Observadores del tormento

—Mi vida es un tormento. Y digo tormento porque tiene que ver con tortura, con dolor y con angustia. Nadie podría definir esa palabra mejor que yo. ¿Qué por qué? Pues porque yo he estado en el lugar del tormento. En el lugar del dolor. Donde vosotros tenéis miedo de ir algún día. Pero iréis de todas formas sin duda alguna —dijo el joven al que interrogaban en la sala de interrogatorios de la policía.

Una sala acorazada a pesar de que el interrogado llevaba esposas. El cristal trucado no faltaba. Su presencia era obvia. El lugar estaba tan sucio y el cristal tan nítido y brillante.

—Ese lugar del que hablas… —pregunto uno de los policías— …te refieres al infierno. ¿No?

—¿Infierno? ¿Quién ha dicho esa palabra aparte de usted en esta sala? El infierno es una gloria y una salvación en comparación al lugar de donde yo vengo. Y al lugar donde volveré —dijo el joven respirando aceleradamente.

—Entonces… —preguntó el otro policía— dinos…de donde vienes exactamente.

—No puedo decírselo —respondió el detenido—, si se lo dijera…ellos vendrán aquí y no dejarán que nada de esto salga a la luz. Y créanme…no saldrá nada porque no podrán contar nada a nadie.

Los abogados se miraron entre sí. Uno de ellos tomo un lápiz y escribió en uno de los papeles que estaban en la mesa la palabra «pirado». Entonces uno de ellos se levantó y rompió el silencio.

—Salgamos un momento fuera —le dijo a los otros policías. Y dirigiéndose al joven soltó un innecesario «no tardamos».

Afuera, uno de ellos sacó un cigarro tranquilamente, como si lo que acababa de escuchar fuera el día a día. El otro sacó un café de la maquina y se quejaba del poco azúcar que había conseguido.

—Bueno…¿qué tenemos según tú? —preguntó el del café.

—Pues un caso más de condena a libertad en un psiquiátrico. Cada vez se las ingenian mejor estos tarados para no entrar en la cárcel. Y pensar que mató a las diez personas que encontramos enterradas en mitad de un campo de tomates.

—Sí. Pero lo peor fue la forma como los encontramos. Cada uno de ellos con la cabeza de otro. Ninguno coincidía. Cuidadosamente cosidas al cuello de los cuerpos —dijo el que fumaba mirando al reo a través del cristal de la puerta de la sala de interrogatorios.

No parecía una mala persona. Ni siquiera tenía pinta de macarra como muchos de los jóvenes rebeldes de su edad. Los policías lo miraban con pena, porque eso aparentaba. Pero las apariencias son un vacío en mitad de la nada. Todo lo contrario suele pasar en estos casos. Quien mira a una persona y se deja llevar por su apariencia acaba equivocándose al creer en lo que ve y no en lo que es.

Por eso los policías no se dejaban llevar. Sabían en sus adentros que todo lo que el joven decía era mentira. Que simplemente era un chalado más con grandes problemas personales o traumas de la niñez. Razón suficiente para no ir a la cárcel. Suficiente para ir a un psiquiátrico como la ley manda en estos casos en que no se encuentran evidencias de culpabilidad por haberse cometido un crimen cuando se es inconsciente de que se comete el mismo.

—La ley es una mierda —dijo el fumador acabándose el cigarro—. Mato a quien me da la gana y me mandan a un lugar tranquilo donde como y duermo gratis y no tengo de que preocuparme. Si fuera por mí… no se escapaba ni uno. ¡Ni uno! Ni siquiera los que de verdad son locos.

—Ya, pero la ley no la has hecho tu. Nuestro trabajo es intentar averiguar algún dato que demuestre que está mintiendo. Que no esta loco como nos quiere hacer creer. Y ahí es donde tenemos que ser astutos —dijo el otro acabándose el café y poniendo cara de asco al beberse el fondo y no tener azúcar.

—Bien, vuélvenos a contar como encontraste los cuerpos. Porque aún no nos has dicho como fue, como lo hiciste —preguntó uno de los detectives cuando regresaron al cuarto con el reo.

—Ya se lo dije antes… fueron ellos. No yo. Yo solo era un enviado de ellos para buscar información. Nada más… —respondió el joven.

—¿Qué información? —preguntó el policía del café.

—Nombres de personas. Calles y lugares donde vivían. Solo eso. Yo no hacía nada más. Pero no puedo decir más. Ya me parece que estoy diciendo demasiado.

—Mira chaval —respondió sin poderse controlar más el otro detective—, sabes que los locos como tu van o al psiquiátrico o la cárcel. Y sabemos lo que tramas. Pero no nos chupamos el dedo. Has matado a diez personas… y eso se paga estando consciente o inconsciente…y yo te juro que tú vas a ser el último por él que los cuentos se den. Tú ahora eres el primero que va a ir a chirona a pasarlo mal y a que te den bien y te dejen en forma los novios que allí vas a encontrar.

Con cada frase que decía el detective, más se irritaba el joven. Se cerraba en sí. Se acurrucaba y cerraba los ojos. No quería mirar. La silla donde estaba sentado no paraba de temblar. Mientras el detective seguía hablando.

—Los tíos como tú no deberían de nacer. ¿Para que? ¿Para matar inocentes? Antes de haber hecho aquella masacre deberías haber reflexionado y haberte pegado tú el primer tiro en la tapa de los sesos.

El joven empezó a llorar.

—¡Basta! Ya se lo he dicho. Yo no fui. Fueron ellos. ¿Qué pasa? ¿Quiere saber quienes son ellos? ¿De verdad quieren saberlo? En el momento en el que yo lo diga lo sabrá pero le juro que se arrepentirá de esto. Porque van a venir y no van a dejar títere con cabeza. Así que ahí va. Le voy a decir quienes son.

El joven, que se había levantado mientras hablaba, se volvió a sentar. Su cara se tornó de ira a llanto nuevamente y repetía muy bajito sin ver a los policías «no quiero, no quiero». Entonces miró a la mesa y después levantó la vista hacia el detective preguntón.

Pero antes que el muchacho dijera nada, uno de los policías, un poco absorto, raro e interiormente con miedo se levantó y habló.

—Eh…que te lo diga a ti, yo voy a hacer unas cosas urgentes. Enterate bien. ¿OK? —dijo, medio en broma y medio en serio y salió de la habitación.

El cerrar de la puerta hizo eco en las esquinas de la habitación.

—Bueno, ahora estamos solos —dijo el policía inquisidor con una sonrisa en los labios—, con mayor intimidad. Ahora me lo puedes decir sin miedo alguno.

El joven comenzó a hablar con la mirada fija en el policía.

—El infierno no existe. Utilicé esa metáfora porque así entendéis bien lo que será el sufrimiento y el dolor. Eso es lo que os han enseñado en la iglesia y las escuelas. Pero al morir olvidaos del infierno o el cielo. Al morir no hay nada. Absolutamente nada. Sin embargo reza porque antes del trance de la muerte no seas escogido por ellos para abarcar sus misiones o serás condenado al dolor eterno, que es peor que la muerte.

Yo fui como puedes notar uno de los elegidos. Y mi misión era tomar apuntes de nombres y domicilios de personas que habían nacido con defectos en la córnea. No soy un loco. Ni siquiera se porque los eligen a ellos…

—¿Quiénes son ellos? Sabes que si me das pruebas saldrás libre —mintió el detective.

—¿Libre? —el joven soltó una carcajada—. Cuando se lo diga me matarán. Me llevaron con ellos dos veces pero esta vez me matarán por decirlo. Lo matarán a usted y matarán a aquellos que escuchan detrás del cristal. La verdad es que no tengo nada que perder… pero… ¿y usted? ¿Lo ha pensado bien? Ya noto por su cara que está desesperado por esta charla. Yo le avisé y su compañero ha hecho bien en irse. Al menos podrá contarlo. ¿Esta seguro? Esta es la última vez que se lo voy a advertir; no estoy mintiendo.

—Seguro —respondió el policía feliz de haber logrado la confesión.

El joven lo vio fijamente y entonces empezó a mover los labios…

—Ellos son…

Mientras el compañero salía del baño y se quitaba el sudor de la frente, se decía así mismo que no aguantaría mucho tiempo en ese trabajo si le tocaban tipos como el joven de la sala, y de pronto se fue la luz.

Saltaron algunos focos, estallando y rompiéndose en miles de pedacitos cayendo sobre las cabezas de los guardias de seguridad. La luz volvió casi enseguida, y el detective corrió inmediatamente a la sala.

Una pequeña humareda salía por debajo de la puerta. No se veía bien el interior. Pero poco a poco todo quedo a la vista.

La cara del abogado se desfiguro con el espanto. No podía creerse lo que veía. En la mesa de la sala estaban sentados los cuerpos de su compañero y el joven detenido. Sus cabezas cambiadas de cuerpo.

De repente un chillido de mujer salió de la puerta de al lado. Era una de las oyentes tras el espejo trucado. Todos muertos de la misma forma. De repente aquello se llenó de gente. Nadie podía creerse nada de lo que veía.

El policía vivo sí empezó a creer, con la mirada fija en la sala. Su mente en las palabras del joven. Y ante sus ojos, de repente, y sin que nadie más se percatara, se formó una inscripción en lo que quedaba del espejo. Nadie la estaba viendo. Solo el policía.

Como escrita por un dedo invisible, entre las cenizas que cubrían el cristal apareció la palabra «SILENCIO». Y tan pronto acabó de escribirse, desapareció sin dejar huella.

El mensaje era claro. Si quería seguir viviendo no debía de decir nada a nadie de lo que había oído en esa sala. Debía de mantener silencio si quería vivir y olvidar lo que pasó ese día. Era difícil. Sea quienes fueran quienes escribieron la palabra, lo estaban observando y de algún modo más tarde o más temprano todo acabaría para él como el joven al que hace poco juzgaba por mentiroso.


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