Mi bella Jenna: cuando casi pude haber sido un Bush

Si se perdieron a las Primeras Gemelas en televisión la semana de la convención republicana en Nueva York, les recomiendo que se consigan la trascripción del discurso. Jenna y Bárbara Bush, edad combinada 44, demostraron más o menos la mitad de la inteligencia y sofisticación de Ilana Wexler, la temblorosa niña de 12 años fundadora del grupo Niños con Kerry que habló a los demócratas en la convención en Boston. Menciono a Wexler porque compararlas con las hijas de Kerry no sería justo para Vanessa y Alexandra.

Mientras las hijas de Kerry se limitaron al competente cuento de niños sobre un hamster, las gemelas Bush balbucearon frases que muy bien pudieron haber sido escritas por Katherine Harris. Las gemelas estuvieron tan mal que la gente que se pasó el resto de la semana gritando obscenidades a la pantalla de televisión se quedó muda. Feministas de carrera por primera vez sintieron lo que es la misoginia, estrategas republicanos experimentaron conatos de vergüenza, mujeres alrededor del mundo parpadearon, Barbara Bush —la vieja— soltó una apenada gota de orina en sus panales para adultos.

Y aun así, el discurso de las gemelas no fue del todo sin un propósito. Durante esos dolorosos 10 minutos los Estados Unidos fue finalmente informado de algo que debía haber sabido durante las elecciones del año 2000: George y Laura se llaman el uno al otro «Bushy». Sólo dejen rodar el detalle dinástico en sus mentes por un minuto. Olvídense de Irak, Halliburton, Enron, el recorte de los impuestos, la «sociedad de propietarios «. Olvídense de todo eso y sólo imagínense a George y Laura Bush en pantuflas monogramadas llamándose el uno al otro «Bushy» mientras disfrutan de una jarra de cristal llena de té helado. Si haces este ejercicio mental estás bien encaminado a entender porque tantos demócratas estaban dispuestos a ignorar la profunda corrupción en el corazón de su propio partido y se prepararon para las elecciones de noviembre como si fuera el «Día D» para el liberalismo norteamericano.

«Bushy, Jenna está en el teléfono desde Praga. Está preñada otra vez».

«Bueno, dile que se deshaga de eso. Ella sabe el procedimiento. Solo, uh, asegúrate que todo sea en secreto. ¿Dónde es que está? ¿Francia? ¿No?»

«Está en Praga. Eso es en Checoslovaquia. Ella dice que…OmayGod. Ella dice que lo ama y que quiere quedarse con el bebé».

«Oh, demonios, Bushy Wushy. Estoy viendo el juego con Condi. Dile que si no se raspa al carajito para el jueves de regreso a casa lo hago yo mismo».

Durante el verano del 2002 Jenna Bush realmente estaba en Praga. Yo también, trabajando en un periódico no muy diferente a este. Y cuando se empezó a correr el rumor por la ciudad de que la Primera Hija volvía para repetir su Tour Etílico-Europeo del 2001, las estrategias inmediatamente hicieron su aparición en la ciudad. Para los paparazzis checos y freelancers expatriados una foto de Bruce Willis metiéndose unos pases con una modelo checa menor de edad puede pagar la renta y poner chleba en la mesa por seis meses. Una foto de Jenna Bush fumándose un porro significaría por lo menos seis ceros de los americanos.

Así la estudiante de Tejas se convirtió en el Moby Dick de la ahogada de turistas capital ex comunista. Leonardo DiCaprio y Vin Diesel también estaban en la ciudad en ese momento, pero al lado de Jenna, éstos eran como monedas de madera.

Yo escuché sobre el inminente arribo de Jenna sentado en un bar con Jeff Koyen y otro amigo. Inmediatamente, la tarea frente a nosotros se hizo obvia: alguien tenía que acostarse con la mojigata, cara de luna, Primera Hija. Al unísono, los tres diablos parados sobre nuestros hombros derechos se estrellaron latas de Staropramen contra sus frentes.

Sin embargo, la misión era realizable. Sabíamos cuales eran los bares favoritos de Jenna gracias a los reportes de prensa de su visita anterior. Simplemente nos apostaríamos en estos lugares hasta que ella apareciera, con sus ruidosas hermanas de fraternidad y agentes del servicio secreto a sus espaldas. Pretenderíamos que no sabíamos o no nos importaba quien era ella. Le compraríamos a ella y sus amigas galones de tequila —mientras exclamábamos los usuales clichés de expatriado— y entonces las guiaríamos hacia la verdadera fiesta.

Pero mientras más hablábamos de nuestra misión, más ambiciosa se iba volviendo, y pronto algo de pubis presidencial y derecho a echárselas por ello no parecieron suficientes. Queríamos inflingirle dolor a su padre, incluso complicar la relación con su base cristiana. Ninguno de nosotros creía en violencia, pero asesinos de esperma de mutuo consentimiento podíamos ser. Nuestro nuevo y más eficiente plan requería tan solo una pequeña cámara de video y una máscara de Halloween de Osama Bin Laden, cosas que ya poseíamos. Imagínense «Chasing Liberty» mezclado con el video de Paris Hilton.

Mientras nosotros tres observábamos las puertas de los mismos bares y clubes noche tras noche, calculábamos la ventana entre el momento que hiciéramos público nuestro video porno con Jenna y la llegada de una bala gubernamental al punto equidistante entre el comienzo del nuestro pelo y nuestras cejas. La muerte vendría rápidamente, todos estuvimos de acuerdo. Pero también estuvimos de acuerdo en que hay cosas por las cuales realmente vale la pena morir, y un video de una Jenna Bush borracha siendo crucificada por Osama Bin Laden era una de ellas. En silencio, dijimos nuestras oraciones y esperamos.

No obstante, luego de tanto esperar y planear, no llegamos a avistar a la ballena. Tampoco los paparazzis checos. Y tras casi dos semanas de acecho el Daily Telegraph reportó haber visto a Jenna y sus amigas en la Cote d’Azur, llevándonos a asumir que el reporte original sobre Praga había sido una distracción. A regañadientes abortamos la misión y seguimos con nuestras vidas.

Unas semanas más tarde, hablaba con un conocido con conexiones en la embajada de los Estados Unidos en Praga. Le comenté sobre nuestro plan y de su fracaso. Sus ojos se alumbraron.

—Oh, por supuesto que ella estuvo aquí —dijo él—. Estuvo en el Klub Lavka cada noche por dos semanas. La mayoría del tiempo de rodillas en el baño limpiándose la barbilla.

—¡¿Lavka?! (Lavka es uno de las más horrendas trampas para turistas en Praga.)

Yeah, estuvo allí todas las noches, justo debajo de tus narices; borracha, también. Vinieron a casa borrachas en taxi todas y cada una de las noches.

Aunque ahora más divorciada de la realidad que nunca, mi fantasía con Jenna adquirió nueva vida. Solo que ahora escapaba de la sadística y suicida explotación sexual hacia una más agradable perspectiva de oportunidad perdida. Mis pensamientos se volvieron hacia el matrimonio. ¿Qué tal si Jenna y yo nos hubiéramos enamorado? Podríamos haber tomado botes por el Vltava, viajes de fin de semana a Moravia. ¿Y si la hubiera embarazado y ella hubiese tenido el aborto de más alto perfil en la historia?

O ¿qué si la hubiera dejado embarazada y lo hubiera hecho público rápidamente para proteger al no nacido y forzar un matrimonio a punta de pistola con el clan Bush? Así como George —el medio hijo hispano de Jeb Bush— es conocido en la familia como el «oscurito», yo podría haber sido el «comunista circuncidado». Mestizaje sigiloso como guerra de guerrillas de clase y escalamiento social. Habría llamado a mi hijo George Herbert Walker Zaitchik. No me hubiera preocupado jamás por mi seguro de salud. Mis hijos irían a Yale. Jugarían croquet.

—¡Pásanos la salsa de cranberry, papá! —diría yo en Kennebunkport el día de acción de gracias. Y George W. Bushy me la pasaría, viéndome como un toro poseído por Satán.

Viendo a Jenna dejar huella por las páginas sociales locales y pasar por idiota una vez más en la televisión la semana pasada, volví a visitar estos sueños de Jenna. Volví a ese verano en Praga cuando pudieron haberse hecho realidad. Si tan solo hubiéramos sido dateados sobre el Klub Lavka yo podría haber compartido un asiento junto al tío Neil durante los discursos de papi.

Por supuesto, nuestro plan podía haber sido un bahía de cochinos, en cuyo caso, la amargura de Jenna hubiera brillado fuertemente desde el otro lado de las cadenas de terciopelo.

—¡Jenna, Jenna! ¿Te acuerdas de mí? ¡Soy Alex, de Praga! Soy el tipo que trato de ponerse la máscara de Osama Bin Laden mientras estabas mordiendo mi almohada. ¿Te acuerdas?

Omaigod —diría ella— ¡Aléjate de mí! ¡Eres un perdedor inmaduro!»

La estúpida putilla hubiera estado en lo cierto. Pero para parafrasear a Winston Churchill: uno de estos días voy a madurar, y en cambio Jenna Bush siempre será la misma estúpida putilla. Aunque nunca haya podido grabarlo en video.


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