Fue en el concierto de Jimmy Bosch en el parque floral de París, donde la idea me bañó finalmente, cual tsunami: esto es lo que la gente en el primer mundo entiende por Salsa.
Jimmy, trombonista conocido mundialmente sobre todo por su participación en el legendario disco “Master Sessions” de Israel “Cachao” López, estaba dedicado al pillaje de todos los valores latinos con tal de hacer dinero. Apareció vestido con un look de Joe Satriani cruzado con Joe Pesci en Goodfellas: Cabeza rapada, lentes de sol, camisa de pantera abierta para dejar entrever la cadena de oro, pantalones negros apretados. Su sonrisa y su estrafalario “¡Guau!”, que gritaba en el micrófono cada cinco minutos lo hicieron ver algo acelerado y, luego de fracasar estrepitosamente en dos solos de trombón, tumbar la partitura del pianista, romper la moña del tema tres veces para hacer coros, entrar mal en dichos coros, montar a una francesa en el escenario y darle el micrófono para que “soneara”, todo quedó claro: Bosch estaba borracho.Poco le debe haber importado, para eso le pagan. Triste es ver que, en vez de seguir los intentos de exploración de músicos latinos como Paquito d’Rivera, Ray Barreto con su banda “World Spirit” o Milton Cardona con sus experimentos percusivos, Bosch se haya dedicado a reciclar salsa de escuelita, intro-estrofa-coro-montuno-solo-moña-final; y encima lo hiciese borracho. Sin embargo, una presentación que le hubiese valido un machete en el cogote o un par de dientes perdidos de haberla dado en un bar de salsa de Colombia o Perú, acá era furor: Para los franceses, eso es “música latina”. “Música latina” fuera de Latino América, se reduce a la ecuación MMC: Mulata-moviendo-cadera; u otra palabra de cuatro letras que empieza por “c” y que este moralista escritor evitará colocar. Ir a un concierto de latin jazz o de Salsa equivale, en la mente de los desarrollados, a ser transportado mágicamente a Río de Janeiro en pleno carnaval, licor, borrachera, nalgadas, risas y fiesta. ¿De música? Nada. Unos negros descargando la furia de la esclavitud de sus antepasados en unos tamborzotes grandotes. No digo que sea culpa de ellos, la ignorancia no es culpa del ignorante a menos que escoja no cultivarse. Pero los fanáticos de la Salsa o aquellos que pretendan disfrutarla tienen que entender que es algo que va más allá del insulto el que tú estés en la fiesta de un amigo y este coloque “Buscando América” o “El cantante” y llegue un no-latino gritando “¡Olé! ¡Olé!”, chasquee los dedos y pregunte dónde está la caipirinha. Oh gran Nazareno: es que se me congela la sangre, la bilis me hierve y la cerveza me empieza a caer mal. No es cuestión de racismo o intolerancia. Imagínense la cara que pondría un Bretón si me emborracho en su fiesta y me da por tocar la gaita bretona a todo pulmón. O que le digas a un alemán que lo único bueno que los germanos han hecho en su historia es el carro VW hunchback. Son estereotipos, preconceptos e ideas fijas producto de la ignorancia que hacen creer estupideces como que todos los suecos son catires, fríos y de tendencias suicidas. De todos modos, en lo que a la música se refiere, el problema no son tanto de los no latinos —pues bienintencionados y cultos los hay bastantes— como de los propios latinos, sobre todo aquellos que se han dado a hacer dinero a partir de la Latinexploitation de Buena Vista y Ricky Martin. Si nadie les explica que hay más a la música que un modelo gritando “¡güepa! Un, dos tres”, o un puñado de mulatas cubanas, es difícil que vean más allá de lo que le ponen al alcance de sus ojos. Pero nada es más patético que ver a un francés escuchando danzón en un bar y tratando de ejecutar las vueltas de salsa casino que le enseñó su profe cubano a veinte euros la hora. No soy quién para enseñar las diferencias musicales que existen entre un son, una guaracha y una timba, aparte de que el lector de este periódico está probablemente lo suficientemente informado en esas lides. Lo que sí me parece que lleva a confusión es esta globalización galopante que no hace más que globalizar lo económico o mercadeable de las cosas, dejando a un lado su valor socio-cultural.Yo entiendo que hay una pérdida de valor cuando se toma algo en Camagüey y se le vende en Marsella, pero también es cierto que no parece existir ningún esfuerzo, ni de la parte de los comerciantes ni de la parte de quienes canalizan la información, por educar al cliente. Es que es eso, un simple cliente, y lo que interesa es venderle la mayor cantidad de cosas posibles lo más rápido que se pueda. No digo que se le tenga que explicar al europeo en la tienda de discos que está adquiriendo un producto “sagrado”, es obvio que la persona tampoco es una caja vacía que “recibe” la manifestación cultural. Hay, por supuesto, una tarea de apropiación cultural que viven los seres humanos, igual que una crêpe francesa comida en el medio de México D.F., o una salchicha alemana en Nueva York. La diferencia está, me parece, en el hecho de que cuando te comes la salchicha, pocas veces insultas al alemán que tienes al lado al consumir este elemento de identificación cultural. O sea, es una salchicha, se presta poco a interpretaciones, mostaza o sauerkraut son las únicas opciones que tienes. Distinto es el hecho de que te pongas a bailar sevillana como si fuera breakdance, hágalo donde lo hagas; o que utilices un turbante para sentarte en la playa de Marruecos en vez de la toalla. Digamos que todo tiene sus límites.La verdad es que, como bien dijimos, la pregunta que debemos hacernos es hasta dónde puede llegar la globalización cultural, es decir, el hecho de tomar algo, convertirlo en valor de cambio y venderlo en otra parte. Yo entiendo que si hablamos del intercambio de cambures senegaleses contra café brasileño, poco importa que se les globalice y se les venda, mientras más mejor. Pero cuando se pretende vender íconos culturales, imágenes que sirven para que una población se identifique y se reconozca, al atacar estas imágenes como una jauría salvaje para despedazarlas y venderlas en partes, se produce no sólo una incomprensión de lo que se recibe-consume, sino que se puede llegar hasta el ridículo y la ofensa. Pocos son los profesores de baile de música latina regados por los EE.UU. que se dan a una tarea comprensiva con los alumnos, algo que, a veinte dólares la hora, valdría la pena. Nadie intenta explicarles a los tímidos participantes que existen diferencias en la música latina, que esto es un bongó y aquello una conga, y que la música, si bien es para bailar, tiene un cierto sentido. Arrancar brutalmente el baile de la música produce exactamente eso, una incomprensión de parte del oyente, para quien poco importa que Celia Cruz se haya muerto, ponme una movida que quiero sacar a la latina a mover la cadera. Esa es la razón por la cual vimos a Ray Barreto parar en seco un concierto de jazz luego de que alguien exclamara, “¡An-deis-truk-tibels!”, con todo y acento. “Aquí no hay Indestructible, aquí no hay Salsa, aquí no hay Fania: esto es pura música de la buena”, replicó el percusionista enfurecido. Acto seguido, se vació la mitad de la sala. No se puede culpar al tipo que probablemente bailaba “Indestructible” todos los días en su casa o que no estaba al tanto de que Barreto andaba en otra onda. Lo que se puede hacer es constatar que la música es cultura, y la gente asiste a los conciertos a ver artistas presentándose, no a cantar en una especie de sing-along karaoke con la banda. Nada más atorrante que asistir a un concierto de U2 y tener al lado a un adefesio gritando “¡One!” durante todo el concierto, porque es la única canción que le interesa. Poco importa el género musical, mi punto es el siguiente: Vender música no puede ser equiparado a vender hamburguesas o juguetes Barbie en serie. Globalizar expresiones culturales como quien vende cereal Kellog’s conlleva a que el producto final que se nos vende sea una caricatura llena de estereotipos que hasta rayan en la ridiculez. Por supuesto que esto nos lleva a un problema central, ya que la tarea comprensiva y educativa que debe acompañar el mercadeo cultural lleva tiempo y no produce necesariamente beneficios económicos. Lo que es cierto, es que ayudaría a las personas a entender que Ricky Martin no hace música latina, que los mexicanos no andan con sombrero de charro todo el día y que los españoles no comen bolas de toro en cada almuerzo. Así, la gente probablemente asistiría a conciertos con el fin de escuchar música, no de demostrar que se sabe la canción de memoria, o entendería que hay más a la música de todo un continente que una mulata mostrando las curvas. Como siempre, terminamos hablando en términos ideales, de un mundo que podría ser pero que lamentablemente escogen administrar de otra manera sin consultarnos en lo más mínimo. La cultura no es una mercancía como las demás, y no se puede pretender vender de la misma manera. Por supuesto que me he quedado solo como de costumbre, pegando mi grito utópico de desolación y diciendo, como Allen Ginsberg, “me estoy hablando a mí mismo otra vez”.
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