Antes de venirme a vivir en Nueva York, para mí la ciudad era un lugar mítico sazonado por la millonada de libros y películas consumidas durante mi adolescencia. Personalmente, siempre la imaginé como la mostraba Scorsese, violenta, sórdida, sucia pero inexplicablemente atrayente. Llena de gente en constante lucha contra los elementos, esotéricamente atada a un territorio que le era hostil. Una ciudad donde, a diferencia del pueblo que me había visto nacer, vivir era una constante aventura, y su fisonomía digna del mayor de los orgullos.
Al igual que mi pueblo, Nueva York nunca fue particularmente planificada. Lujosos condominios muchas veces son vecinos de soluciones habitacionales del estado, y a pesar del alto costo de la vida, siempre hubo de todo para todos en una comunidad que a pesar de ser el centro del mundo capitalista, se las había arreglado para ser más proletaria que lo comúnmente aceptado entre Canadá y México.
Este caos urbanístico y social, sin embargo, era una de las mayores atracciones de la ciudad, y los turistas apenas tenían que salir de sus hoteles y tomar fotos de la gente, los edificios y las tiendas para asegurarse un álbum lleno de memorias inolvidables. Alguna vez, comprar o ver algo en Manhattan o Brooklyn o el Bronx, significó regresar a la ciudad para volver a hacerlo, porque Nueva York era una ciudad única, y los que vivíamos en ella estábamos felices de hacerlo, a pesar de que como en todas partes, no faltaban los problemas.
Pero en poco más de dos décadas, y con especial rapidez durante las últimas dos administraciones municipales, aquella ciudad reconocible e imitada desde Calcuta a Tegucigalpa (¡en qué país de Latinoamérica no hay un Coney Island!) ha ido perdiendo su color local y las fotos que los turistas muestran de la ciudad cuando vuelven a sus hogares ya no son inmediatamente reconocidas por sus amigos o familiares. Nueva York, o por lo menos el Nueva York que los visitantes esperan encontrar, lenta y aparentemente sin remedio, está desapareciendo, adaptando su imagen a aquellos que poco a poco están haciéndose con ella.
Y la culpa de esto está en la alcaldía, que ha decidido sacrificar a sus habitantes, para llenar sus arcas con los ingresos de inquilinos con bolsillos más profundos. A la fecha ya no es ningún secreto que Coney Island está en proceso de remodelación a la Disney, que Little Italy apenas cubre dos cuadras y que el Greenwich Village es prácticamente un Country Club. Todo en pro de la modernización a ciegas de una ciudad cuyo encanto siempre estuvo en la capacidad de garantizar la supervivencia de la colorida y variada fauna local.
La víctima más notoria de este proceso es Times Square, que ya no es evitada por los locales por temor a ser robados o expuestos a cosas que no desean experimentar, sino por aburrimiento. Saneada de chulos, prostitutas y vendedores de drogas, cosa que no critico para nada, la intersección ahora rebosa de otro tipo de parásitos: cadenas transnacionales de restaurantes, discos y ropa idénticas a las que hay en casi cualquier vecindario de la ciudad. ¿Para qué ir a Times Square a comprarse algo? Sus teatros, alguna vez boyantes con talentosos escritores, ahora se ahogan en «entretenimiento para todas las edades» con la excusa de que una familia paga más tickets que algún solitario espectador.
Este proceso que en inglés se llama gentrification, y cuya traducción más cercana podría ser elitización o aburguesamiento, es definido por el diccionario como «la restauración de áreas urbanas pobres por la clase media; resultando en el desplazamiento de los habitantes de menos ingresos». A pesar de lo claro del concepto, los personeros del gobierno aún se las arreglan para justificarlo como algo positivo, cuando en realidad está bien lejos de serlo. Las clases medias y altas no quieren vivir en Harlem, ni en Brooklyn, quieren vivir en territorio familiar, suburbios urbanos que requieren que los millones de indeseables que tuvieron el mal tino de nacer en la ciudad empaquen sus maletas.
Para evitar malas interpretaciones aclaro que apoyo cualquier política que sirva para el mejoramiento de la ciudad. Lo que no me cabe en la cabeza es porque no se hace un mejoramiento de las comunidades existentes en vez de sustituirlas con otras de mejor genealogía y estatus taxativo. Lo que se me ocurre es que sólo estos merecen vigilancia policial, calles limpias y un lugar decente donde vivir. Por poner un ejemplo, si las cosas siguen como van, Spanish Harlem desaparecerá del mapa tan rápidamente como los constructores puedan llenar el área de Luxury Rentals.
Por años hasta la policía evitó SPAHA (como ahora ha sido bautizado Spanish Harlem buscando imprimirle algo de panache), y era un milagro que un taxista aceptara traerte más arriba de la calle noventa. Pero gracias al «mejoramiento» de la ciudad, ahora los taxis y los policías abundan, mientras comunidades enteras han desaparecido gracias a las nuevas e impagables rentas.
Antes de derribar edificios, convertir todas las tiendas de videos en Blockbusters y las bodegas en Duane Reades, sería bueno que alguno de los genios en la planificación de la ciudad se pregunte ¿Dónde van a vivir las víctimas de este proceso? O peor aún ¿De qué van a vivir? ¿De limpiar condominios y pasear perritos?
Un día, tal como lo hizo Scorsese, un cineasta va a narrar las nuevas historias de esta ciudad, y más vale que sea un buen guionista, porque si pretende contar con el color local como soporte, su obra va a ser de las más aburridas del mundo.
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