Nuevas tecnologías y crisis de representación en la aldea globalizada

El libreto no era nada original. El objetivo: hacer parecer a Mitt Romney, mimado niño rico y encarnación (casi)humana de Wall Street, un tipo que iba a defender los problemas del ciudadano común. Era la política como un laberinto de espejos, una cadena de imágenes y creaciones fantásticas que, amparadas en la repetición ad nauseum, esperaban convencer a los electores de los cimientos reales de la ideología republicana. La máquina mediática se puso en marcha como de costumbre, con el objetivo goebbelsiano de transformar la realidad a patadas, intentando imponer la matriz de opinión según la cual una reducción de impuestos a los más adinerados generaría una estimulación económica (la teoría del «goteo» que jamás ha funcionado) o la aún más retorcida idea de que los republicanos eran mejores economistas y administradores y lograrían equilibrar el presupuesto de ese país (la realidad es que Bill Clinton, demócrata, no sólo equilibró las finanzas durante su período, sino que su sucesor, George W. Bush, lideró el período de gasto público y expansión fiscal más grande de los Estados Unidos).

Sin embargo, la gran crisis que atraviesa el partido republicano enmascara un malestar generalizado del cual payasos como Romney son un simple subproducto. Del otro lado del espectro, Obama está lejos de ser la antítesis de los republicanos, ya que la política norteamericana ha sido secuestrada por un puñado de plutócratas, sus contribuciones y sus emporios mediáticos. La desilusión Obama es real entre los demócratas, quienes votaron en contra de Romney, más que a favor de Barack. ¿Podía ser de otra manera? Mitt Romney, lejos de parecer un político con ideas, parecía un personaje malvado de un dibujo animado de Pixar. Sorprende más bien que este Scrooge/Grinch experto en quebrar empresas y prestidigitador de sus propias declaraciones de impuesto, haya sacado casi la mitad de los votos.

Sucede que las elecciones en los Estados Unidos son sólo la última manifestación en una retahíla de simulacros pseudos democráticos que pretenden legitimar a quienes nos representan. Si nuestro mundo contemporáneo está en crisis, el resquebrajamiento del sistema sale a relucir en nuestras simulaciones políticas. Este año también se llevaron a cabo elecciones en Francia, por ejemplo, una «elección» en la cual los galos podían escoger entre un tecnócrata millonario que estudió en los mejores colegios e institutos parisinos, con ciertos valores de «derecha», y un tecnócrata millonario egresado de los mejores colegios parisinos, con ciertos valores de «izquierda». Ni qué decir de ectoplasmas como Jean-Luc Mélénchon, admirador de Hugo Chávez y de la comuna de París, que pretende defender al «hombre común» desde la comodidad de su salario cuatro veces mayor al de un obrero.

Evidentemente, esto siempre ha sido así, y son raras las excepciones en las cuales un verdadero outsider llega a saborear las mieles del poder. Pero algo ha cambiado en nuestro modelo de representación, que empieza a hacer aguas: las chabacanerías de un Mitt Romney diciéndole a los obreros que entiende sus problemas o de un Hollande afirmando que entiende lo duro que es vivir con mil euros al mes, se hacen más difíciles de tragar gracias a la aparición de las redes virtuales y la obsesión del hombre contemporáneo por grabarlo todo.

A lo que me refiero es que Romney está lejos de haber inventado el modelo político a lo Zelig, de Woody Allen, donde el juego radica en tratar de adivinar qué esperanzas y deseos tiene el electorado para orientar el discurso exactamente en esa dirección. Tampoco es que él haya sido torpe en ese sentido, simplemente desestimó el poder de la red, debido al anacronismo latente en el partido republicano. Porque en épocas pasadas, el patrón de seducción del electorado era simple. Bastaba seguir los pasos de los personajes de Mario Vargas Llosa en «Conversación en la catedral» o aplicar el cinismo de «Mi hermano el alcalde» del colombiano Fernando Vallejo. ¿Se reúne usted con empresarios? Hable de la inversión, de la productividad, de los impuestos. ¿Se reúne con los sindicatos? Hable de congelar los despidos, aumentar los sueldos por decreto y darle participación a los obreros en el consejo directivo. Todo el mundo estará contento ya que ha escuchado lo que quería, y puede usted dormir tranquilo (en fin, tan tranquilo como puede dormir un político).

Es en este punto donde entra nuestro mundo de tele-realidad eterno, que desdibuja las fronteras entre lo privado y lo público, que hace estallar la secuencia de juegos de simulacros y desvanece el patrón original. Todo se graba, siempre. Hemos sustituido el tinte dorado con que el sol bañaba nuestras vidas por el parpadeo obsesivo del punto rojo encima del teléfono inteligente. La ubicuidad y el panoptismo de nuestras redes sociales lo vigilan todo, lo capturan todo. Porque la consecuencia de nuestro mundo videódromo no es sólo la creación de un ejército de paparazzis capaces de martirizar a la próxima sensación pop de moda. Si existe algo positivo en nuestro voyeurismo exacerbado, es sin duda la capacidad de voltear estas armas hacia quienes más lo merecen: los políticos.

¿Cuánto costó a Romney el tristemente célebre video del 47%? Ese día, los perros de guardia mediáticos salivaron e hicieron una fiesta: vea a Romney como realmente es. Su disfraz de defensor de los desposeídos se hizo añicos, reventado por la misma lógica que ha hecho famoso el trasero de las Kardashian. El blitzkrieg mediático fue implacable: usted a Romney no le importa, él cree que usted es un parásito.

De esta manera, hemos inaugurado una nueva era política, en la cual la ambición pura del poder y lo que están dispuestos a decir los políticos para obtenerlo, queda al descubierto. Romney no hizo nada escandaloso al decirle a sus amigos ricachones exactamente lo que querían oír. Lo que él no sabía era que el resto del mundo también lo estaba escuchando.

Puede que las nuevas tecnologías obliguen a nuestros políticos a ser más sinceros, o al menos más consistentes. El único problema es que atravesaremos una etapa con una seria crisis de representación primero, una etapa en la cual los gobiernos y los candidatos más indeseables se erigirán como expresión del malaise del electorado común. Porque los únicos sinceros en el juego político suelen ser los fachas: aquellos que dirán, sin ambages, que pretenden reprimir violentamente a los inmigrantes o hacer pagar el desencanto democrático y la desigualdad social a cierto sector de la población.


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