La vida empieza a los treinta

Son las 6:14 AM y ya me estoy bajando de un taxi. Hoy me van a sacar las amígdalas y siento esa morbosa emoción predesvirgante del que jamás ha estado en un quirófano. A las 11 AM me van a operar. Cuando despierte de la anestesia, seguro que me sentiré extraña. Además, hoy cumplo 30 años. Mi familia se enferma tanto, que en la Clínica Santiago de León —nuestro sanatorio preferido— las enfermeras nos preguntan si somos accionistas. Pero mi Seguro Médico no fue aceptado en tan digno centro hospitalario, y me mandaron para una clínica que desde afuera parece más bien un Parasistema.

 

Totalmente ignorantes de lo que pasaría, Mamá y yo inmediatamente nos internamos por corredores desiertos en busca de la Recepción, que en este caso, no estaba ubicada en la entrada. Mala señal. El «resesionista» —posible ex-taxista maracucho— nos llenó la planilla de «acmisión», no sin antes escupir en la papelera un par de veces y examinar el color y la consistencia del esputo. Acto seguido nos mandó para el «Puesto de Enfermeras», donde sólo había una; no había espacio para más.

Luego de esperar a que le cambiara el suero a los 14 pacientes de su guardia, me entregó la famosa batica y me dijo: —Póntela que en 20 minutos llega el doctor a hacerte la historia—. Me abrió la puerta de la habitación, y sólo allí descubrí, que había 4 camas adentro y que esta experiencia incluiría un tanto de voyerismo intra-hospitalario. Recién disfrazada con mi crujiente servilleta azul, estaba ya empezando a relajarme, cuando del otro lado de la puerta escuché una voz de chichero que saludaba a la enfermera:

—¿Qué pasoooó Pechuguita?

Ya mamá y yo estábamos preparadas para la espera y empezamos a sacar el libro, los lentes, el bordado… cuando la enfermera volvió a entrar para tomarme los signos vitales. Acto seguido, pidió disculpas pues iba a apagar la luz para que las otras pacientes descansaran, apretó el botón y salió dando un portazo. Tuvimos que morder la almohada para no soltar la carcajada: la oscuridad en la sala era total. Menos mal que en ese momento no recordé el principio de «Ensayo sobre la ceguera». Las siguientes risitas ahogadas vinieron cuando mamá prendió una linternita que sacó de su cartera como si fuera algo de lo más normal. Guardamos los peroles e inspeccionamos el cuarto en busca de otras sorpresas; pero la diversión de las sombras chinescas duró poco… era hora de cambio de guardia de enfermeras.

Me dejaron casi en bolas de 7 AM a 11 PM en espera del reconocimiento médico. Cuando el residente llegó a examinarme, tuvimos que pegarnos una sonrisita con Soldimix, a ver si el pobre sujeto olvidaba que tiene 2 especializaciones, pero que trabaja como médico residente porque «esto es lo que hay».

Súbitamente y con sonrisa vampira, entró una morena anémica con una bandeja llena de agujas y gritó cual heladero de terminal de autobuses: «Banco de Sangreeeeee… quién es B aquí?».

A mí los codos se me doblaron solos y las manos se soldaron a los hombros mientras decía medio babieca: —Yo no… yo no… yo no…

En un segundo lo imaginé todo: «Por reglas del hospital, todo paciente debe hacer una aporte para el Banco de Sangre del hospital que, como saben, está en crisis de plasma … «Dona tu cuartico de sangre, colabora con los más necesitados».

Pero no —Oh, qué paranoica soy— la muy infeliz sólo preguntaba por la cama B. Obviamente la mía —Murphy siempre es el primero en entrar a mi maleta cuando salgo de casa. Le balbuceé con una sonrisa suplicante.

—Sé delicada, hoy es mi cumpleaños—, a lo cual ella, atenazando mi brazo, aguja en mano y ya a mitad de torniquete respondió, —No mijaaaaaa… si este va a ser tu primer regalito… tranquilaaaaaa.

Luego del primer acto, estuve unas 4 horas tratando de dormir, pues la operación era a las 2 PM. Una de las pacientes, una vieja con principios de ACV, no paró de echarse aires por cualquiera de sus cavidades de turno. Luego trajeron a una parturienta, a quien hicieron pasarse sola a su cama, con un esfuerzo tal, que su sangre cubrió todo el piso, chorreando sus zapatillitas salmón bordadas para la ocasión. La enfermera le dijo: —Ay mamita, pero mira que desastre hiciste.

A mí casi me dio un síncope. Todo el Control Mental Silva, catequizado por mi tía, se fue a la porra a la primera gota que resbaló por la sábana. El charco permaneció allí como una hora, intacto, casi avergonzado, hasta que llegó la bedel armada de mopa y tobo y arremetió contra los gérmenes, para luego lavar sus utensilios en la ducha del baño. Con la almohada sobre la cabeza, opté por voltearme y pensar: «No tengo heridas abiertas, nada me pasará, y si no me ponen una sonda, juro que me orino en la cama antes de poner un pie en ese baño infecto».

No sé cuanto tiempo pasó entre «Hamburguer Hill» y que me buscaran de Quirófano, pero apenas apareció el camillero brinqué de la cama, feliz de salir del set de MASH, vestidita de Pitufina con babuchas, gorrito y bata. Me subieron a Pabellón en un ascensor de carga que desesperadamente tildé de «neoyorquino», cuando le vi las rejas de seguridad, o lo que es igual, con baranda.

Entrando al quirófano bien despierta, conocí al instrumentista, quien me felicitó por mi cumpleaños y me preguntó qué música quería oír durante la operación. Consciente ya de la tónica musical inminente, sólo le hice jurarme por los clavos de Cristo, que no pondría Ricardo Arjona.

Ultima voluntad cumplida, me sentía lista para todo. El lamepisos del anestesiólogo ni siquiera me dijo hola o su nombre. Apenas llegó, preguntó si era alérgica a «algo» y me incrustó la mascarilla en la cara como si yo fuera Marta Colomina y estuviera a punto de empezar a quejarme del Gobierno. Me despedí con la mano por pura educación.

—Estoy despierta… tengo 2 camillas al lado pero los tipos no se mueven… ¿estarán muertos?… me vale verga, yo me estoy moviendo, o sea que estoy viva… Eyyyyy… bájenmeee… me quiero ir… Eyyyyy… enfermera… Eyyyy…mamiiiiiiiiiiiiiiii…

Apenas me bajaron a la Sala Ambulatoria, mamá me quitó delicadamente los electrodos olvidados. Una especie de souvenir creo, algo así como el cotillón de la piñata. Me contó que además del Combo Otorrino (arreglar tabique, quitar amígdalas, cortar y cauterizar cornetes), también me habían quitado las adenoides «para prevenir complicaciones posteriores». ¿Qué complicaciones puede haber —me pregunto yo— si me dejaron vacía como a una chicharra seca?

Apenas me medio espabilé, tomé el impelable helado de mantecado y le dije a mi mamá: —Vámonos de esta vaina.

No sé cómo hizo, pero luego de apenas media hora, en una mega-producción, yo estaba limpia, empijamada y huyendo por los pasillos en silla de ruedas gritando desde la puerta: «Taxiiii….»

Estoy vuelta slime. No hay palabra mejor. El primer día pude respirar por la nariz, gracias a unos lavados indescriptibles que me hacía cada 2 horas. Al segundo día, mis cornetes optaron por cerrar por fecha patria del 19 de abril, y el aire jamás volvió a pasar por allí. Nada huele, nada sabe, todo molesta, todo duele.

He hibernado 4 días con pequeños breaks para comer helado y bañarme. Claro, llamar «comer» a llorar mientras se chupa media taza de helado (que no sabe a nada) es algo digno de MISERY. Me baño dos veces al día para distraerme, ya que ni sé si huelo mal. De hecho, creo que no sé qué día es. Entre antibióticos, antialérgicos, antinflamatorios, gotas descongestionantes, «pain killers» para los «killer pains» y Lexotanil, tengo una botica propia sobre la mesa de noche que me acuerda a mi difunta y potinguefílica abuela. Pero no importa, soy una sobreviviente… la vida empieza a los treinta.


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