Venezuela siempre ha sido un país capaz de reciclar las modas más inocuas. Nuestro secreto mejor guardado del Caribe presenta una habilidad proustiana para forzar la memoria en lo que respecta a aquello conocido en gringolandia como fads o trends.
Nosotros podemos pasar de una forma de vestir o hablar a otra con increíble velocidad, haciendo que lo de ayer sea ahora caduco y «gallo», «pollo», «chaborro» o cualquiera de los otros términos que adjetivan la tendencia a destiempo. Incluso hoy en día, la gente que se viste mal ya no es «polla» como se decía cuando yo estudié primaria, hoy vendrían siendo «chaborros» o «venados» o qué sé yo. En todo caso, como cualquier manifestación social, tuvimos modas más o menos ridículas, más o menos duraderas y hoy en día nos invaden nuevas propuestas que no pueden ser entendidas sin hacer alusión al pasado.
Permítanme entonces hacer el recuento de mi Madeleine, como diría Proust (aunque espero que en menos de siete tomos).
Recuerdo por allá por los ochenta, por ejemplo, que se «puso de moda» colocarle unas bolitas de colores a los zapatos deportivos. Estas bolitas estaban hechas de plástico y se engarzaban en las trenzas, dándote un look totalmente new wave. Pero aparte de las evidentes modas mundiales que invadían todo el occidente, había propuestas más locales que dictaban en cuál escalafón social te colocabas. En ese sentido, una de mis primeras frustraciones fue el que mi mamá no quisiera comprarme los botines Reebok que tenías que usar, a riesgo de quedar como «pollo». Adivinen dónde quedé yo. En Caracas estos eran códigos estrictos que, por ejemplo, hacían imprescindible que todas las mujeres tuvieran una bandita rosada en el zapato.
Así me las ingenié para conseguir un local en la Candelaria que vendía unas imitaciones «idénticas» logrando salir de la lista negra por un tiempo. Esto es, hasta que a alguien se le ocurrió revisar los zapatos con detención. Había algo a nivel de las etiquetas, creo, que distinguía los zapatos, «¡no es original!», exclamó el catador de Reeboks de turno y me mandó de nuevo a pasar por «Go», pero sin cobrar doscientos.
También se «puso de moda» durante una época, colocarse ligas de compota en la muñeca. Esto nunca supe por qué. La cosa era colocarse unas cuantas, cuatro o cinco, a nivel de la muñeca derecha. Luego la cosa cambió, y había que colocarse pulseritas trenzadas, las cuales se compraban sobre todo en la playa. No sé si alguien se acordará también cuando se puso de moda colocarse un chinche decorado en la franela, tenías que decorarlo con tinta china y luego colocarle un pedazo de cable por detrás para adherirlo a la franela.
Sin embargo, la moda que más nos marcó tiene que haber sido la de los pantalones «tubito». La cosa consistía en plegar el ruedo del pantalón de manera tal que se adhiriese al tobillo para crear un efecto de soldado del Zar circa siglo XIX, es decir, los pantalones te quedaban inflados como una bolsa para luego descender y chuparse en el tobillo. Ahora bien, todo tiene su ciencia, ya que el tubito tenía que calzar justo encima del botín Reebok antes mencionado. Si a esto agregabas media docena de ligas de compota, compañero, usted era a la moda venezolana de los ochenta lo que David Beckham ha sido a la moda inglesa actual.
En todo caso, es ridículo tratar de juzgar las modas pasadas, mucho más desde la cuestionable moda street actual de pantalones baggy (¿tubito?) y gorras por encima de la media panty en la cabeza. Lo que sí sé es que hay cosas que no deberían comercializarse o convertirse en modas, ya que hay que tener un mínimo de moral o de simple decencia. Este es el caso de la moda actual de las banditas amarillas Livestrong.
Probablemente dirán que soy un resentido y que como no me compraron los Reebok ni la franela OP púrpura que quería, ahora descargo contra la moda actual. Puede ser. Aparte de eso, jamás tuve hermanos menores, así que en mi casa no había compotas (lo admito). También admito que nunca me compré el disco de los Hombres G sino que lo grabé en casete (¡qué «gallo/pollo/nerdo/félixgonzalito/venado»!). Sin embargo, vayamos a los hechos.
Las pulseritas Livestrong, según me explicó un amigo que tenía una, son parte de una iniciativa del ciclista norteamericano «Lince Asstrong» (sic) quien ganó «la vuelta a España cinco veces» (sic, SIC). Bueno, Lance Armstrong dona las ganancias de las ventas de la bendita pulserita a una fundación de lucha contra el cáncer. La pulsera cuesta un dólar y no representa más que la calcomanía de Fe y Alegría, por ejemplo, cuando haces una donación. Es un distintivo, algo para que no sientas que estás dando dinero en vano.
Pero sucede que en mi querida Venezuela las pulseritas Livestrong están a la moda. Es decir, es chic tenerlas puestas. Significa algo, más allá de la donación. Ahora bien, si algo aprendí cuando agarré la caja de zapatos Reebok y mi mamá vio el precio para luego gritar y comprarme unos imitación en la tienda de al lado, es que estar à la mode sale caro. Y cuando todo el mundo quiere tener algo, los precios se disparan.
Dicho y hecho. Una pulserita de un dólar cuesta treinta y cinco mil bolívares en los centros comerciales «culito» de la capital: Amigo lector, si le digo que un dólar son dos mil bolívares, saque usted la cuenta. Es más, le ahorro el trabajo, son más o menos diecisiete dólares ($17). Estar a la moda no tiene precio.
Por supuesto que lo que sucede en cualquier país subdesarrollado cuando algo está tan inflado es que se crea un mercado paralelo, es decir, un buhonero en los alrededores del estadio Brigido Iriarte donde fui a ver al mito vinotinto me ofreció una pulsera «Isstro» (sic) imitación por sólo dos dólares. El nombre, igual que la moda, se va pauperizando a medida que lo agarra la mano invisible del mercado.
Como bien me explicó una amiga en una de esas noches decadentes tan caraqueñas, eso no valía la pena.
—La mía es original —me explicó, tendiendo el brazo para mostrar el trofeo abrazado a su muñeca— y sólo pagué un dólar.
—¿Ah, sí? —Pregunté—. ¿Y cómo hiciste?
—Bueno, pues la compré en Miami. En Agosto fui con papá y mamá y nos compramos una cada uno… Es que para comprarla aquí hay que ser bobo —terminó lapidariamente.
A veces me pregunto qué pensaría el viejo Lance si se entera de todo esto. De pronto debería asistir al próximo Tour de France y correrle al lado gritando, «¡chamo, se están haciendo ricos con tus ideas caritativas!». Supongo que me miraría de la cabeza a los pies para preguntarme de qué cueva salí, que no he entendido nada. Que en un capitalismo salvaje todo se vende, todo se comercia. Sobre todo las ideas samaritanas.
Por ahora, éste que está aquí se devuelve a su caverna a resolver el problema lógico: si compro la pulsera, soy igual que ellos, si no la compro, no ayudo a la lucha contra el cáncer. ¿Aceptan cheque? No, no; sin la pulsera, gracias. Guárdesela. Destrúyala. A fin de cuentas, que yo sepa, cuando la gente dona algo lo hace porque le nace, no para que le den un bendito distintivo de ser humano caritativo. ¿Qué van a hacer cuando pase de moda? ¿Seguir donando? Seguro. Como bien dije, las modas pueden pasar de un extremo al otro; no me extrañaría que la próxima gran moda en Caracas fuera arrancarle la antena al teléfono celular para provocarte un cáncer de cerebro o empezar a fumar cigarrillos Camel sin filtro.
Todo quedará en el pasado, en el mar de la nostalgia. Lo malo es que el recuerdo no va a ser, «¿te acuerdas cuando nos pusimos a donar dinero a la lucha contra el cáncer?», sino, «¿te acuerdas lo bonitas que eran las pulseritas ésas amarillas? ¿Para qué era que servían? Ay, pero eran taaaan lindas…».
Cuando se confunden las razones, como decía algún filósofo, todo empieza a perder sentido y ahogarse en justificaciones vacías. Se nos olvida el pasado y con ello perdemos la brújula del futuro. Seguimos navegando. Como siempre lo hemos hecho. Y, a menos que rectifiquemos, seguiremos haciendo. Este es sólo un diagnóstico, un ejemplo sacado con el estetoscopio social.
Comienza a palpitar la decadencia.
Flatline.
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