Durante una crisis de desempleo, de esas que uno elegantemente llama «between jobs», tropecé con el nombre de un conocido, luego de leerme toda la libreta de teléfonos en busca de alguien a quien pedirle trabajo. El tal Jesús y yo nos habíamos conocido durante mi primera pasantía en cine, que consistió básicamente en pegarle etiquetas a los BetaCams y llevarle café al locutor cada mañana.
Durante mi atareado día, me escapaba al menos dos veces para meterme en el cuarto de la moviola a sentirme toda una hermana Lumiere, viendo a Jesús cortar y pegar las nada interesantes noticias gubernamentales.
Nos presentamos a lo torero en la mitad de un pasillo y entre verónica y banderín, hicimos amistad entre los libros de Ciencia Ficción que intercambiábamos y la imbatible conversa en contra de los Medios. La historia no pasó de allí, luego de 7 meses, renuncié a mi tan envidiado puesto de 75 mil Bs. mensuales para empezar a redactar la tesis y más nunca vi a Jesús, hasta el día en que me lo tropecé en la fulana libretita.
Lo llamé con ese descaro que tenemos los productores para pedir favores sin sentir ratón moral. Jesús de lo más amable, me ofreció un puestito freelance en la productora de su hermano. Para ese momento yo estaba saliendo de un conocido canal de cable, que aunque funcionaba como una pulpería, me hacía sentir toda una ejecutiva. El nuevo cargo se trataba de ser la asistente del señor—dueño de la compañía, Mauricio O., Asistente de Dirección, Productora y Asistente de Postproducción. Además me pagaban el triple y gozaba de toda la cortesía posible de la parejita de hermanos.
Todo funcionó muy bien por un mes, editaba, iba de filmación y hacía de todo un poco. Un día llego mi jefe con cara de Tigre de Carayaca, diciendo orgullosísimo, que íbamos a hacerle trabajitos al Gobierno. Así, en sólo una semana, se trasladó a nuestra discreta sede el llamado «Comando Estratégico» para la campaña de reelección del Teniente Coronel para el año 2000.
Un equipo notable de secretarias de ministerio y chupamedias ad honorem, todos a cargo de «El Licenciado», se encerraba por horas a crear las propagandas funestas que aparecerían una y otra vez en radio, cine, TV, prensa y hasta en los taquitos que se lanzan en las Escuelas Bolivarianas. Por mis manos pasaban estas joyas de la estrategia para ser convertidas en algo vendible. Al fin y al cabo, si alguien tenía que hacer esa cochinada, pues la haría yo, muy bien asalariada y de la mejor forma posible.
El calentamiento empezó por enseñar al candidato a Presidente de la AN, a hablar frente al micrófono, sin ese acentito montuno que le distingue. El tipo llegaba con su chaquetica Wilcox verde, llena de canas, tartamudeando su nombrecito agringado y con cara de Concejal de Betijoque. Pero el trabajo rudo vino un poco después cuando, a escasos días de las elecciones, nos tocó grabar la caravana de su compadre, el Sr. Verruga, desde Maracay hasta Valencia. Y es que el camino a la Silla sigue siendo el mismo y un candidato presidencial no es nada sin la chusma. Vox Populi, Vox Dei.
—Qué día tan glorioso, guardaré estas memorias para mis nietos —me dije. Arrancamos de Maracay en un camión de los que se usan para ir al río a hacer sancocho. Allí íbamos: 4 periodistas del Palacio, 2 del canal del Estado, 2 fotógrafos, mi jefe con la cámara de cine, su asistente, mi camarógrafo y yo. Éramos los primeros, atrás nos seguía una docena de policías rodeando al sapo hinchado, quien se sentía Negro Primero montado en el techo del Jeep.
Por la Av. Las Delicias vi mujeres salir corriendo de una peluquería, con los rollos resbalando por la bata, mientras perseguían la caravana. Hombres peleando por darle cartas, manitos de azabache, retratos de la Virgen, pasarle al niño para que lo bendijera y hasta un busto de madera tallada, con verruga y todo, por supuesto.
Yo veía todo esto como si estuviera enratonada. Todo me daba asco: el calor, la gente, las periodistas sintiéndose Barbara Walters y sobre todo yo misma, parada justo en frente del folklore venezolano, cual Papa—móvil tercermundista entre las curvas de Mariara y la carretera de tierra. Fue justo ahí, cuando luego de 3 horas de verlo a tan pocos metros, el galán de pollera se fijó en mí. Habíamos parado de grabar, porque creímos que no sería muy agradable ver una cuña con el Excelentísimo, con el cachete abombado chupando ciruelas de huesito. Cuando sus ojos se posaron en mí, yo ya empezaba a sentirme protagonista de algo muy bizarro. Entonces con cara de Joey Tribbiani me ofreció la bolsa de ciruelas diciendo:
—¿Quieres…? ¡¡Agárrala pues!!.
Dicho lo cual la arrojó, para total éxtasis de mi jefe, quien me metió un codazo emocionado. Como único acto de dignidad, dejé que la bolsa cayera a mis pies, con mi cara de Comunicadora Social de la Católica, mientras todos mis compañeros se lanzaban a recoger las ciruelas verdes y sucias, que ya rodaban por el piso del camión. Yo los veía comérselas cual si comulgaran. En medio de su alegría, no entendían por qué yo seguía paralizada viendo a ese ser patético, sonriendo cual caraqueño en el ferry lanzándole monedas a los niños.
Luego de la ofrenda frutal, fui la más popular del camión lo que restó del viaje. En la noche, mi jefe, que ahora si parecía un jabalí sudado, nos llevó a cenar paella y me hizo el honor final de dedicarme «Caballo Viejo», en el Piano Bar mas rococó de toda Valencia.
Una semana más tarde, luego de las elecciones, renuncié sin avisar a mi también envidiable puesto, luego de que mi jefe me tirara a morder al despedirnos una noche al traerme a la casa.
De todas las cosas bizarras de mi vida, esta es una de mis preferidas.
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