El domingo 30 de enero fue un día de duelo para los parisinos. Una etapa acababa de terminarse y todo lo que se vislumbraba en el futuro cercano era una gran interrogante. Son el tipo de días que no sirven a fin alguno, incapaces de mostrar el camino o siquiera susurrar un porvenir. Esto se debe a que aquél fatídico domingo nos enteramos de la muerte del actor francés Jacques Villeret.
Los periódicos hicieron poca alusión a las elecciones en Irak, las cuales se vieron rodeadas de algo de escepticismo; el ambiente general demostraba una fatiga prolongada a las acusaciones, para qué discutir si ya dijimos todo lo que teníamos que decir. Nadie piensa celebrar nada acá, ya que, ¿qué se puede celebrar? La certeza se ve desplazada por las preguntas: Las elecciones, ¿acabarán con la violencia en Irak? ¿Devolverán a los periodistas secuestrados? ¿Abrirán las puertas a la paz en el medio Oriente? Y por encima de todo, se muere Villeret, conocido mundialmente por su trabajo en «La Cena de los idiotas» (1998). Siguen las injusticias.
El lunes la gente volvió al trabajo luego de ver la retrospectiva del cómico en tres de los cinco canales públicos. Ninguno había pasado nada sobre Irak, dejando la reseña a las noticias habituales. Los periódicos, un poco más optimistas, titularon «Irak votó contra la violencia» (Libération), «elevada participación a una elección histórica» (Le Monde) e incluso Le Figaro le dedicó la editorial, declarando: «Las elecciones las ganó Bush».
Así, siguen apareciendo los programas de opinión y análisis, aunque cada vez con menos audiencia. El tema, al menos en París, hace rato que dejó de ser la especulación sobre las acciones que tomarán otros países al margen de la Ley Internacional, para pasar a ser cosas más locales y productivas.
Y más local que Villeret, hay pocos.
Q.E.P.D.
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