La gente siempre arrugaba la cara cuando contaba lo que mi padre hacía para ganarse la vida. Es traficante de drogas—les decía—maneja el tráfico de marihuana en el West Village. Esto era una gran cosa para mí a los catorce años. Era como tener un papá que era una celebridad o un astronauta, pero hablaba de ello tan seguro de mí mismo que la gente no lo captaba a la primera. Cuando se daban cuenta de que no estaba bromeando las preguntas empezaban a volar.
Dolorosamente—pero con gran fervor—recapitulaba el día a finales del verano cuando la policía estatal allanó nuestra propiedad en las afueras de Nueva York. Si estaba de ganas les contaba cómo hubo helicópteros involucrados en la acción y de como se llevaron preso a mi papá y quemaron cientos de kilos de retoños de superkind indica durante la redada. De cómo yo había sido el primero en ver a los policías mientras paseaba en mi ATV por el bosque alrededor de la casa y de cómo les dije que los sembradíos eran solo de tomates. Yo brillaba entre los ooohs y ahhs que mis amigos soltaban a medida que me acercaba al clímax de la historia: que—como consecuencia de mi íntimo conocimiento del tráfico—alguien había puesto un contrato sobre mi cabeza y que mi mamá se vio obligada a huir (se escondió en el hotel Fontainebleau Hilton de Miami) hasta que las cosas se enfriaron un poco.
Nunca olvidaba mencionar que mi mejor amigo lo vio todo porque estaba de vacaciones en mi casa, ni como le tuve que decir que tenía que regresarse a la suya en Nueva York inmediatamente porque yo estaba «enfermo». Que nos sentamos en completo silencio en el carro de alguien; en completo estado de shock y confusión todo el camino hasta la ciudad. De como mi amigo había sido tan maduro y tan pana a los 12 años como para callarse la boca con respecto a todo y nunca decirle nada a nadie en la escuela aunque sus papás le prohibieron seguir saliendo conmigo. Que mi papá me dijo que no estaba en la cárcel y me llamaba todo el tiempo diciéndome que estaba pescando con unos amigos en Massachussets. De como yo escuchaba las rejas de las celdas cerrándose en el fondo de sus llamadas por cobrar, pero igual le creía. Que alguien me había dado un recorte de periódico detallando el allanamiento a mi casa y el tiempo que duraría la condena, pero como el apellido había sido escrito con un error me había convencido de que era otra persona. Que yo había sido expuesto a todos los grandes ligas del negocio—los conocía por nombre—y de como yo pude haber sido fácilmente «eliminado». Como nunca dije ni una palabra sobre todo el asunto por dos años.
Los negocios de mi viejo con substancias ilícitas databan de los años setentas, cuando él y mi mamá se estaban separando después que un incendio destruyó nuestro apartamento en el Village. Un coño de su madre iraní en el negocio de los bienes raíces había quemado el edificio de al lado para cobrar el seguro, y la fábrica de nueve pisos cayó encima de nuestro brownstrone de cuatro. Nosotros vivíamos en un apartamento buenísimo en la planta baja y mis papás solían decirme como el edificio no había sido apachurrado sino empujado bajo tierra. Yo siempre imaginaba nuestro hogar intacto, enterrado cuatro pisos bajo tierra con todos mis juguetes y todas sus antigüedades esperando a que algún arqueólogo las desenterrara como si fuera la tumba de Tutankamón. Pero lo único que pudimos salvar antes que la casa se viniese abajo fue mi topo de peluche y algunas pantallas de lámparas de Tiffany.
Al principio de los setenta mis viejos entretenían a toda clase de celebridades y artistas en ese apartamento. Ellos acostumbraban echarse en la sala de la casa para drogarse y tocar la extensa colección de 45s y LPs de mi papá. Yoko Ono estaba enamorada de él, en una ocasión Paul Simon me cantó «Mrs. Robinson» mientras estaba sentado en sus piernas (según el cuento familiar, a mitad de la canción salté de sus piernas y me fui) y Frank Serpico era el que cuidaba el negocio de mis padres de policías corruptos y ladrones.
El West Village era diferente en ese entonces. Aún recuerdo la primera tienda coreana de vegetales en la esquina de Hudson y la calle 11. Mi escuela estaba frente al edificio donde vivíamos y había una gran sensación de comunidad entre los viejos vecinos gay y los hippies treintañeros con hijos. No había turistas y podías comprar una fábrica entera a orillas del río Hudson por menos de un millón de dólares. Yo siempre he tendido a idealizar ese momento en la historia y tengo que ver películas como Gimme Shelter para recordar que en realidad no todo era flores y ladrillos en el vecindario.
El incendio destruyó la unión de mis padres. Nunca se casaron, pero habían vivido juntos desde mediados de los años sesenta, partiéndose el culo para mantenernos. Pero el incendio fue demasiado para ellos. Alrededor de 1980 mi papá estaba dándole demasiado duro a la cocaína y mi mamá tenía que manejar el negocio sin su apoyo. Tuvieron una separación horrible que duró dos años o más, tiempo durante el cual me calmaba saber que estaban separados.
Ahora mi papá necesitaba ganarse la vida. Él tenía montones de amigos en el negocio de las drogas así que le fue fácil empezar el suyo. Él siempre decía, «No te metas lo que vendas», y como nunca había sido un gran fumador de marihuana fue natural que se metiera en el negocio del monte y el hachís. Decía que el monte lo ponía paranoico mientras ligaba el vino de mi mamá con tranquilizantes para elefantes y jalaba gruesas líneas de coca colombiana.
El primer trato que hizo—que yo recuerde—fue alrededor de 1980, cuando un cargamento de hachís vino en submarino desde Turquía hasta la bahía de Nueva York. Allí fue cargado en una gandola de 18 ruedas y llevado hasta nuestra casa, donde fue apretujada en una de las alas de la construcción. Llamábamos a esa área la «ala de pollo» porque un pollo vivía ahí cuando la estaban construyendo. Los cargadores apretujaron tanto hashish en el cuarto que uno no podía pasar de la puerta. Literalmente era un cuarto lleno de hachís. El hachís estaba empacado en sacos de yute blanco estampados con la bandera turca. Ese ni siquiera era buen hachís y nuestros amigos lo dejaron congelado y sin fumar por años.
El trato era que mi viejo recibía $250,000 por aguantar el cargamento por dos semanas. Posteriormente era montado otra vez en un camión y redistribuido a pequeños traficantes alrededor del país. Un tipo con una Uzi y otro par de quemados vivían en nuestra propiedad para cuidar el cargamento. El tipo de la Uzi se quedaba despierto esas dos semanas para asegurarse que nosotros y las drogas estuviésemos a salvo.
Durante ese período mi mamá aún no se encargaba de nada. A los diez yo estaba tranquilo en las afueras de la ciudad recibiendo regalos de mi papá como motos de tres ruedas y escopetas calibre .22. Mi trabajo era manejar mi moto por el bosque alrededor de la propiedad y decirle si había alguien husmeando en las cercanías. Yo no fumaba marihuana pero había visto a todo el mundo haciéndolo, por lo que me parecía bastante normal aunque tal vez un poco tenso y paranoico.
Ese trato salió a pedir de boca, y al final el hachís salió en otro camión para que se lo fumaran los del medio oeste y los canadienses. Ese día el tipo con la Uzi se metió un desayuno gigantesco y nos pagaron a todos.
Mis amigos venían de la ciudad y todos nos poníamos a trabajar en la moto de tres ruedas y a jugar a las sardinas. Ese es un juego de escondite donde una persona se esconde, y quien quiera que lo consiga se esconde con él. Era un juego excelente para agarrarles el culo y las tetas a las niñas. Una vez estábamos jugando y yo decidí esconderme en el pequeño espacio que había debajo de las escaleras. Mientras gateaba dentro del lugar sentí un olor muy fuerte y lo que parecían almohadas gigantes. Uno por uno mis amigos me encontraron y nos fuimos apretujando dentro del pequeño espacio. Cuando el juego por fin terminó, salimos gateando e inspeccionamos una de las pacas. Era una grande y pesada llena con retoños de marihuana.
Eso fue alrededor de cuando llegaron las matas de semillero, a principios del verano de 1982. Las trajeron en un camión en pequeños materos individuales de musgo con un solo brote de cannabis sativa en cada uno.
Hay varias etapas importantes en el crecimiento de la marihuana: germinación, vegetación, florecimiento y cosecha. La etapa de germinación dura unos dos días, la de vegetación de cuatro a seis semanas, la floración unas ocho semanas.
Los policías aparecieron en la séptima semana de la floración. Antes de eso, mi papá había construido un intrincado sistema hidropónico al aire libre con una manguerita que alimentaba cada planta con dosis masivas de fertilizantes y agua. El sistema era controlado por reloj. Todos nos tomábamos nuestro café mañanero con jugo y nos íbamos a atender la cosecha. Las plantas estaban limpiamente organizadas en filas al fondo de tres terrenos de 4 acres cada uno que estaban rodeados por árboles. El cultivo abrazaba la línea de árboles para que no pudiese ser visto desde el aire. Lo que no sabíamos es que la policía usaba fotografía infrarroja para localizar a los sembradores de hierba desde el cielo. Como el monte salía más frío que los demás árboles, era fácil diferenciarlo de la flora legal. Así fue como la descubrieron.
Hoy día, la mayoría de los sembradores separan sus plantas para evitar que una masa de baja temperatura aparezca en el infrarrojo. La nuestra había sido una operación con dos cojones que requirió que cada planta estuviera bastante cerca de la otra en apenas unos pocos cientos de metros. Stevie Wonder hubiera visto la masa desde el aire. O al menos la hubiera olido.
Las plantas florecieron en agosto, justo cuando las cosas estaban empezando a ponerse calientes en Nueva York. Los tipos del trato nunca venían a chequear su inversión, pero mi papá estaba seguro que estarían ahí para recogerla cuando la cosecha estuviese madura. Él chequeaba constantemente los ahora altos arbustos de 3 metros cubiertos de brotes pegajosos con pelos rojos y blancos. Mi pobre viejo era tan solo un rayo en la gigantesca rueda del tráfico de drogas, la cual incluía al que hacía el negocio inicial, el sembrado, la cosecha y una distribución que iba desde los negocios por kilos hasta las bolsitas de a níquel. La suya fue apenas una pequeña operación de sembrado en un mucho más grande conglomerado agricultor. Excepto por el hecho de que el gobierno jamás lo subsidiaría si tenía una mala cosecha, él era más o menos como un granjero en Idaho. La diferencia era que por una bolsa de papás te pagan 59 centavos la libra en vez de los $5.000 por la cosita buena que mi papá estaba haciendo crecer (los precios están ajustados a la inflación).
Finalmente, estos gigantescos arbustos sobrealimentados, bañados de sol y cayéndose de lado por su propio peso en THC, estaban listos para ser recogidos. Yo fui a dar una vuelta por el bosque en la moto de tres ruedas con mi amigo sentado atrás y sus brazos alrededor de mi cintura, para buscar moho y salamandras para hacer pequeños y crueles terrariums. Mientras avanzábamos por una de las partes más pintorescas de la propiedad, una llena de brillantes helechos y árboles centenarios, nos cruzamos con un vecino y otro hombre vestido de civil. Inocentemente saludamos al vecino y este me sorprendió con las defensas en el suelo cuando preguntó si nosotros sembrábamos algo en nuestra granja.
«Tomates», le dije sin pestañar, justo como me habían enseñado a decir. «Nosotros sembramos tomates».
Me alejé en la moto con la sensación enfermiza de que lo que acaba de ocurrir era mucho más grave de lo que parecía. Manejé a toda velocidad hasta la casa y al llegar a ella corrí adentro a decirle a mi papá. No recuerdo que hizo él en ese momento, pero creo que escondió algo de dinero en una caja fuerte y caminó hasta afuera.
Ahí estaba el hombre que nos habíamos encontrado en el bosque. El tipo no gritó, ni sacó la pistola ni nos esposó. Mi papá solo dijo «hola» jovialmente, probablemente porque yo estaba ahí. Entonces el viejo se dio la vuelta y entró a la casa lentamente con el tipo a sus espaldas. No hubo sirenas, carros sin marcar o policía del estado, solo dos tipos en orillas diferentes del río de la ley incapaces de hacer nada sino lo que ya estaba preordenado en el sistema legal del estado.
Yo me imagino que un arresto de este tipo estaría en las páginas de todos los periódicos hoy en día, y con la pasión de la lucha contra las drogas, el policía que hizo el arresto se lanzaría como fiscal y más tarde como alcalde. Pero esto fue hace veinte años y las cosas eran diferentes. Mi papá llamó a los vecinos que eran amigos de él. Yo hice el papel de «enfermo» porque no encontró otra forma de explicar mi salida inesperada, le dije adiós a mi papá y me monté en el carro del vecino. Cuatro meses más tarde se apareció en navidad, recién salidito de la cárcel y pidiendo que lo perdonáramos. Mi mamá nunca lo hizo, y hasta el sol de hoy está furiosa con él por poner a su hijo en peligro. A mi solo me tomó 20 minutos estar de vuelta en sus brazos; deseoso de saber la próxima aventura que me haría vivir.
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