Hace muchos años yo vivía y trabajaba en la ciudad de Buenos Aires. Contaba con 20 años y consideraba imprescindible ser un tipo abierto y masivo. Para ello me resultaba imprescindible conversar con los especimenes más zaparrastrosos de la urbe y hasta considerarlos «mis amigos». Supongo que se trataba de mi espíritu de contradicción para con la gente que me rodeaba.
Por ese tiempo, solía recorrer a diario la calle peatonal «Florida», arteria transitada como pocas y llena de oficinistas bien vestidos y apurados. Yo nunca lo estaba, el apuro no contaba entre mis cualidades, y sí, debo admitirlo, dejaba para mañana lo que podía hacer hoy.
Todos los días, hiciese calor, frió o lloviese; a pocos metros de la intersección de Florida y Corrientes, se asentaba un muchacho con la boca torcida y andar inestable que en tono de súplica decía:
¡Pod favod, me pueden ayudad! ¡Pod favod, me pueden ayudad! ¡Pod favod, me pueden ayudad!
De cuando en vez le daba algunas monedas, aunque nunca pronunció un «gracias». Yo lo observaba en sus movimientos y le tenía una mezcla de lástima y bronca por lo mal agradecido.
Pero sucedió una tardecita de invierno que lo descubrí conversando con un señor de traje. Noté que su voz no era la misma y que sus gestos perdían la torpeza, y su boca, aquella siempre torcida, modulaba con armonía y hasta dejaba leer sus palabras en el tumulto bullicioso de la tarde.
Confundido regresé a casa y durante semanas esperé encontrarlo en la misma situación. Harto de esperar el momento que no llegaba, una tarde decidí hablar con él luego de darle unas monedas. La calle estaba casi desierta.
—Che, ¿por qué sos tan desagradecido?
—¿Qué? ¿Pod que dice adsí?
—No me hables así que ya sé que fingís.
El muchacho miró para todos lados chequeando la cercanía de la gente. Cuando sintió que era el momento dijo:
—¡No me cagues el laburo!, No digas nada.
—¿Laburo? ¿De que laburo me hablás? Te pasás el día pidiendo.
—Es un trabajo, como cualquier otro.
—No, la mayoría de la gente hace otras cosas.
—La gente trabaja de lo que puede, con suerte de lo que le gusta.
—Si, pero vos podrías trabajar en otra cosa.
—Si, pero esto es un trabajo, cumplo un horario y una función.
—¿Qué función?
—Cubrir la necesidad caritativa de la gente. Por supuesto cobro por ello.
—Mirá que bien.
—Claro, la gente responde a necesidades, si tiene hambre va a comer a Mc. Donald o a mil lugares más, si quiere ropa tienen un millón de opciones, si quiere salir tiene teatros y cines a granel y si quiere hacer caridad me tiene a mí. La caridad es una necesidad básica.
—Visto de ese modo, tenés razón, aunque podrías agradecer de vez en cuando.
—¡Marketing!, la gente se siente mejor y más buena si no recibe siquiera una sonrisa luego de ser caritativa.
—¡Tenés todo pensado!
—Y, hace años que vivo de esto y no me va nada mal.
Seguimos en contacto por mucho tiempo, tengo su número de celular aunque preferimos mandarnos un e-mail para las fiestas. Ya no mendiga en Florida, la competencia se tornó feroz luego del desastre Menem-De La Rua. Trabaja en su propio Kiosco cerca de la cancha de Huracán y muchos aseguran que regala más de lo que vende.
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