Para ser honesto, los hechos se desarrollaron debido a uno de esos accidentes que pasan en la vida. Confieso que siempre sentí la necesidad de conservar los viejos cristales de mis lentes obsoletos. Aunque los sabía inútiles por el avance implacable del astigmatismo, religiosamente los engavetaba después de envolverlos con cuidado en un pequeño pedazo de papel.
Esa noche, mientras buscaba una araña disecada en un cajón lleno de cosas de poco uso, tomé uno de los anacrónicos vidrios levantándolos al trasluz por curiosidad. Cual no sería mi sorpresa al ver que en la pared de enfrente se proyectaba la imagen de una cara que había visto hacía mucho tiempo. Sacudí el cristal y la figura del rostro se cambió por la de una página de libro que también había pasado por mis ojos; la agité de nuevo, y esta vez en su lugar apareció un paisaje.
Debido a alguna causa propia de los misterios de la física, los viejos espejuelos conservaban intactas las representaciones que pasaron a través de ellos, proyectándose ahora de manera inexplicable como si fueran diapositivas que rememoraban el pasado.
De inmediato improvisé una pequeña sala de cine con una cartulina y una lámpara, y al atravesar el rayo de luz el cristal, éste reproducía más situaciones, más rostros, libros y lugares que yo había visto. Tomé otros lentes y ocurrió lo mismo. Probé con los anteojos más antiguos y también ellos conservaban las figuras.
El asunto de verdad que era impresionante. Pensé que tal vez era la fórmula, pudo ser que en la óptica le añadieron algún novedoso elemento fijador que buscaba eternizar las volubles huellas que deja la visión del ser humano; también era posible que sin saberlo, al mezclar los microscópicos granitos de arena se crearon aquellos vidrios únicos, poseedores de una memoria prodigiosa a la altura de las más modernas computadoras.
Más reposado de la impresión inicial, pude comprobar que no eran ni la luz ni las pantallas, ya que las sustituí a las unas y a las otras. Como cosa curiosa, el fenómeno tampoco ocurría con los actuales lentes encarcelados en la montura. Por más que los proyectaba ante la luz éstos no reflejaban nada. Eso me hizo especular que había cierto reposo, un adecuado retiro en las profundidades de la oscura noche de la gaveta, que actuaba como factor desencadenantes de la facultad de los vidrios para reactivar imágenes.
Como ocurre con esos niños cuando llegan a tener la posesión de algún juguete mágico, estuve hasta altas horas de la madrugada con aquel espectáculo fascinante. Regresé a situaciones que hacía mucho tiempo se habían borrado de mi frágil memoria y confieso que ciertamente fue una gran velada.
Me divertía hojeando aquel álbum de fotografías sorpresivas, que se cambiaban con el simple movimiento de mis dedos; allí estaba grabada mi vida, los objetos en que se posaron aquellas miradas rápidas e indiscretas, que por múltiples razones sólo viví fracciones de segundo; estaba el producto de las miradas profundas y analíticas; el de las indiferentes, que dejaron la huella banal de las pequeñas cosas sin trascendencia; las de la furia, con el adversario enfrente, tenso y estático en una posición cómica ya listo para dar el zarpazo decisivo.
Muchas eran infinitamente agradables, como los rostros y piernas de mujeres pasajeras que me agradaron y se fueron para siempre borrándose como un sueño. No cabía de gozo. Quise llamar a algún amigo, pero recordé que no tengo teléfonos ni tampoco amigos, además, cualquier imprudencia podía crearme fama de estar haciendo experimentos en áreas prohibidas, lo cual incorporaba el riesgo de desatar el odio y los fantasmas de la envidia en los que se enteraran, y debo reconocerlo, al primer impacto yo mismo dudaba que todo aquello fuera cierto, así que me acosté sin poder dormir en aquella corta y confusa noche llena de sortilegios y huellas luminosas.
Fue a la mañana siguiente cuando puede reafirmar la existencia del fenómeno al ensayar de nuevo en el cuarto oscuro. Todos los lentes conservaban la misma capacidad reproductora de las figuras visualizadas durante el tiempo de su uso.
De inmediato decidí ir a donde un anciano optometrista que vive retirado en las afueras del Ávila, por el viejo camino de los españoles. Es un hombre completamente abocado a los misterios de la óptica, que yo sabía que hacía experimentos enfrentando los rayos del sol con los reflejos de la luna, los cuales desencadenaban fantásticas tormentas de colores, además, de él se decía que había logrado producir el arco iris en la noche.
Confiado en sus profundos conocimientos le pedí que examinara cuidadosamente uno de los vidrios a la vez que le confesaba mi secreto. El experto en lentes los tomó con sumo interés y los sometió a la luz. Al ver la proyección sonrió evidentemente emocionado, y se limitó a decirme con suavidad:
—Cuídelos amigos, este es uno de los maravillosos casos que he conocido que son el producto de una mirada cautivante, sólo hay una auténtica mirada de este tipo en un millón de ojos, tienen la visión tan aprehensiva que dejan una huella imborrable en el cristal.
Después de una larga explicación en la que me habló de los ritos del cristalino, los caprichos de la retina y los colores invisibles que había descubierto en los cuadros de Rubens, me regresé hacia mi casa de lo más contento.
Quien iba a pensar que sin proponérmelo tenía el más grande documental que se hubiera hecho de mi vida. Realmente era un caso tan extraño como preocupante, pero me reconfortaba saber que hay mucha gente que está en las mismas condiciones.
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