Latinos en París

Primero que todo, quisiera hacer una aclaratoria. Porque sinceramente, esto de latinos en París siempre suena a jolgorio por el exilio. Trae a la mente la imagen de los cubanos mayameros, orgullosos de haber salido de la isla, celebrando su partida del subdesarrollo con pollo frito en el patio, escuchando a Celia Cruz mientras el aceitico corre por sus labios y se dicen «¡libres al fin!». Ese no es mi caso, al menos. Lamentablemente, uno siente esa electricidad de balsero con los venezolanos que encuentra en todos lados.

Como que Venezuela fuese una circunstancia oscura en el pasado del sujeto, uno de esos recuerdos borrosos de la memoria. El país es como la profesora de primer grado, una mujer que no marca en ninguna ocasión la vida de nadie, una cosa que uno no elige y vive de manera resignada, un evento que uno no interroga. Se limita a suceder, a existir, a acaecer entre el preescolar y el segundo grado. tierras descubiertas.

Más de una vez uno se consigue con un compatriota en los Estados Unidos, por ejemplo, y la alegría es la de la meta alcanzada, la prueba superada con creces. «¡Lo hicimos, brother! ¡Estamos en el Norte!», suele escucharse por todas las calles de esa ciudad incomprensible llamada Miami. Venezuela parece ser, en el caso de mi generación, un hecho insoslayable, un martirio que hay que superar, una condena a cumplir. Haces tus dieciocho años, o tus veintitrés con título, y te largas. Lejos. A buscar aquel eufemismo llamado «calidad de vida», cuestión que admito, a riesgo de quedar otra vez como bolsa, nunca he entendido.

Sin embargo, no pienso hablar de política y por ello sólo quiero aclarar que las condiciones que me traen a París son muy distintas a las de aquellos que se van por esas razones, y decir también que no soy de los que me la paso despotricando de los problemas de Venezuela. No, cuando veo a Chirac no pienso lo feo que le queda la verruguita a Chávez o la diferencia de estilo entre los autobuses de París y los de la ruta Coche-Veintitrés de Enero. Sobre eso podríamos hablar largo tiempo.

Aquí quisiera hablar sobre la situación de los latinos en París, para así no tener que responder la pregunta que deben hacerse sobre qué rayos hace este ocioso en Francia (soy estudiante, si de verdad quieren saber). De todos modos, hay algo fundamental en el ejercicio de la latinidad en Francia. Es esa odiosa necesidad de «negociar» las diferencias culturales, o en otras palabras menos finas, ver cómo carajo le explico al propietaire del apartamento que necesito el agua todos los días, que no, yo no me baño un día sí y un día no, sino todos los días. Esa es la diferencia fundamental entre un latino y un parisino.

París es, verdaderamente, una ciudad muy bella. Una ciudad de cristal. Un museo ambulante. Cada vez que sales a recorrer sus calles tienes la impresión de estar quedando como indio Guajiro al pararte frente a un edificio mucho tiempo para admirarlo. Y los parisinos no vacilan para hacerte quedar en ridículo. Un día estaba en un bar —el más barato de París, donde una cerveza «Stella», lo cual más que cerveza parece un potaje de arroz, cuesta la bicoca de cuatro mil bolos— conversando, o tratando de, con un grupo de parisinos cuando admití que no sabía, y me parecía interesantísimo, el hecho de que el Rey Luis XV o uno de esos le había dado un sopotazo en la testa a la modelo del cuadro «La Belle Feronière» de Da Vinci. «¿Es que tú no sabías que…?» me respondieron aquellos amables parisinos, como quien habla de algo tan natural como que la lluvia moja, o que el ron rasca, o que el ají pica. Francamente, me sentí como el propio Guzigú viendo un Concorde. De todos modos, después del «fo» de Da Vinci, me pude desquitar alegando que el presidente de la OPEP era venezolano («¿ah, es que ustedes no sabían que…?»).

Sin embargo, algo que caracteriza a las «rumbas» parisinas es su tono. Todo huele a Camembert, y discutidera de Sartre y que cuál tomo de Proust te pareció mejor. Francamente, eso tiene mucho de parisino y demasiado poco de rumba para mi gusto. Porque vamos a estar claros: aquél que se embarca en la odisea de leer a Proust durante el día lo menos que quiere es comentarlo en la noche. Yo, pensando en el desnalgue de Doors o las descargas de la barra del Ateneo (desgraciadamente, mis únicas referencias), me reconfortaba en la certeza de que la cuestión se prendía a la una, o al menos a las dos de la mañana, cuando la cervecita «Stella» y el vinito de cosecha empezase a hacer efecto. Qué desgracia cuando me entero de que una ordenanza de Chirac (la versión francesa de Chávez pero sin verruguita) cierra los bares a las dos. Por lo tanto, a las dos y media me encontraba encerrado en mi apartamento viendo el techo, simplemente porque no hay nada más que ver (a duras penas logré conseguir un estudio con ventana hacia la pared de enfrente).

Hasta que un día me encontraba caminando con un francés que quería que le enseñara español. Caminamos, hablamos, traté de explicarle el significado de la palabra «huevón» (aunque nunca entendió por qué era despectiva si realzaba las dotes del sujeto). De pronto, llegamos a una plaza, y escucho un desastre, una música, unos tambores, y los parisinos hasta tratando de sonreír, cuestión que pensé habían olvidado. Era, como ya habrán adivinado, el barrio latino. La primera cuestión que atravesó mi mente ante tal sorpresa, fue la innegable necesidad de cambiar el nombre del barrio, porque eso de que un barrio latino se llame «Saint Germain de Près» no va para el baile. Ya me disponía yo a empezar a recolectar firmas en pro de un movimiento para rebautizar el barrio como barrio «Amador Bendayán», mucho más acorde a la imagen de bonachón que tienen los franceses del latino. Sin embargo, el francés que estaba conmigo, cuando entendió media hora después quién diablos era Amador Bendayán, casi me deja extraviado en la mitad de París, por decir lo mínimo. Aunque sí demostró progresos en su manejo del idioma, cuando me dijo «tu es un huevón», y se dio vuelta para ir a refrescarse con una copita de Bordeaux en la vinatería más cercana.

De todos modos, hay algo terriblemente errado en la concepción de unos latinos en París. Uno siente, uno camina y ve a los latinos civilizados, uno que otro grito pero hasta allí. Parece haber una contradicción entre la cultura latina y los mal llamados países del «Primer Mundo». Lo latino hace referencia a lo impulsivo, a lo alegre, al vive hoy y no pienses mucho en el mañana. Por ello se respira un aire pesado, de latinos reprimidos, pues si hay algo triste en la vida es esa combinación de jolgorio desenvuelto de salsa y guaracha con el orden y la ciencia de la patria de Descartes. Todo es mecánico, todo esta prefabricado, tanto así que cuidado si el ron viene con pitillo. Por supuesto que hay alguno que otro escape recluido en el apartamento de los latinos, aunque predomina la fusión cultural donde los tequeños o las yuquitas fritas son «demodé» y lo que manda es la papita plástica Pringles embotellada cuidadosamente.

Y siempre aparece el ojo avizor del orden europeo. Los policías caminan, todos catires, todos franceses, y vigilan que el inconsciente colectivo de la latinidad no se manifieste demasiado. Hay esa inevitable atmósfera de legalidad, de supervisar que los subdesarrollados se comporten, pues sino aparecerían las fritangas cubanas en las calles o los buhoneros de Tegucigalpa por doquier.

Pues la cultura latina en París es un fenómeno netamente publicitario. Es ese asombro ante el negrito sonriente que toca el tres y baila mambo a la vez. Es una sorpresa de circo, esa impresión ante la mujer barbuda o el enano de tres piernas. Es una diversión, esa reacción en la cual ves a la mujer barbuda y te dices «¡Chico, que cosa tan rara!», te entretienes un rato y luego vuelves a tu casa, sin el menor interés por la vida de la señora. Porque no hay que confundir las cosas: Cultura, así con mayúscula, suena a intercambio, a tu me das y yo te doy, a vamos a aprender de los otros como mejorar las cosechas o por qué su música tiene un tumbado a contratiempo. Aquí no hay nada de eso. Somos la simple diversión de fin de semana. Los francesitos van en familia a ver una descarga de salsa o comer tortillas mejicanas para olvidarse de los problemas, pero en ningún momento se siente respeto o simple reconocimiento del otro. Más bien, uno se percibe como el osito panda perdido en una convención de ecologistas. Esa situación en la cual todo el mundo quiere sobarle la barriguita al animal para ver como se ríe, o lanzarle un bambú para ver como lo devora («¡mira Jacques, allí esta Winnie Pooh masticando un bambú!»).

No era para menos, luego de toda la publicidad que nos han dado. No me refiero a películas como «Buena Vista» del alemán Wenders, sino un simple hecho de concepción: los latinos llegamos tarde al mundo, fuimos descubiertos hace poco más de quinientos años. Porque es eso, es el hecho de que, como diría Blanca Ibáñez, antes de la fecha del «Día de la raza», (¿día de la raza?) estábamos totalmente cubridos. Éramos indios, ignorantes, subdesarrollados. Debemos siempre agradecer al primer mundo por habernos descubierto. Eso implica, por supuesto, ver la cultura indígena que prevalecía en la América como retrógrada o rezagada, y los asesinatos de Tupac Amarú, Tamanaco y demás indios empalados como poco costo a pagar. Probablemente la diferencia radique allí. Los romanos no «descubrieron» España. Saquearon España, quemaron España, mataron españoles. Marco Polo no «descubrió» a la China, visitó a la China, lo cual es muy diferente e implica intercambio cultural. Pero a nosotros nos descubrieron.

Y nos siguen descubriendo. Siguen aferrados a esa concepción del americano ladino y primitivo, capaz de cambiar todo el oro del Dorado por una media tiesa o tocar bongós en el Metro por míseras monedas. Se debe entonces dejar claro el «intercambio cultural» del cual se supone participamos. Eso no implica que tengamos que echarnos a morir o declarar un partido independentista del barrio Amador Bendayán. Simplemente, saber que si traes un par de totumas o unos marutos y te pones a darle golpes a un tambor gritando: «¡Obatalá! Yemayá!», puedes hacer un buen dinerito extra. Pero nada de contribuir a la cultura de nadie. Nada de alterar el orden de Camembert o Napoleón, cuidadosamente establecido y guardado con celo. Somos latinos, somos la admiración por lo burdo y salvaje.

Por ahora, termino de escribir este artículo, me tomo un café y me siento a escuchar una colección de discos de Héctor Lavoe que hice bien en comprar antes de venir. Si me llaman para preguntarme cómo bailar salsa, díganles que no estoy. Ahora, si la cosa se trata de conversar, no los problemas en la poética del francés Rimbaud, sino sobre aquella frase que dice «¡Sacude doble fea!», podemos hablar. Eso sí, no pretendo esperar toda la noche. Así que si hay algún francés por allí ya saben. ¿Cómo? ¿Los franceses dejaron de leer en el párrafo de «quisiera hacer una aclaratoria»? No me extraña. Los latinos vinimos solos a Europa y solos quedaremos. Eso sí, cuando vuelva me invitan unas tapas en La Candelaria, a ver si me pongo intenso y les cuento la vez que una francesa quiso aprender a bailar joropo. Entonces, hasta la próxima.


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