«¿Te gustaría asistir a una fiesta sin tener que ir vestido, ni llevar tu cuerpo ni dinero?», decía la valla, en la curva, sobre la autopista. No obstante la velocidad de su automóvil alcanzó a leer la dirección donde daban las indicaciones. Como la curiosidad pica más que el chili mejicano, algunas personas llegaban buscando una aventura. Allí les ayudaban a sacar de su cuerpo el espíritu para poder asistir a la fiesta.
Cuando terminó las sesiones, que duraban nueve noches seguidas, y pudo sacar de su cuerpo el espíritu, partió para la fiesta, dejando el cuerpo guardado en un lugar seguro, tranquilo y aislado.
Cuando llegó, la fiesta ya había comenzado. Todos llevaban antifaz. El bullicio impregnaba el ambiente de alegría y la música era para todos los gustos. La luz difusa dejaba reconocer apenas la silueta de los participantes, como sombras que sin drogas o licor se diviertían exageradamente, liberados de prejuicios, limitaciones, ocupaciones y ataduras. Casi todos estaban bailando. Algunos solos; otros, en pareja.
El hombre invitó a bailar a una mujer que estaba sola, y como él, recién llegada a la fiesta.
Bailar siendo un espíritu, sin tocar el piso, cualquiera lo puede hacer; pero ella además de moverse muy sabroso, colgada del cuello, bailaba tiernamente. Y así por varias noches se entrelazaron bailando hasta el amanecer.
Nadie debía hablar, decir el nombre, dar direcciones. Al desnudar su identidad se perdía el sortilegio y el espíritu salía de la fiesta para nunca más poder volver. Pero las personas trataban de saber quiénes eran, de dónde venían y su estado civil. A la fiesta asistían casados, separados, divorciados, hombres y mujeres de los rincones más alejados del mundo. Tampoco se podía hacer nada más que bailar. Suficiente para que todos se encontraran muy a gusto.
Pero una noche al mencionar que ella dormía en el número 606, de la Calle Central, de una ciudad muy fría, capital de un país latinoamericano, desapareció de la fiesta.
Y como no volvió más a la fiesta, el hombre decidió descubrir la identidad de la mujer que había sido su pareja.
Cuando llegó al lugar donde ella había dicho que dormía, la sorpresa sacudió su alma, llenándolo de tristeza; pues en Santa fe de Bogotá no existía ninguna Calle Central, sino Cementerio Central, y el número correspondía a una tumba con flores recientes. Permaneció en silencio, maldiciendo su suerte ahora que estaba enamorado. Todo terminaba en esa tumba con flores recientes que no dejaba de mirar asombrado. Permaneció en silencio meditando que en esa parte de su vida todo había sido muy extraño, desde el momento mismo en que pudo sacar de su cuerpo el espíritu.
Depositaba sobre la tumba un beso de despedida, cuando sintió a sus espaldas una presencia extraña. Al voltearse se encontró ante una mujer muy bella.
Ambos, sin antifaz, al fin pudieron verse.
—¡Eres hermosa! —le dijo.
—Pero es una lástima que yo esté muerta, ¿verdad?
Moría la tarde. Las primeras sombras de la noche empujaban los restos del día, mientras un viento frío hacía rodar las hojas en medio de las tumbas y las últimas personas salían del cementerio caminando lentamente, cabizbajas, hablando casi nada.
—¡Qué coincidencia! —exclamó él— Yo también estoy muerto, pues me maté en la curva donde está la valla sobre la autopista.
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