Los protocolos de Sion: el fraude más dañino de la historia

Sin temor a equivocarme puedo decir que los judíos son el grupo humano que ha sido más odiado en toda la historia. Por siglos han sido expulsados, fusilados, prohibidos, violados y cremados en casi todos los países donde han hecho hogar. Y la razón siempre ha sido la misma: poder. El antisemitismo no tiene su origen, como muchos creen, en la religión. Sino en el poder, disciplina que individuos con la doble nacionalidad hebrea, han sabido escalar una y otra vez.

Pocas culturas, si acaso alguna, son tan dedicadas al perfeccionamiento de las artes, la industria y el crecimiento económico y social de su comunidad como la judía. Claro que nadie es perfecto, y por cada Kafka ante el que no podemos evitar caer de rodillas, hay un Henry Kissinger que provoca destazar y colgar del primer poste de teléfonos que se atraviese en el camino. Y por alguna razón que me escapa, la gente tiende a recordar más a los Kissingers que los Kafkas.

Pero a pesar de todas las razones que cualquiera pueda dar como justificaciones antisemitas, no hay más que echarle una mirada superficial a la historia para darnos cuenta de que las excusas para purgar a las sociedades de la influencia hebrea, han sido una y otra vez tan sólidas como el peluquín de Carlos Menem.

Los judíos, dependiendo del momento histórico y geográfico, han sido en cambote culpables del comunismo y el capitalismo al mismo tiempo. De la muerte de Cristo, la Segunda Guerra Mundial, la crisis en el Medio Oriente, el ataque a las Torres Gemelas, la masonería, el asesinato de Kennedy y hasta del SIDA. Y para aquellos que vociferan este tipo de imbecilidades, los nazis, cuyas barbaridades aún están frescas en nuestra memoria, son gente aceptable y hasta honorable comparada con los viles y condenados judíos.

Extremistas siempre han existido, y los que hoy en día pretenden achacar las culpas del alma podrida de Ariel Sharon a Salomón, el dueño del abasto de la esquina, tienen tanta razón como los que responsabilizan a todos los musulmanes del mundo por los ataques terroristas a Nueva York en 2001.

Los palestinos que se vuelan en pedacitos frente a jardines de infancia en Jerusalén porque están llenos de niños con un pacto con Jehová entre las piernas, simplemente se van a freír en la misma paila del infierno que Caifás. Si es que tal cosa existe.

No existen razas ni religiones buenas o malas. Sólo gente que le importa muy poco el resto de la humanidad. El mundo está lleno de hebreos que, sea cual sea el Dios en que creamos, son verdaderos regalos del cielo incluyendo a Steven Spielberg, Larry Harlow, Kafka, Jerry Seinfeld, Ilan Chester, Albert Einstein, Larry Houdini, Irving Berlin, Levi Strauss y hasta Jerry Lewis. Y que por cada uno de ellos haya un Ariel Sharon, simplemente no les quita lo bailao.

Seas de la religión que seas, ten la seguridad que tu grupo se merece un holocausto tanto como los hijos de Israel, y por si acaso eres cristiano y estás pensando que no, diré una sola palabra antes de continuar esta historia: Cruzadas.

Desde chiquitos a los cristianos nos enseñan 3 cosas fundamentales: los judíos mataron a Cristo, los judíos controlan el planeta y la ostia no se traga entera, primero se disuelve en la boca. A pesar de este adoctrinamiento, ninguna estrategia antisemita ha sido tan efectiva como la publicación de los llamados «Protocolos de los Sabios de Sion».

Este documento hizo su primera aparición pública en el verano de 1903, en San Petersburgo, Rusia, en el diario Znamia. Ese día los habitantes de la ciudad corrieron por sus botellas de vodka cuando leyeron en el periódico que se había desenmascarado una confabulación siniestra planeada por un pequeño grupo de hombres que pretendían apoderarse del mundo por la fuerza, y no, no era George Bush y su combo.

La noticia incluía apenas una versión reducida del protocolo, que en 1905 Sergei Nilus publicaría en forma completa como apéndice a su libro Velikoe v Malom («Lo grande en lo pequeño»). El subtitulo del documento no dejaba lugar a dudas «Un Programa para la Conquista del Mundo por los Judíos. Minutas de la Reunión de los Sabios de Sion».

El cuento no era ninguna novedad. Desde la Edad Media la mitología antisemita se había encargado de regar historias tan insólitas como aquella que decía que los judíos bebían la sangre de infantes cristianos en Pascua. Por lo que cada vez que alguna tragedia azotaba a una población, siempre había un judío chupa sangre a la vuelta de la esquina a quien achacarle la culpa.

Durante la Muerte Negra, por ejemplo, al desconocerse el origen de una peste causada por picaduras de pulgas y que bañarse no era un lujo sino una necesidad, los europeos no tardaron mucho en encontrar un culpable a todos sus males. Según estos los judíos habían envenenado los pozos de agua para matar a todos los cristianos, y detalles como que los judíos estaban muriendo al mismo ritmo que los demás no evitó la masacre (en algunos casos) de poblaciones enteras.

Para el público que escuchaba estas historias, los judíos eran una clase de vampiros satánicos que no contentos con crucificar al buenote de Jesús, aullaban de noche por todo el oro del mundo. Y para colmo de males, muchas de las organizaciones que reunían a los grupos más poderosos como los masones, la cábala y hasta los malqueridos templares, tenían origen aunque fuera tangencialmente en ritos y costumbres hebreas. Malos entendidos de este tipo sobraron.

El caso de los Protocolos comenzó en 1864, cuando un tal Maurice Joly publicó en París un panfleto titulado «Diálogos en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu». La intención era satirizar las ambiciones de Napoleón III poniendo como escenario una reunión en el infierno. El escrito es una mediocridad en el que no se menciona a ningún judío. Por lo menos no por judío. Y aunque a Napoleón no le hizo mucha gracia y Joly fue a dar con sus huesitos en la cárcel, el panfleto llegó a manos de antisemitas alemanes que encontraron más utilidad que Napoleón en la imaginación de Joly.

Tomando como base la historia de la reunión infernal, el alemán Hermann Goedsche (usando el seudónimo Sir John Retcliffe) se plagió la idea de «Diálogos» para una novela titulada «Biarritz». Nadie recordaría a Goedsche o su novela de no ser por el capítulo titulado «El Cementerio en Praga y el Consejo de Representantes de las Doce Tribus de Israel», en el cual relata como una medianoche líderes judíos se reúnen para planear los pasos a tomar en el siglo que estaba por comenzar para continuar su camino hacia la dominación mundial total.

En Alemania el mensaje tomaría un tiempo en cuajar, pero al llegar a Rusia el mensaje antisemita encontró un objetivo en la estrategia de defensa del servicio secreto del Zar.

En ese entonces Rusia era el imperio políticamente más débil del hemisferio, con un gobierno tan despegado de su pueblo que las fuerzas sociales que había estado alimentado con represión cambiarían el panorama mundial para siempre en cuestión de años. Y entre los elementos que amenazaban el statu quo ruso estaban, por supuesto, los judíos.

En el caso ruso la amenaza judía era real, pero no por su religión, sino porque eran comunistas. Por esto, cuando el imperio de Nicolás II finalmente cayó en 1917 la mayoría de los líderes que tomaron el poder fueron judíos. Lenin mismo era ¼ judío de sangre pero de corazón no menos de 100%, llegando a afirmar en una ocasión que «un ruso inteligente, es casi siempre judío o alguien con sangre judía en las venas».

Y con Lenin Moscú contaría con un buen montón de gente inteligente. León Trotsky (Lev Bronstein), Yakov Sverdlov (Solomon), Karl Radek (Sobelsohn), Maxim Litvinov (Wallach), Lev Kamenev (Rosenfeld) y un increíble y largo etcétera donde después de Marx (otro judío) la figura que jugaría el rol más influyente en los futuros acontecimientos europeos sería el camarada y líder de la Internacional Comunista Grigori Zinoviev (Radomyslsky), agencia encargada de exportar la revolución a otros países. O como lo verían los grupos antisemitas, encargada de expandir el sionismo por el planeta.

Para desacreditar a este grupo levantisco antes que pudiera hacer algún daño, el servicio secreto del Zar había publicado los protocolos en San Petersburgo, poniendo en marcha un proceso que convertiría a la revolución roja en más roja de lo que ya era. La masacre indiscriminada de judíos que muy posiblemente ni sabían que era un protocolo y una posterior ola migratoria se hizo patente en 1920 en Inglaterra, donde el protocolo fue publicado por primera vez en inglés en el «Times» de Londres.

El «Times» se retractaría al año siguiente, publicando una serie de artículos sobre la historia del supuesto protocolo. Philip Graves, el periodista que firmó los artículos, basó su retracción en el hecho que el trabajo de Joly y Goedsche eran tan similares que «o ambos habían sido escritos por el mismo hombre o uno había sido plagiado del otro». Lamentablemente, en ese tiempo el documento llegó a los Estados Unidos y, peor aún, a Alemania, donde serviría como justificación a los nazis para su régimen de limpieza étnica tras vender más de 100.00 copias en su primer año de publicación.

El editor del periódico en San Petersburgo nunca reveló la fuente del documento, sólo que el original era en francés. Y entre sus páginas, que fueron reproducidas una y otra vez en diferentes partes de Rusia y en diferentes versiones, no se revelaban pruebas de su origen. El documento sólo esbozaba el plan que pronto pondría al mundo en manos judías.

Para empezar el plan ya estaba en marcha. En las primeras etapas la sociedad secreta se encargaría de debilitar las incipientes democracias europeas y de desacreditar la moral cristina a través de propaganda negativa mientras los industriales judíos promoverían la inestabilidad económica jugando a la canasta con los precios de venta al público.

Sólo entonces se daría el golpe de gracia. Y como en ocasiones anteriores, como cuando la plaga, gérmenes serían liberados en las grandes ciudades donde quienes no murieran de enfermedad serían aplastados por bombardeos que durarían hasta que el mundo pidiera cacao.

La Okhrana, el servicio secreto del Zar, se tomó tan en serio esta ficción absurda que cualquiera que visitase una iglesia rusa antes de la revolución vería pegadas las páginas del protocolo en las puertas de entrada, donde muy posiblemente agentes ingleses y norteamericanos las habían visto y considerado genuinas.

Quizás por esto la fiebre no se limitó a Rusia. Henry Ford, quien era tan antisemita que tenía una foto de Adolfo Hitler en su escritorio (y Hitler tenía una de él en el suyo), en 1920 creó el Dearborn Independent, un periódico cuyo único fin era atacar a judíos y comunistas con todo tipo de barbaridades acerca de ambos, incluyendo los protocolos. Años más tarde se retractaría para proclamarse, inteligentemente, amigo del pueblo judío a tiempo para el boom económico de post-guerra. Hitler citaría el documento en «Mein Kampf» y hasta Franco lo utilizó para denunciar la amenaza judía en España.

Pero a pesar del éxito del infame Best-Seller, el documento tenía una serie de errores fundamentales que revelaban que su origen no podía ser una pluma judía, o cuando menos no las minutas de una reunión de entre estos.

El documento está escrito como una serie de afirmaciones hechas a veces en primera persona, en representación del pueblo judío, que se supone es una masa homogénea de personas conspirando para esclavizar al resto de la humanidad. También se contradice en más de una ocasión y critica las intenciones revolucionarias de derrocar a la aristocracia, que el autor incluso identifica como rusa y la describe como una de las sociedades más grandiosas de la tierra.

Existen dos sospechosos principales de la autoría de los protocolos. Uno es Ilya Tsion, un periodista ruso retirado que vivía en París. Este podría haberlos escrito para desacreditar a oponentes políticos e impresionar al Zar. Tsion había publicado panfletos políticos en el pasado y los puntos de vista de los protocolos estaban en línea con su forma de pensar.

Pero el candidato favorito de los historiadores era un empleado del Zar. Pyotr Ivanovich Rachovsky, el jefe del servicio exterior ruso. Rachovsky había escrito ensayos donde revelaba su creencia en la existencia de una conspiración mundial judía para hacerse con el mundo, especialmente Rusia. Y en diversas oportunidades había ordenado la publicación de cartas forjadas en periódicos europeos con la intención de desprestigiar, en la mayoría de los casos, a conspiradores rusos en el exilio.

Hoy en día los títulos de las cartas son tan obvios que dan risa. «Confesión del que una vez fue un revolucionario» era una de ellas. Las historias siempre giraban en torno a algún ex-revolucionario ruso que se había arrepentido de su vida de crimen y confesaba su vida como terrorista despiadado al lado de sus camaradas judíos.

Rachovsky fue repatriado en 1902 y tras la revolución de 1905 se encargaría de crear la Soyuz Russkogo Naroda (Liga del Pueblo Ruso), un grupo antisemita, pro zarista y antirrevolucionario que junto a la Liga del Arcángel Miguel (Soyuz Mikhaila Arkhangela) y el Consejo de la Nobleza Unida (Soviet Obedinennogo Dvoryanstva) jugaría un rol fundamental en la persecución judía en la era revolucionaria. Tras la caída del zarismo en 1917 se descubriría que todas estas organizaciones eran agencias mantenidas por el estado como propaganda anticomunista, y al reorganizar la oficina del servicio secreto en Paris en 1917, uno de los asistentes de Rachovsky admitió haber estado presente cuando el documento fue escrito en la oficina de su jefe. En 1993 un tribunal ruso sentenció que los «protocolos» eran una creación de la Okhrana, poniendo fin a la tradición nacional de que los mismos eran reales.

Sin embargo, millones de creyentes en el documento aún mantienen que el mismo es cierto, y en ejemplos como el website de una organización llamada Radio Islam (http://abbc.com/islam/english/toread/pr-zion.htm), los editores presentan los protocolos como «evidencia» de los planes hebreos de dominación mundial.

Los Protocolos de los Sabios de Sion, sin embargo, es sólo uno de los tantos documentos de guerra sucia que se han escrito en el mundo, que no cumplen sus objetivos porque sean verdad, sino porque son útiles para quien quiera que los ponga en circulación.


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