Finalmente tocamos fondo. Ahí estaba yo, psicólogo graduado cuarto de la promoción de la U.C.V., estudiante del doctorando en Filosofía y escritor aficionado, y el Maiqui, A.K.A. Miguel Liendra, estudiante crónico de ingeniería desde hace diez años y aficionado a pequeños trabajos de supervivencia (mesonero, contrabandista de ropa desde Miami, ése tipo de cosas). En la acera de la calle madrileña, sin embargo, no estábamos solos en nuestra experiencia a la intemperie. A mi lado dormía una familia de la Europa del Este —Polonia o Lituania o qué sé yo— y el Maiqui estaba flanqueado por un borracho y otro perdedor homeless igual que nosotros, con la diferencia de que el pordiosero estaba solo y nosotros éramos dos.
Francamente, cuando estás durmiendo en la calle con el frío a ocho grados entre la peor escoria de la capital ibérica, que estés con dos o con diez, la diferencia es poca. Me senté, me abrigué con lo que pude y me puse a pensar, tenía toda la noche para ello: ¿Cómo habíamos terminado ahí?
Todo empezó con el espíritu aventurero de cualquier estúpido latinoamericano, sumado a la idea romántica de conocer España y ver lo que nos deparaba Europa. Desde Asturias, donde estábamos invitados al matrimonio de un amigo, nos unimos en un viaje que pasaría por León, Salamanca y volvía a Gijón para tomar avión de regreso. El Maiqui y yo estábamos un poco coleados en medio del ambiente empresarial que se respiraba: todos eran ejecutivos o ingenieros o qué sé yo, lo que sé es que tenían billete y se paraban a cada rato a comer y a gastar dinero, dinero que escaseaba en nuestro escuálido presupuesto. Nuestro amigo, el novio, nos brindó la mayor parte del viaje, pero aunque vayas chuleando a un pana llega un punto en el cual la cosa queda fea. Chuleas un poco más, qué vas a hacer, y empiezas a ver cómo haces para no quedar tan mal.
Bueno, el cuento no es ése, el cuento es que ya llegados a Salamanca, estaba un poco aburrido por lo selecto del viaje. Francamente, me había imaginado la cosa un poco más arrabalera; y mientras estábamos metidos en tascas probando mariscos y tortillas y hablando de Bill Gates o quién sabe que balurdez; la movida española no nos tocaba ni tangencialmente (especialmente por lo de las españolas, claro). Entonces, borracho y recordando los cuentos de Henry Miller y George Orwell en París y todavía pasando la resaca de «On the road» de Jack Keroac, le propuse al Maiqui que nos fuéramos a Madrid a ver los cuadros de Velásquez en el Prado. Juntamos el poco dinero que nos quedaba, calculamos lo que costaría la entrada al museo, le pedimos «prestado» al novio y nos fuimos a la estación de autobuses buscando algo más excitante que hacer que quedarse sentado en un restaurante con cinco ejecutivos y sus esposas hablando de las maravillas de pertenecer a la burguesía asalariada..
Ahora bien, desde el principio tuve serias dudas al respecto. Habiendo viajado ya por Europa una vez, había pasado por la horrible experiencia de ser botado de un tren por la policía Checa (larga historia que no vale la pena retomar) para terminar a las cuatro de la mañana en un pueblo fronterizo alemán, confundiéndome entre vagos y borrachos, bebiendo el poco ron que me quedaba para el viaje. Le expliqué al Maiqui que la cosa no era tan simple, a pesar de que había sido mi idea. Pero él, que podía venderle una botella de güisqui al más pichirre de los clientes del restaurante donde trabajaba, me convenció con su labia infalible como si la idea hubiera sido suya desde el principio.
Sopesando pros y contras, salió a relucir un primo lejano del Maiqui que yo había conocido una vez borracho en uno de los cayos de Morrocoy, el primo Bigotes. Este se había ido a Madrid hacía seis meses, y «como tú sabes», Bigote era un triunfador, un tipo hecho para los retos que seguramente ya había conquistado la ciudad y tenía tremendo piso donde alojarnos. «No Joda» —me dijo el Maiqui— «que me caiga al piso y me rompa las dos piernas si ese carajo no salió adelante en Madrid. Tú vas a ver Vicente, ahí resolvemos algo, dale, vámonos». Y ante el prospecto de volver al restaurante a seguir discutiendo los índices de la bolsa nos compramos el pasaje y nos pusimos en camino.
Tres horas más tarde, sin ninguna sorpresa, constatamos que los hoteles y hostales de Madrid estaban muy por encima de nuestro presupuesto, por lo que hicimos una lista de la gente que conocíamos en la ciudad para llamarlos y pedirles alojo. Pero primero, irresponsablemente obviando prioridades, compartimos un sándwich de tortilla con pan duro y vimos el Prado, lo cual valió todo el viaje y nos alegró el día. Vagamos por la plaza mayor, fuimos a algunas librerías y cuando los pies empezaron a quejarse le dije al Maiqui que llamara al Bigotes de una buena vez.
—Ah —me respondió— lo que pasa es que no tengo el teléfono aquí…
Cansado y previendo las consecuencias de semejante respuesta le respondí sin mucha diplomacia:
—¿Y entonces, huevón? ¿Qué hacemos?
—Tranquilo, Vicente… típico tú, todo preocupado. Lo que tenemos es que llamar a Valencia primero y me dan el teléfono del primo y ya… ¿Cuánto dinero nos queda?
Contando monedas —tu sabes que estas en problemas cuando empiezas a contar monedas— el Maiqui procedió a llamar a Valencia, Venezuela, desde un público en Madrid. La conversación sucedió más o menos así:
—¿Aló? ¿Tía Marita? Hola… Es Miguel. ¿Qué? Todo bien, gracias a Dios… mire, disculpe, pero es que estamos en Madrid… ¿Qué? No, Madrid, o sea, la llamada es internacional… Ajá, sí, mire: que necesito el teléfono de Carlitos acá en Madrid. No, no; Carlitos, el primo Bigotes, vale. ¿Qué, que ya me lo pasa? ¿Y qué hace allííííí?
La cara del Maiqui cambió a algo entre rabia e incredulidad, esa expresión de trágame tierra que nunca trae buenos augurios.
—¿Bigotes? ¿Qué carajo haces allí, pajúo? ¿Tú no estabas en Madrid? ¿Qué? ¿Cómo que muy difícil? ¿Tú eres medio marico? No joda…
El Maiqui colgó y se dirigió a mí para explicarme lo que yo ya sabia:
—Lo que pasa es que sin papeles es muy complicado, tú sabes… está trabajando en la policía allá en Valencia… seguro le va a ir bien, él es un luchador…
…aunque muy bien pudo haber sido en la estación de autobuses de Salamanca, oficialmente ahí comenzó el desastre.
Ahora bien, nuestra cultura común, ya que me crié con el Maiqui en Venezuela, fue formada por las películas gringas de domingo por la tarde en el canal cuatro, producciones todas donde, como en «Risky Business», el personaje pasa irremediablemente por una serie de desavenencias durante cincuenta minutos de película, llega al clímax, exclama algo como «¡Ya está!» o «¡Lo tengo!», y de allí en adelante logra reestablecer la normalidad en medio del caos. Ese caos, que vale la pena decir, casi siempre implica para el mayor goce de los espectadores adolescentes una plétora de catiras bien desnudas y fiestas sin fin.
Bueno, en nuestra versión tercer mundo de la cosa podríamos decir que catiras desnudas, lo que se dice desnudas-desnudas, no hubo demasiadas (a menos que contemos la Maja Desnuda como catira). Pero lo que sí era obvio es que ya habíamos llegado al clímax, sobre todo después de constatar que nos quedaban sólo veinte euros en la cartera.
Ahora, como yo siempre he sido actor de reparto, le dejé al Maiqui la tarea de gritar «!Eureka!» y sacarnos de este lío, pero él, en lugar de enfrentar la cuestión de manera científica, hizo uso del optimismo típico del realismo mágico venezolano, diciendo cosas como: «Tú vas a ver, Vicente, con la cantidad de venezolanos que hay en esta vaina, seguro nos conseguimos a un pana a la vuelta de la esquina que nos lleva para su casa; que me caiga al piso y quede paralítico si no logramos controlar dos españolas que nos resuelven esta noche, tú vas a ver…»
Y mientras el tipo hablaba solo como un evangélico vendiendo revistas un domingo, yo en lo único que pensaba era en la desgracia geográfica tan grande que era que Madrid no tuviese puentes ni ríos para poder tirarme al agua y acabar con todo de una vez.
Horas más tarde la tarea evangelizadora de mi compañero seguía, con la fe de una de mis tías cuando votó por Carlos Andrés Pérez en el noventa y dos. Ella pensaba que las cosas se arreglaran mágicamente y que una vez cerradas las actas y Pérez finalmente ganador ya no habría nada más de que preocuparse en el mundo, habiendo alcanzado finalmente la tierra prometida. Ahora bien, mi tía siempre había sido medio bolsa y por eso se la podía pasar, pero que a éstas alturas, ya de noche, cansados y sin bañarnos, el Maiqui siguiera pensando que las cosas se iban a arreglar mágicamente me hizo contemplar por primera vez en mi vida al homicidio como escape a mis problemas. Al final preso al menos tendría un colchón donde echarme. Fue entonces cuando el Maiqui tuvo una de sus grandes ideas:
—Vicente —me dijo con el tono resuelto y serio del que acaba de descubrir el argón— vamos a agarrar los veinte euros, vamos a una tasca, nos bebemos veinte cervezas o lo que alcance, comemos tapas y luego, ya borrachos, nos vamos a dormir a la estación de trenes de Atocha. Total, borracho te acuestas donde sea y ni cuenta te das, como la vez que te dormiste en el carro del pana y le vomitaste los asientos…
Sin opciones, derrotado y definitivamente cegado por el cansancio, decidí que tal vez no sería tan mala idea. Con el valor agregado de que me ahorraría la conversación ya que el Maiqui no podría hablar con una cerveza en la boca.
Ya sentados en una tasca, el Maiqui empezó a delirar explicando nuevamente como seguro, seguro conoceríamos a unas lobas que nos ayudarían a salir del aprieto, a pesar de que los únicos en el bar, aparte de nosotros mismos, eran cuatro gordos viendo el resumen del fútbol.
Milagrosamente, después de la cuarta cerveza aparecieron dos madrileñas que obviamente abusaban un poco del chorizo y los bocadillos de tocineta. Esto no pareció importarle mucho al Maiqui que, infatigable, vio en ellas nuestra salvación, sin ocurrírsele nada mejor sino que yo, «que era poeta», les escribiese una nota. Método según él, «¡infalible!» (visualizar aquí gesto del Maiqui de triunfo: pulgar levantado con el puño cerrado) para conquistar mujeres. Ensayamos con varias notas, primero las cursis («tus ojos son una belleza que», etc.), luego con las sinceras («Todo el mundo en Madrid me ha tratado de lo peor, ¡pero tú puedes cambiar eso!») y finalmente con las de ficción («somos dos agentes encubiertos de Scotland Yard y necesitamos su ayuda esta noche para detener a dos sospechosos»), sin ningún resultado aparte de lograr correr a todas las mujeres que eventualmente llegaron al bar.
Ya a las dos de la mañana, acostados en unos bancos de Atocha, el Maiqui me explicó efusivamente cómo los bancos eran comodísimos y la gran suerte que teníamos de dormir allí, aparte de que la posición era excelente para la espalda y los discos de no sé dónde. Fantaseando nuevamente con la posibilidad homicida, finalmente, me logré dormir, pero sólo para ser despertado tres horas más tarde por la policía, que cerraba la estación y echados a la calle terminamos junto con el resto de los personajes que describí al principio del cuento. Allí dormimos otro poco, en alguna esquina, cuidando que no nos robaran o no nos babearan los borrachos Hasta que en algún momento llegaron unos taxistas y se pusieron a hacer un ruidoso juego de apuestas, finalmente amaneció y nos fuimos al Parque del Retiro.
En el parque nos acostamos en los bancos un rato, con el sol a centímetros de la cara y una pinta de jipetos que no fue obviada por los traficantes de droga locales (haberlo sabido antes), quienes, ante nuestro porte de Paccino en «Pánico en Needle Park», se nos acercaron para ofrecernos toda clase de químicos, aunque nada de Valium, que era lo que necesitábamos.
Nos devolvimos en la tarde a Asturias con el pasaje que ya habíamos comprado, hartos de comer bocadillos de tortilla (lo más barato) y trasnochados a más no poder. Fue entonces cuando el Maiqui, antes de colocar la cabeza en el respaldar del asiento para dormirse, se volteó hacia mí y me dijo:
—Na’guevoná de pinga que está Madrid… tranquilo, la próxima vez seguro conseguimos a un pana por ahí… —y cayó en un profundo sueño, mientras yo buscaba un cuchillo para degollarlo vivo.
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