Me caigo y no me levanto

Tengo en mi poder algunas pesadillas que me gustaría enviar al remitente, o al menos despojarlas con la mañana. Eventualmente se quedan flotando en algún lugar de mi cuerpo, me caigo y no me levanto entonces. Pertenezco de pronto a un sofá, a un estante, a un volante; estoy sobre ruedas, a salvo de un golpe incierto, una torpeza de lingüística, un cura vestido de verde, cosas así. Chicanos. «Una ración de tequeños y una cerveza helada por favor» es lo que pide mi boca, mi garganta, mi estómago, mis zonas más profundas.

Trato de aplacar una avalancha que no cesa, un chiste, una burla de las cosas que están ahí afuera, inalcanzablemente cerca, perceptibles sólo por mis nostalgias. Tengo el poder y lo pierdo, camino, vuelo, ruedo, brinco, me arrastro por la necesidad de ganar espacios y tiempos. Abro mi bocota y me escondo detrás de una palabra, una con cuchillo y tenedor. Soy torpe para consolar al otro, soy más fuerte con la desgracia ajena. Pienso en nubes y digo zapato o escondo mis manos en los bolsillos amplios de un pantalón negro. Me limito a recordar aceras cuando piso otras, y si me amparo en un abrazo es porque lo he recibido desprevenidamente. Inútil ante mí misma recorro la mañana tal y la tarde del otro día y todo el tiempo que se quedó inevitablemente en el olvido.

Fumo, porque lo piden mi boca, mi garganta, mis pulmones. Quiero alborotar a las vísceras y anestesiar al corazón. Quiero parapetear el pecho y seguir con la comedia, para llegar encendiendo las luces y tumbarme en un chinchorro y dormirme sobre una curva por encima del piso. Ya me hago la idea de que no estoy en este mundo. Sin embargo, todo esto lo imagino y en cierta forma me consuela. Salgo de esta cárcel donde me retengo y entro en una queja o en un suspiro, las únicas caricias de la soledad.

Así ando por los lugares más poblados y sin conocer a nadie. Cuando alguien aparece me escondo en la otra acera hasta que no me queda más que volver a tierra. Allí estaba Fulanita de Tal, no me había gustado su actitud en aquel encuentro. Probablemente fue una cara inventada por mí, por culpa de la prisa que yo misma inventé en cuestión de segundos para salir volando.

La vida debió venir con un manual de instructivos. Alguno que explicara ciertas cosas, así podríamos escucharnos, provocarnos, seducirnos, fabricar juegos de una infancia perenne y mientras escribo esto, se pierde la tristeza.

Esta noche, cuando todo haya pasado, soñaré algo que no podré recordar. Y mi vida será mañana incierta, otro domingo de silencios y de lluvia, aunque sea martes.

… Marlon Brando «¿Quién será mi ventrículo?»


Descubre más desde El Nuevo Cojo Ilustrado

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Deja un comentario