Tras Nueva York y Madrid, ahora le ha tocado el turno a Londres. Esto es una guerra, por si alguien aún no se había dado cuenta. Pero no una guerra entre la civilización occidental y la civilización árabe-musulmana. El mundo del Islam, de donde el enemigo procede, es tan víctima suya como occidente. En esta guerra el enemigo es invisible y el frente puede abrirse en cualquier calle, cualquier estación de metro en cualquier ciudad, enemiga o no. En esta guerra las víctimas son civiles que poco o nada tiene que ver con todo el asunto y los ejércitos están de más ya que el enemigo pretende ganarla de una sola manera: convenciéndonos de que le concedamos la victoria.
El Islam no es el enemigo, el mismo día en que las bombas estallaban en Londres, el embajador egipcio en Irak era ejecutado por miembros de Al Qaeda. Entre el atentado de Nueva York y el de Londres no sólo ha habido el de Madrid: también los de Karachi (14 muertos), Yerba (21 muertos), Bali (202 muertos), Kandahar (16 muertos), Casablanca (45 muertos) y los de Estambul (50 muertos). Y Ryad, y Mombasa, e Islamabad…Muchos de los muertos en todos estos atentados tan musulmanes como el que más.
El objetivo del enemigo es el viejo ideal salafista de unificar al mundo musulmán bajo un gran califato regido por la sharia o ley islámica, y para lograrlo deben luchar contra los apóstatas: los gobiernos de países mayoritariamente musulmanes que no se rigen estrictamente por el Corán.
Los salafistas, de salaf o generaciones previas, buscan establecer un gobierno regido por las enseñanzas de Mahoma y los líderes de las tres primeras generaciones de musulmanes, que según la tradición son el ejemplo a seguir. Las generaciones pías, como son llamadas, fueron identificada por Mahoma: “la mejor gente es mi generación, después aquellos que les sigan, y después aquellos que vengan después de ellos”.
Para lograr esto, el terrorismo salafista necesita fanatizar amplios contingentes de población que le sirvan de carne de cañón, utizando el resentimiento hacia un occidente cristiano y rico, contra el que pretende erigirse en vengador. También necesita evitar, por todos los medios, que arraiguen ideas de democracia, igualdad y libertad individual en la población musulmana. “No hicimos la revolución para tener una democracia”, ha dicho el integrista presidente de Irán.
Demasiadas veces, occidente le ha abonado el terreno al fanatismo salafista, cuando lo que debería haber hecho es salarle los campos, apoyando tiranos y sátrapas en el mundo musulmán como Saddam Hussein o los talibanes de Afganistán, en lugar de movimientos democráticos sólo porque los tiranos parecían más fáciles de manipular. Usar una vara para medir lo que hacen los israelíes y otra diferente para medir lo que hacen los palestinos también le abona el terreno al extremismo musulmán. Lo mismo cuando ignora la miseria en amplias zonas del planeta, alimentando el odio hacia un occidente rico y arrogante a expensas de su pobreza. Así razona el fanatismo salafista para justificarse.
Nuestras democracias no son, ciertamente, muy democráticas, ni muy igualitarias, pero nos permiten soñar con, y luchar por, conseguir mayores niveles de democracia, libertad, igualdad y justicia. Los salafistas buscan erradicar estos ideales, y como no pueden destruirlos por sí mismos, hacen lo que están haciendo: convencernos de que nosotros mismos los destruyamos. Y nosotros los destruimos cada vez que no nos comportamos de acuerdo a ellos.
Para ganar esta guerra debemos aliarnos con las fuerzas progresistas del Islam, ayudarles a llevar la libertad y la democracia a sus comunidades. Pero eso es algo que deben lograr por sí mismos. Ocuparlos militarmente para librarlos de una tiranía e instaurar una democracia títere es un despropósito trágicamente inútil. Jamás en la historia estos valores han llegado clavados en las bayonetas de un ejército extranjero. Para que la libertad y la democracia arraiguen como valores en una sociedad, estos deben ser asumidos como tales por al menos la mayoría de sus miembros. La libertad y la democracia que no se conquistan no duran, porque la gente no asume el compromiso personal con ellas que se experimenta en la lucha por alcanzarlas. Y para que eso suceda, debe permitirse que las sociedades evolucionen sin interferencias. Habrá avances y retrocesos, pero esa es la manera de moverse que tiene la historia.
Para ganar esta guerra necesitamos soluciones contra la pobreza mundial. Donde hay mejores niveles de vida y los ciudadanos sienten que son accionistas del progreso en lugar de títeres a merced de poderes superiores, el fanatismo no arraiga. Pero sobre todo, debemos comprometernos más que nunca con los ideales de democracia, igualdad, libertad y justicia para todos aquí, en occidente. Nosotros no seremos muy democráticos, ni muy igualitarios, ni muy justos, pero soñamos con serlo, y esto nos hace superiores a los fanáticos salafistas. Hay esperanza en el futuro, en el vez de en el pasado. Quien esté dispuesto a sacrificar su libertad para conseguir mayor seguridad no merece conservar ni la una ni la otra, dijo Thomas Jefferson. Cada vez que aceptamos recortes en nuestras libertades a cambio de mayor seguridad frente al terrorismo, le concedemos una victoria a éste.
Declarar una guerra ilegal a Irak, permitir que Israel construyera un muro en Palestina y vejar a los prisioneros de Guantánamo fue una victoria del terrorismo. Iniciar persecuciones arbitrarias porque Nueva York, Madrid o Londres han sufrido terribles atentados también le concede una victoria al terrorismo salafista. No podemos regalarles la victoria de esa manera. No debemos.
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