A mis tiernos 9 años, era yo una cosita de 1.20 m y unos 30 kilos. No había tía que se resistiera a mis cachetes y jugar a las muñecas con mis primas me dejó de parecer divertido, cuando la ropa del Bebé Querido me continuó sirviendo un año tras otro. En medio de este derrame de cuchura, el germen de la ironía empezó a formarse, tal vez como anticuerpo ante tanta miseria humana. Mi pobre madre, experta en la costura desde niña, pasaba sus momentos de ocio, ante su máquina, vistiéndome con cuanto modelito había, para hacer de su hijita la más bella de la piñata y del salón.
Mis camisas del colegio estaban bordadas con florecitas, usaba tirantes de Gasparín y Hello Kitty y tenía una colección de cintas de pelo, como para despertar la envidia de Pippi Calzas Largas.
A mediados de los ochenta —cuando tejer se puso de moda— mamá se ofreció a hacerme un sweater completamente rosado. Pero cuando desde la altura de su ombligo, le respondí que quería un cuello de tortuga negro, sus sueños de hacer de mí una mujer presentable y arreglada, sencillamente colapsaron.
Creo que fue desde esa fecha, cuando empecé a cuestionar a mis congéneres. En el ballet —envuelta también en un leotardo rosado— fantaseaba con el día en que bailaría el Cisne Negro. Y sospecho que no tanto por lo famoso de la pieza, sino más bien por quitarme el vergonzoso trajecito de niña malcriada y estúpida.
Jamás entendí la afición de tener agendas, escribir el nombre del enamorado en el cuaderno hasta agotar la tinta fucsia, celebrar el matrimonio de la Barbie, leer ¿De dónde venimos?, jugar Pin y Pon, ni las medias «arruchaditas». ¿Por qué tan diferente a las demás? —me preguntaba—. A los 6 años ya Menudo me parecía ridículo; ni hablar de los regalitos a la maestra el último día de clases, abrazarla, dejarse peinar por ella o decirle: —Ojalá fueras mi mamá—. ¿Cuál es la farsa? —me repicaba la cabecita.
Con el pasar de los años, el sentimiento se fue exacerbado. Cada vez que me tropiezo a una ex—compañera del colegio, lo que quisiera es vomitar o morirme de la risa, o las dos cosas simultáneamente, cual Linda Blair. ¿Qué remoto instinto amish y vacuno las hace mirarme con lástima mientras me aconsejan?: —tranquila ya te llegará—, cuando les respondo —No—, a la impelable respuesta de: —¿Estás casada?— ¡Por el amor de Krishna, se merecen bambú bajo las uñas por ese «susanismo»!
Entre tantos estereotipos escogibles de mujer —si no se les ocurre ser espontáneas— al menos pudieran escoger uno respetable y no hacerme dormir con su cara de Martha Stewart en cada reunión de amigos, mientras hablan de sus nuevos muebles, y yo me emborracho con los hombres, preguntándose si será por falta de progesterona. Me amarga tanto sentirme parte del harén del Gallo Claudio…
A pesar de esta vida difícil, rodeada de mamis latinoamericanas, he conseguido algunas amigas, que han rehusado limitarse a enrollar y desenrollar los pelos del pecho del marido. María Antonia — una de ellas— dice tener un club de amigas llamado «Las Mega Bitch», cuyo único requisito de membresía está en: «nunca poner cara de no haber hecho sexo oral.»
Así, hemos ido acumulando una serie de primas, que deben regir en la vida de cualquier mujer que merezca nuestro respeto (excluidas tías mayores, madres y abuelas).
1. Nunca usar un tacón de aguja (peor si es blanco), medias panty, hombreras, aplicaciones, pedicure francesa, Jean Naté y casi cualquier artículo de cuero si se vive a más de 15° C de temperatura.
2. Nunca leer La mujer sensual, Tus zonas erróneas, Quién se llevó mi queso, etc (adolescentes excluidas, por aquello de la crisis de identidad).
3. Nunca, sin importar la situación, llamar al compañero: papi, cosita, cielo, bebé o gordo.
Si has hecho alguna de estas cosas a conciencia y con gusto, no te extrañe que un día no lejano, te encuentres jugando raqueta de playa con un barrigón, en tanga floreada y con una guaya de oro, de esos que dicen mucho: hembrón, comen chicharrón con pelo y cuyo mayor sueño consiste en comprarse una Harley para pasearte —bien oxigenada y embutidita— por la Principal de Las Mercedes.
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