformismos. El haz que grafica la transitividad entre los años 60 y los 90 es el del desengaño alrededor de la imagen de una modernidad inclusiva y las diferentes estrategias de muchos sujetos para lidiar, pugnar, batallar con esta imagen de su clausura. Década atravesada, mercadeada, bombardeada por discursos proclives al mercado voraz, ella encuentra su mejor figurante en una nueva generación distinguida como la yo generación (por falta de imaginación y por mezquina) que en buena medida es producto de una política activa de ordenación de identidades precipitadas desde la re-emergencia y reconfiguración de los grupos de derecha. Los lemas de los sesenta: «prohibido prohibir» y «pidamos lo imposible» se conjugan posmodernamente hoy como «pidamos lo que hay», «lo que queda», «lo que sobra»… si es que algo sobrara.

Desde varios ángulos me interesa examinar la poesía de Valenzuela. Pero me importa en especial su valencia de contra-respuesta a este discurso duro promovido por los poderes fácticos. El discurso de derecha que maniobra en contra de las capacidades concretas de la gente para descubrir la riqueza, densidad, complejidad y capacidad enzimática con qué re-situarse en el borroso hoy. El cuestionamiento de lo que la agenda posmo oferta a la gente de a pie y de las periferias, partir del re-encantamiento de la aventura cotidiana, que es la aventura del cuerpo, la familia, pareja, la memoria, la esperanza, imágenes todas acopiadas y sostenidas desde el cotidiano ejercicio de la palabra en los cuerpos individual y social. Y el de esos cuerpos en la expectación, la apuesta, la eficacia de la palabra.

Extravíos y Demarcaciones de una Épica Político-Intimista

Algún poeta dijo alguna vez algo como esto: «El bulto de un libro sólo indica que tiene mucho papel. No crecen las obras por echar hojas sino por madurar frutos, que eso les quedó de su antiguo linaje de árboles». Es la mejor definición que he escuchado nunca sobre un tipo de obra que, como la de Valenzuela, crece para adentro. En fidelidad. En acendramiento. En búsqueda más que en famas hechas muchas veces de verbosidad. La de Valenzuela es, no accidentalmente, una textualidad complicada. Un apuesta más atenta a las dimensiones orales y performativas que solamente escritas. Ya que, si con alguien la dicción poética exige el gesto, el conjuro, el requiebro amoroso y la representación de todos las negociaciones, objeciones, contradicciones, extra-textuales es con Valenzuela.

Hoy día sin embargo el gesto ya trasiega mucho de código gastado por los lenguajes de la televisión y la política. Re-empotrar así el gesto en la palabra poética precisa su reinvento en la sedición misma del gesto. Y ésta es la reinvención que en Valenzuela se enuncia como reingeniería de la praxis micro-política. Reinvención que hace, a la a vez, anagrama de la palabra renovada en clave de humor, intrepidez, irreverencia. Los usos y ritos del descaro solícito, el piropo insolentemente respetuoso, el requiebro campante en su sapiencia, el réclame a la fémina, el homenaje a las propias incongruencias y reclamaciones, el contra-intelectualismo de parroquia y las perversiones a los formulismos sociales en claves de indulgencia, caballerosidad y coloquialismo, todos configuran un franja de sentido impar en nuestra poesía venezolana y latinoamericana. Pablo de Rokha, Ernesto Cardenal, Roque Dalton, Lezama Lima, Nicanor Parra, el Chino Valera Mora y Miguel James, cada uno a su modo, le hacen compañía a Valenzuela en este ejercicio. Pero Valenzuela les hace homenaje a su manera. Y esa es, precisamente siendo él mismo y diciéndose en consecuencia. Les hace reverencia diferenciándoseles.

Todo un mundo de sabor rural y excesivamente urbano subyace en la poesía por momentos irresoluta por excesivamente obsesionada de economía de Valenzuela. Los conceptos sobrevienen demonios. Los objetos, tiempo. Los personajes, partes y variantes de un único lujoso, obsesivo personaje guarecido en torsiones inusitadas del yo poético. Vivir, reencarnar el pulso cultural en el hechizo de lo insólito de la cotidianidad se hace obsesión en la conversación consigo mismo y con otros personajes siempre confinados en el universo proliferante de la casa. El autor establece así las antípodas de su agitada vida pública y su cosmos más íntimo. Si afuera habita el gentío, los poetas, los amigos, en el cosmos del adentro anida lo que Gastón Bachelard nombraría como el infinito espacio de la casa. Allí perviven la madre y su recuerdo. El hermano y sus industrias religiosas. Los floreos de alta esgrima con la amada; pero sobre todo, un yo obsesivo y proliferante de visiones y fantasmas que merodean, hurgan, curiosean. Formas que lo espían todo. La memoria se reconviene como alucinación de un espacio plural, laberíntico, pretexto único desde el cual sería posible dialogar. Escribe en «Padre Nuestro»: «El espacio se convierte en destino/ La forma, en un centro de movimientos/la acción nos habla». Una poética de espacios y personajes dialécticamente trama coloquios que a su vez emplazan diversas exploraciones. Los heterogéneos posicionamientos del yo, la recriminatoria a un sujeto que apuesta por un nuevo, activismo épico aunque minimalista se deja ver, a la vez, posmodernamente confinado a existir como un: «eterno propagandista en bañeras».

La casa deviene así oxigeno vital aunque, también, suerte de jaula. Reducto de reconocimiento por un lado: «alguien habló de mí», y ese que lo habla, que lo reconoce es otro que sistemáticamente elude el circuito concernido por la esfera o contingencia públicas. «Tuvo que ser ella (la madre) «Tuvo que ser él» (el hermano) «Tuviste que ser tú (indeterminado) pero que el poeta deja saber que es un tú femenino y a la vez desaguado en un plazo de siete estaciones agitadas que rematan en el corte de lo unido que lo deja afianzarse en el mundo. Quien le da su imagen, quien lo espejea y deja que se reconozca, entonces, es, finalmente, una ausencia trozada por esa espada: «vertida en siete ciclones dromedarios/ En una espada de anclas/ como si se tratara de la guerra». El universo se torna oclusivo, tupido, taponado, descubriendo la misma imagen de la casa como el retrato de su única operable—por imaginable—épica. Aventurera del encuentro con el yo íntimo devenido locus de auto-revelación. Zona, a la vez, de salida hacia el otro y de refugio de éste. Zona de mediación: entre de confidencia y de guarida.

Mas, a la vez, una pregunta vértebra la unidad del texto confiriendo un sentido a todo el horizonte poético: ¿cómo decir las desazones exteriores y más íntimas desde ese lugar difícilmente conmensurable que constriñe pasados, presentes y futuros aleatorios, imaginarios de lo diario, respiros y entrevisiones la casa? La plegaria hecha carne y los dioses hechos visión corriente traman unos ejes de juntura hechos de resonancias de familia, la pareja, las ausencias, y, sobre todo, las series del yo insistentemente cavilándose. El yo y sus misceláneas sucesiones. Ritmos de poesía, de deseo, de memoria, de fantaseo y de busca de justicia. Entre todas ingenian este cosmos intransferible de sentido. Orbe alimentado de gradientes. Y remedios en cuyo lenitivo se abrigan las esperanzas de un ser como desterrado del orbe exterior y, por tanto, sujeto, condenado a descifrar el mundo desde la contingencia de atravesar unos laberintos que no son otros que los de sus privados develamientos. Los cuerpos de la poesía y el sujeto se hacen enigma de sí mismos en un vaivén entre ascético, político y poético del sujeto poético. La fundación del imaginario del barrio desde sus casi innombrables elucidarios de intimismo, vitalismo y espiritualidad, organiza, además, un cosmos que contrasta y rectifica percepciones autoritarias aunque primordialmente planas y exterioristas del enmarañado cosmos de sentidos vivenciados desde el barrio.

Ensayando un atropellado balance a la luz de la apuesta textual de Valenzuela habría que decir que El Chino Valera Mora no encarna, como creía Javier Lasarte, el ideal del último de los vanguardistas/ mohicanos conversacionales. Y el último de los obsesionados con la pretensión de reconciliar, invadir e interpenetrar vida y poesía. Dos décadas luego, Valenzuela descubre y detona una recuperación conversacional nueva aunque emparentada con la del Chino. Una familiaridad, se diría, diferencial. Allí donde el Chino decía Europa, megalópolis, avenida, taberna, Valenzuela dice centro de Caracas, calleja, residencia, cuarto, rincón, álbum de familia. Donde aquel decía motín, Valenzuela exhorta a armar un enorme pedo lírico y privado en sociedad simbólica y mítica con los incontestables padres de la patria. Si el uno impregna de romanticismo a la amada, el otro la cotidianiza, la confiesa, la delata, la interpela, la desacraliza. Para el Chino la fémina hace parte del ideal absoluto que tendría aparejado la revolución. Para Valenzuela, en cambio, es un lugar de lo presente, en relación. Una trinchera de la masculinidad frente a una feminidad que negocia y renegocia sus espacios de reconocimiento, centralidad, institucionalidad, fijeza. Hace así un territorio de gestión. De gestión de poder. Un subset de negociación. Y de aleatorio desacuerdo. Pero también de posible pacto. Pero dibuja, también, una trinchera desde donde armar un soliloquio. Subgénero de la esgrima de los sexos. Duelo cotidiano de unos géneros en franca disputa por los novísimos consensos y oposiciones en tiempos de reconfiguración de espacios de transacción de los tornadizos términos de hegemonía, incluso, en el trato de la gestión de la intimidad. En esto quedan confesas las iniciaciones del poeta en los géneros de la foto-novela y la radio novela.

Y así como Monsiváis subrayaba: «los mexicanos vamos al cine no a ver películas sino a aprender a ser mexicanos» así Valenzuela trasunta sus ilustraciones en los entretelones del sub-género en la calidad entre melodramática y solazada del flirt y el regateo. Del levante y el contra-levante. Del sí y el también lícito no masculino. Se abre a la esfera pública el relevamiento de las topografías mutuas del tal vez. Del por su puesto. Mas nunca del nunca. En este sentido habría que registrar que la poética polémica-amatoria-relacional de Valenzuela incorpora también la lógica del talk show y el reality show.

De cómo fracturar dualismos. Desde Rincones

Hace ya algunos años el poeta y ensayista mexicano José Emilio Pacheco borroneó un breve artículo sobre a la coexistencia de dos muy distintas vanguardias. En la primera figuraban los prosélitos del desvarío esteticista hijos del dadaísmo, el surrealismo, el creacionismo, el martinfierismo y mil demás ismos positivamente ávidos de primicia, fashion e invento. En la segunda, los militantes, los activistas de la palabra como adminículos de las utopías sociales y políticas oriundas de heterogéneos apropiaciones de la ideología o, más bien, la imaginería de izquierda. De allí afloraron los credos sedicioso, agitador, revolucionario. Pues bien, al parecer, Valenzuela con sus textos —a medias entre administrador de malos modales y fiduciario de una contención rayana en dicción de microscopía— viene a desarreglar, a perturbar, a poner en cuestión dicho binarismo. Ni el devaneo onírico surrealista de un Sánchez Peláez ni el desborde muchas veces cuasi doctrinario o propagandista de un Cardenal o un Roque Dalton consiguen explicarlo. Y ésta es una cuestión que queda perfilada: ¿traslada su apuesta una exhortación al disturbio, a la sedición, al motín? O, más bien, ¿formula, subraya, corea los perímetros entre estos dos polos: la positividad del discurso revolucionario y la negatividad producto del aparatoso hundimiento de las más de las utopías vivas durante la década del sesenta? Porque ¿qué suerte de reencantamiento, alquimia, conjuro del mundo se puede articular desde las minimalistas circunscripciones hundidas en bañeras, escondites de cuarto, tragaluces de apartamento, y evocaciones intimistas como únicas posibles escaleras entre el pasado que se ha ido, un presente que constriñe y un futuro potencialmente ficticio que no termina de llegar?

Resonamos a Rilke quien nos iniciaba en las industrias poéticas pese a los tiempos lóbregos: «convierte tu muro en un peldaño», insistía. Transgresión del peldaño para inventarlo trampolín. Desde allí salta Valenzuela. Y la figura de su clavado en la palabra juguetea entre un afuera (la ciudad, el distrito, el país, la política, el imaginario de un socialismo real) empecinadamente vaciados de sentido, y un interior (los trámites del yo, la memoria, y la vivencia familiar, amorosa y barrial) ricos en transacciones, sugestiones, secretos, apuestas. El subjetivismo en él no yace así como capitulación. Es, más bien, nuevo comienzo. Iniciación, umbral, limen hacia un nuevo activismo. Un nuevo encantamiento incluso desde el núcleo de coacciones modernas en sus versiones mediática, social, política, cultural. Su positividad se arraiga en la forma en que se condensa. Cómo se reconcentra en el trance de publicar, que es descubrir, abrir, hacer hecho público el breviario de una que son sus infidencias más íntimas. Lo realmente cardinal es, como confesara el poeta: «haber dado un paso importante. Lento. Muy lento, escandalosamente lento. El de salir de estos fantasmas y ánimas en pena». El reencantamiento del mundo inicia con el conjuro del pasado mundo hacia otro. Uno nuevo. De inicio.

Los imposibles de hoy—exponía Konstantin Tsiolkovsky—serán posibles mañana. Por este acto de despojo del ayer y de celebración del hoy que infatigablemente se revela, invita Valenzuela a recrear, como Sísifo, un nuevo chispazo del mundo. La magia está en creer. En apostar. En arriesgar. Incluso desde el miedo. Peligrar en la palabra. Peligrar en la vida. Llana. Corrientemente. Diariamente. Personalísimamente. Y creer, además, a pesar de todos los fracasos y fiascos del mundo actual. El fracaso del proyecto moderno. Reinventar una verdad, un yo, pero también un prójimo más allá de los menudeados desencantos. Desde ésta, su apuesta poética el poeta quizá suscribiría esta frase dolorida y a la vez profética de Albert Einstein: «Triste época la nuestra. Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». Valenzuela inicia así su faena desde el arduo trabajo de rastrear sus propias obsesiones, prejuicios y fantasmas para entresacar un oro de sus propios espectros y pesadillas. Y es de este descenso al averno de sus sombras desde donde extracta sus nunca capituladas preparaciones. Porque qué triste es escuchar a alguien que no se escucha a sí mismo. Por ello para Valenzuela en la poesía, como para Konstantin Tsiolkovsky en la realidad, de seguro, «los imposibles de hoy serán perfectamente permisibles mañana».

La respuesta que Valenzuela masculla al sujeto-mundo moderno y además periférico es, así, dialéctica. Ni negatividad a ultranza ni positividad acrítica o separada de la vida. La suya es una poesía en escenario y situación. En celebración y auto-cuestionamiento. En interpelación y ceremonia de fidelidad. En épica, en drama y a la vez en tragedia implícita pero, también, en melodrama. En particularismo y universalidad. Palabra en secreto y vocerío. Entrega y recogimiento. Apertura hacia un nuevo pacto de género y reproche masculinista. Carnaval y misticismo. Desolación y compañía. Mueca y risa. Expectación pero con conciencia de nimiedad del contrahacer del hombre en el mundo. Resolución fugaz de los contrarios. Como anotaba Nietzsche: «el hombre es el único que ríe: es el único que sufre tanto que tuvo que inventar la risa». Por eso: «El animal más desgraciado y más melancólico es, precisamente, el más alegre».


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