Goyo era un gran tipo. Y cómo pensar lo contrario si era él quien me rescataba casi a diario de cuanto problema me ganaba en mi nuevo hogar. Yo era un chiquillo recién llegado del extremo sur, de ese rincón del planeta en donde el blanco y crudo invierno no duraba menos de cinco meses, y en donde el Sol cuando salía parecía hacerlo sólo para burlarse de la gente. Lo conocí en un peligroso barrio a orillas de una contaminada playa del oriente venezolano.
Justo cuando un troglodita cuya musculatura había sido tallada con bagre y salitre se disponía a quitarnos lo poco que llevábamos encima, apareció quien se convertiría en mi entrañable amigo: Goyito y su inseparable amiga «esmeralda». Esmeralda era una sucia y oxidada navaja cuya inmensa hoja producía pánico de sólo mirarla: relucía un hermoso verde que advertía una muerte segura por quién sabe qué al primer rasguño. A partir de ese día nos hicimos inseparables. Se convirtió no sólo en mi protector sino en mi gran maestro: «eso de decir maricón es de carajita, se dice ma-ri-co» Y otras tantas que le agradeceré toda la vida.
A pesar de sus notas siempre demostró ser un chico nada tonto. Solía decirle a su abuela que a diferencia de su tía «Magna Cum Laude» el sería un «Summa Cunnilingus». La vieja lo miraba con mucho orgullo. Gracias a «Bruno» y «El Harén de la Perdición» logró montar su propio negocio. Bruno era un inmenso árbol del patio de su casa cuyas ramas lograban acariciar una bulliciosa residencia de chicas universitarias, ubicada en un desteñido bloque de apartamentos. Noche tras noche nos equilibrábamos peligrosamente entre las más altas y frágiles ramas del viejo árbol, que alcahuetamente nos sostenía frente a ese maravilloso lugar en donde según los chicos del barrio se filmaban películas pornos, pero que sólo eran vistas en Europa. «¡De bolas que si güevón! o acaso las rubias que nosotros vemos no son estudiantes allá?» A mí me parecía bastante lógico.
Aguantaba cualquier insulto menos el ser llamado «burguesito», pues eso de ser «un mariquito de esos que viven en Bulgaria» era algo que sencillamente lo sacaba de sus cabales. Así era él, franco, directo, irreverente y simpático como ninguno. Hasta que el cochino destino le regaló la trampa mortal en forma de dos educados y grises personajes, cuya vestimenta siempre pulcra venía adornada con sendos libros bajo el brazo.
Se lo llevaron durante dos meses a un apartado campamento en las montañas. Regresó totalmente cambiado, ya no quería vernos, nos evitaba tímidamente y era casi imposible comunicarse con él. Pese a esto nos dirigíamos casi a diario a su casa, tratando de que al menos cambiara su extraña y nueva forma de hablar: «Cuéntanos cómo fue la vez que viste a la puta de Paty mamándoselo al marico de Peluca…» Pero él, sin la menor emoción, sin malicia y con una mirada triste y perdida, mirando de una forma vacía y temerosa, como tratando de escapar de quién sabe qué, sólo atinaba a responder «Sí, recuerdo que un día vi a la prostituta de Patricia succionándole el pene al peluquero homosexual…» Era realmente frustrante. Tanto que un buen día nos convencimos de que aquel viejo amigo jamás regresaría.
Y efectivamente así fue, pues jamás regresó. Dejamos de buscarlo, y la necesidad de compartir con aquel amigo alegre y travieso se fue diluyendo paulatinamente, hasta que su ausencia se convirtió en costumbre para todos. Una dolorosa costumbre reflejada en el hecho de recordar sus travesuras siempre con profunda nostalgia.
No se trató de una religión apaciguando un alma inquieta, mucho menos de una manera práctica de lidiar con un chico descarriado. Se trató simplemente de un vil crimen que nunca olvidaré: una miserable manera de triturar una de las personalidades más frescas y vivas que jamás he vuelto a conocer.
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