El apellido Bolívar, actualmente usado con orgullo por millones de personas alrededor del mundo, nació en las sinuosas tierras del norte de España. Hoy en día sólo el nombre cabalga al hombre vivo, la sangre, que se destiló por siglos hasta parir un hombre de excepción, se ha perdido en el tiempo, destilada de nuevo aunque esta vez para evaporarse y desaparecer. La obra de sus poseedores originales, sin embargo, será un legado más difícil de borrar la historia humana.
Hoy, en el caserío Errementarikua queda poco de las tierras de donde salieron los antepasados de quien en el futuro llamarían El Libertador. La modernización hace difícil reconocer los parajes descritos por historiadores como la cuna de su ingenio.
Cercano al valle de Ondárroa, en lo que hoy es la Puebla de Bolívar de Vizcaya, está la anteiglesia de Cenarruza. Esta fue fundada por los Bolívar en el siglo X, y frente a ella, en construcción típica castellana, separada por una plaza, se encuentra la casa conocida como «Bolibar-Jauregui», donde descendientes de la familia original vivió hasta mediados del siglo XIX. En este lugar se encuentra el Museo de Simón Bolívar.
En Vizcaya, los Bolívar primitivos eran una familia influyente. Miguel Ochoa de la Rementería y Bolibar-Jáuregui, padre del primer Bolívar que pisó tierras americanas dejó prueba de ello con el último apéndice de su apellido, Jáuregui, cuyo significado es «demasiado señor». Tenían unos molinos de cebada cuya piedra blandían en su escudo de armas, revelando su origen campesino y el Jáuregui se lo habían ganado como recolectores de impuestos de la corona. Pero el trabajo de la tierra era su insignia. Bolibar es la mezcla de Bolu, que en éusquero significa molino; e Ibar que significa orilla, y que libremente podría traducirse como molino de agua.
La estabilidad familiar, sin embargo, no era garantía de paz con la corona española, que en pleno proceso de construcción imperial, exigía más de lo que los vascos estaban dispuestos a entregar.
Este sentimiento no era exclusivo. El expansionismo español en Europa imponía estrictos controles que no eran bien vistos por muchos de sus habitantes. En el caso de los Bolívar, la conquista de sus territorios por parte de la corona les hizo abandonar sus tierras a mediados del siglo XIII. Algunos pocos se quedarían, otros se extenderían por las vascongadas. Y uno en particular, probaría su suerte en esas nuevas tierras que prometían tanto en los rumores de entonces. América.
Esta rencilla no sería olvidada fácilmente, pero contradictoriamente, los Bolívar reconquistarían la posición social de la que habían gozado en Vizcaya, y con el tiempo la sobrepasarían, sirviendo en la administración pública.
Aquel primer Bolívar en respirar el aire del caribe fue Simón Ochoa de Bolibar, quien cambiaría su nombre desechando el Ochoa por el patronímico que servía para reconocer su origen. La época le añadiría más tarde la muletilla «el viejo» para diferenciarlo se su descendiente del mismo nombre, «el mozo». Juntos, padre e hijo se residenciarían en Venezuela en 1589. El motivo del viaje fue el traslado del viejo por orden de la corona para ocupar el cargo de Secretario de Residencia del Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela. Ya en Caracas, el apellido cambiaría a su forma moderna, desechando la b por la v, transformándose en Bolívar.
Una de las funciones de este cargo era la de informar al rey de las aspiraciones de los habitantes del territorio de Venezuela. En 1590 viajó en una misión como Contador General de la Real Hacienda de Caracas, y al regresar en 1593 trajo consigo la aprobación a diversas solicitudes, incluyendo una que marcaría a la actual capital para siempre: la autorización para la creación de un escudo de armas y el título de Muy Noble Leal Ciudad para Santiago de León de Caracas.
Como muchos de los primeros inmigrantes a tierras americanas, los Bolívar eran buscadores de fortuna, que cruzarían el Atlántico para algo más que escapar del paternalismo real. Y en una época en que las ordenes de la corona podían tardar meses en hacerse saber, los primeros americanos supieron aprovechar el vacío temporal de poder para fomentar su independencia del estado español cada vez que podían. La corona estaba conciente de esta maquinación y le seguía la corriente, mientras no se tocaran sus intereses en las colonias. Pero tal conducta nunca pasó desapercibida y el pase de factura llegó para los Bolívar en 1737.
Ese año, Juan de Bolívar y Martínez Villegas, abuelo del libertador e hijo de Luis de Bolívar Rebolledo, hijo a su vez de Simón de Bolívar «el mozo», se enteró gracias a sus apoderados en Madrid de la oportunidad que podría al fin darle oficialidad a la casta que en cuatro generaciones había construido una cuantiosa fortuna.
En esa época, el imperio español ya comenzaba a dar señales de decrepitud. Años de políticas de explotación improductiva había propiciado un crecimiento burocrático desproporcionado, y una de las formas que la corona consiguió para subsidiar sus gastos fue la venta y otorgamiento de beneficios nobiliarios.
Uno de ellos, el título de Marqués de San Luis fue donado por Felipe V a un convento en 1737, y fue puesto en venta por 22.000 doblones de oro. Juan de Bolívar ordenó su compra de inmediato.
Pero la adquisición no estaba destinada a prosperar. Los Bolívar como muchos otros inmigrantes se habían mezclado con América en más de una forma, y poseer un título nobiliario requería más que una abultada fortuna. Al ser examinados para comprobar su pureza de sangre, basada en el compromiso religioso y el reconocimiento lineal de la casta hacia el pasado español, las autoridades detectaron a un miembro de la familia incompatible con un título. Su nombre: Josefa Marín de Narváez.
De haber sido capaz don Juan de Bolívar de comprar del título la historia de los Bolívar hubiese sido completamente distinta. Sus vidas se hubiesen apegado a las tradiciones de la nobleza peninsular que al final hubiesen amaestrado el carácter rebelde del apellido. Pero la corona evitó la transacción negando el título y por consiguiente, escribiendo sin querer la historia de su futura destrucción.
De acuerdo al historiador Uribe White; todo es producto de un error, ya que el bisabuelo de Simón Bolívar y su hijo tenían el mismo nombre. Y el hijo se había casado con una mujer negra en su lecho de muerte.
Sin embargo muchos autores coinciden en que la historia es fidedigna. Josefa Marín de Narváez, bisabuela paterna del libertador era hija natural, lo cual en la época colonial sugería casi siempre mezcla de sangre. Es muy poco probable que Josefa hubiese tenido piel negra, esto hubiera sido inconcebible en la sociedad colonial de entonces, pero la duda sobre el origen de su madre fue suficiente para crear suspicacias que persiguieron a los Bolívar durante toda su existencia como casta.
El padre de Josefa, Francisco Marín de Narváez, un granadino dueño de las minas de Aroa y Cocorote en el actual estado Yaracuy, no mencionó nada de esta hija hasta su muerte en 1673, cuando confiesa en su testamento que tenía una hija natural «llamada Josefa, a la cual hube en una doncella principal, cuyo nombre cayo (sic) por decencia».
Josefa había sido bautizada como blanca, muy seguramente con la ayuda de un párroco con necesidad de algún favor del padre, y conseguiría entrar en sociedad gracias a la herencia que éste le dejó el al morir. Cuando apenas tenía siete años, Pedro Jaspe de Montenegro, alguacil de la inquisición y alcalde de Caracas, un hombre ambicioso y deshonesto, haciendo uso de un tecnicismo legal se las arregló para hacerse con la guardia legal de la niña, y su fortuna, y apenas cumplió los trece años la entregó en matrimonio a su sobrino, el bisabuelo de Simón Bolívar, Pedro Ponte.
Este asunto, conocido como el «Nudo de Marín», según el historiador Augusto Mijares fue usado años más tarde por los detractores de Simón Bolívar para retratarlo como producto del resentimiento social que llevaba sobre los hombros por ser zambo.
Tras este episodio, los Bolívar siguieron su camino, y a finales del siglo XVIII la sangre que había corrido por sus venas desde Vizcaya hasta Caracas gozaba de una posición privilegiada.
En esta ciudad pobre y sencilla comparada con grandes capitales como Lima o México, verdaderos centros principales de la explotación española en América, Juan Vicente Bolívar, habiendo tenido la suerte de haber heredado una considerable fortuna se pasaba sus días preocupándose sólo por los inconvenientes que la administración que esta podía causarle y sus compromisos sociales.
Su retrato, el único que se conserva de todos los antepasados de Simón Bolívar, muestra a un hombre distinguido con señales del carácter afable y tranquilo que le distinguió como Procurador General de Caracas, Teniente de Gobernador y Administrador de la Real Hacienda en Caracas.
Quizás esta buena vida fue la que no le hizo pensar en hacer una familia él mismo hasta que cumplió 46 años, cuando se unió en matrimonio a María de la Concepción Palacios y Blanco, de apenas 15 en 1773. Según Indalecio Liévano Aguirre, «no sería exacto considerar a don Juan Vicente como la mejor representación del genio ambicioso y rebelde de su casta. En la historia de la familia él se nos presenta como un remanso en la imperiosa corriente de la estirpe, como el descanso de una raza que se prepara a producir un ser humano excepcional».
Y no puede estar más en lo cierto. La mayor influencia de Juan Vicente en la vida del futuro Libertador sería su paternidad, la cual ocurrió el 24 de julio de 1783, cuando nació el último de sus cuatro hijos a quien bautizó Simón José Antonio de la santísima Trinidad.
Ni Juan Vicente ni Concepción se presentan en la historia como padres excepcionales y desde niño entregan al joven Simón a manos extrañas para su crianza, lo cual se reflejaría en el futuro cuando los nombres de sus padres serían frecuentemente ignorados en sus memorias.
La madre de Bolívar según Jorge Ricardo Vejarano, «era fina y delicada…(y) como todos los Palacios tenía una marcada debilidad por el lujo, la vida regalada y opulenta, (y) una religiosidad sin fanatismo». Pero Vicente Lecuna resiente de esta afirmación diciendo que «era una madre cariñosa que nunca se separó de sus hijos, como han pretendido tradicionistas equivocados».
Como sea, Doña Concepción no era una mujer fácil, posiblemente por la carga de un matrimonio que como era la usanza de la época, muy seguramente le había sido impuesto. Sus frustraciones de mujer joven sumado a un cuerpo enfermizo la alejaron de sus hijos y la situación sólo empeoraría en 1786, cuando nace muerta su última hija, María del Carmen, y muere Juan Vicente, dejándola a cargo de los negocios familiares por seis años antes de morir ella misma en 1792.
Oportunistas tratarían de hacerse con la fortuna familiar, pero la viuda supo defenderla a pesar de su aparente incapacidad. Su salud, sin embargo, era otra cosa. María Concepción, afligida de un esputo sangriento que muy posiblemente haya sido tuberculosis, definitivamente se separó de sus hijos ese mismo año, tal vez para evitar el contagio, entregándolos a la custodia de un tutor.
A su muerte a los 34 años en 1792, María Concepción dejó como única huella de su pasaje por la tierra a sus cuatro hijos: María Antonia, hermana mayor y confidente de excepción del libertador que moriría el 7 de octubre de 1842. Juana Nepomucena, quien moriría el 7 de marzo de 1847. Juan Vicente, quien perdería la vida a finales de julio de 1811 en un naufragio en las Bermudas y Simón José Antonio, que entraría ese mismo año en la vida pública del continente.
Este último, única razón de que ahora se escriban estas palabras, cerró el ciclo que comenzó en Vizcaya, y que pareciera haber existido con el único fin de que su vida tuviera las condiciones ideales para su obra. En la tragedia que fue su vida, cada centavo ahorrado por sus antepasados y cada muerte familiar sería necesaria para que Simón Bolívar tuviera la independencia y la fortuna suficiente para enfrascarse en la campaña independentista de Sur América.
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