La última corrida (o cuando el arte es masacre)

Ser antitaurino es algo tan tradicionalmente español como ser amante del toreo; antitaurinos fueron Isabel I de Castilla, Quevedo, Moratín, Larra, Azorín, Pablo Iglesias y muchos otros. Pero de un tiempo acá los amantes de esta peculiar forma de hacer picadillo de res en público vienen identificando antitaurinismo con antiespañolismo: o sea, cosa de afrancesados, ingleses (esos hipócritas que, como todo el mundo sabe, tratan mejor a sus perros que a sus niños), anarquistas, afeminados y separatistas. La polémica ha vuelto a saltar al ruedo (adecuada metáfora) porque, recientemente, el ayuntamiento de Barcelona ha declarado a la ciudad «antitaurina». Y los taurinistas de todo el mundo han puesto el grito en el cielo.

La declaración fue aprobada por la mayoría de los concejales en votación, y tiene un carácter puramente testimonial, porque no es atribución municipal prohibir o permitir las corridas de toros, y de hecho éstas se siguen celebrando en la única plaza aún en activo en la ciudad, ante una cuarentena escasa de fieles y, de vez en cuando, un puñado de turistas ávidos de Typical Spanish, de ésos que lo primero que hacen tras poner pie en la península y emborracharse a modo y a base de sangría, cerveza San Miguel y brandy Soberano, es entrar en una tienda de souvenirs para salir con la olla cubierta por el sombrero mexicano más grande y más charro que hayan encontrado dentro, porque como todo el mundo sabe no hay nada más típicamente español que un sombrero mexicano hecho en Taiwán y comercializado en el boliche de un paquistaní. Mas la declaración del ayuntamiento barcelonés ha hecho sangre, que se ha transmutado en tinta fluyendo en ríos con un monotema: ¿Significará esto el principio del fin para el arte de Cúchares, el primer paso hacia su prohibición definitiva?

Las corridas de toros son legales en México, España, Colombia, Portugal y el estado de Texas (USA), aunque en estos dos últimos lugares sobreviven versiones más light: los portugueses no matan al toro y en Texas, (donde hasta hay toreros anglos y güeros) además, le prenden las banderillas con velcro, por respetar la ley federal contra la crueldad hacia los animales. También se celebraban corridas en el sur de Francia, aunque hoy ya están prohibidas, lo mismo que en el resto de países americanos. Hace tiempo que dormita en el Parlamento Europeo un proyecto de prohibición que la iniciativa barcelonesa podría despertar. Y, por efecto dominó, la prohibición en España podría dar argumentos a los antitaurinos mexicanos y colombianos. En fin, panorama muy negro para los taurinistas.

Uno de sus argumentos de respuesta ha sido, ya queda dicho, que esto es un ataque a la cultura y la tradición hispanas, perpetrado por nacionalistas catalanes antiespañoles; otro, que los toros de lidia no sufren peor suerte que los cerdos, los terneros y las gallinas criados y sacrificados para nuestro engorde. Otro, que a pesar de la carnicería eso es un arte. Vamos por el primer argumento, el del antiespañolismo. Que es, pura y llanamente, una sandez.

Según éste, la declaración de Barcelona no sería otra cosa que una escaramuza más en la antigua rivalidad entre los antiguos reinos de Castilla y de Aragón, reinos desaparecidos y fusionados hace más de 500 años en un nuevo reino que se vino en llamar Hispania, pero en esas seguimos, amigo Sancho. Es cierto que Castilla ejerce un acaparamiento sobre lo español (peor aún que el que ejerce Inglaterra sobre lo británico) que te lo pone muy fácil para no sentirte España si no eres Castilla, pero con los toros no es el caso y en seguida explicaré por qué.

Es verdad que algunos nacionalistas catalanes fundamentan su rechazo al toreo por ser costumbre «española» (léase castellana), importada e impuesta, lo que es otra sandez especular de la anterior, porque el toreo es tan tradicional de Cataluña como del resto de territorios de la Península Ibérica, si no más: la llamada fiesta brava deriva de los espectáculos con animales del circo romano y de los rituales religioso-festivos en honor al tótem del toro comunes a casi todos los países mediterráneos, especialmente los helénicos, y Cataluña es la parte más mediterránea de Iberia, y tanto los romanos como los griegos entraron en Iberia por Levante, por lo que los catalanes son (somos) los más grecolatinos de entre todos los ibéricos. No es de extrañar, pues, que la plaza de toros más antigua (que es cuadrada, por cierto) se encuentre en una localidad catalana, ni que Cataluña cuente con sus propias variantes autóctonas del arte de torturar al astado, los catalanísimos correbous, con frecuencia aún más grotescos y degradantes. El toreo es tan catalán como castellano, vasco, portugués o mexicano, y oponerse a él no es una cuestión de sensibilidades nacionalistas: es una cuestión de sensibilidades a secas.

Volvamos a la profunda españolidad del antitaurinismo: no ha habido movimiento regeneracionista en España (los afrancesados, los krausistas, la generación del 98, el republicanismo liberal de 1914) que no haya planteado la supresión del toreo como paso esencial en la modernización de la sociedad española. Ya la reina Isabel la Católica, que de progresista y modernizadora tenía bien poco, pensó en prohibir el toreo. Lo dice en una carta a su confesor, Fray Hernando de Talavera: «de los toros sentí lo que vos decís, aunque no alcancé tanto; mas luego allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran y no digo prohibirlos porque esto no es para mí a solas». El Papa San Pío V sí que los prohibió, en 1517, mediante la bula Salute Gregis, «por ser espectáculos torpes y cruentos muy contrarios a la caridad cristiana» (luego el Papa Gregorio XIII le corregiría la plana, pero eso es otra historia). En 1917, el Manifiesto Revolucionario del Partido Socialista Obrero Español (el partido que hoy nos gobierna) exigía, entre otras cosas, la prohibición de las corridas de toros y de «todo espectáculo que pudiera embrutecer al pueblo». En su amenísimo libro Antitauromaquia (Ed. Aguilar, Madrid 2001) el escritor Manuel Vicent dice cosas tan jugosas como «si el toreo es cultura, el canibalismo es gastronomía». Que una reina, un Papa, unos socialistas revolucionarios y un escritor bon vivant coincidan en algo ya es coincidir.

Del lado protaurino están, es cierto, gente tan admirable como Orson Welles, Ernest Hemingway, John Huston, Pablo Picasso, Federico García Lorca, Joaquín Sabina, James Dean (dicen que iba a México a ver una corrida de toros, con un poemario de Lorca en la guantera, el día que un accidente de tráfico puso fin a su vida y principio a su leyenda) o Mario Vargas Llosa, autor de un estimable artículo en el diario EL PAÍS del 2 de mayo de 2004, con el mismo título para éste (yo se lo robé, lo reconozco), y al que me referiré más adelante porque ilustra muy bien, y de manera hasta cierto punto bastante sensata, las otras líneas de crítica al antitaurinismo.

De momento quiero fijarme en la cantidad de anglosajones que salen en esta última lista. Y es que el seguimiento de los toros entre los nativos, sobre todo de las jóvenes generaciones, es bastante minoritario, y cada vez va a menos. Si la llamada fiesta brava sobrevive en nuestros días, se debe buena parte a su valor como anzuelo para turistas morbosos seducidos por la leyenda de la España semisalvaje y cruel, la España de los caprichos de Goya, la Santa Inquisición y… las corridas de toros. Turistas que cuando oyen hablar de este país piensan como Churchill: Spain? Blood! Blood!, pero lo mismo vienen a satisfacer sus instintos de voyeuristas sádicos en las ceremonias cruentas de esos dagos embrutecidos, ceremonias que en sus países de origen les están justamente prohibidas precisamente por cruentas. La afición, hoy día, se nutre en buena parte de los cretinos con borrachera de sangría y sombrero mexicano made in Taiwán a los que aludía antes.

Y, ahora sí, vamos a por Vargas Llosa. Se queja don Mario en el artículo antes mencionado de que, si desaparece la fiesta, desaparecerá la raza de los toros de lidia, «sin cuya existencia una muy significativa parte de la obra de García Lorca, Hemingway, Goya y Picasso (entre otros) quedaría bastante empobrecida», lo que es, más o menos, como decir que se debería conservar la explotación infantil para no desvirtuar la obra de Dickens o los campos de exterminio para que la de Primo Levi no pierda sentido.

También apunta que «todo debate sobre este tema está en la obligación, para ser coherente, de desplegarse dentro del contexto más general de si toda violencia ejercida sobre los animales debe ser evitada por inmoral, o si sólo la taurina es condenable y otras, más disimuladas, pero incluso más multitudinarias y feroces deben ser toleradas como mal menor» y alude al trato recibido por vacas, corderos, cerdos, pollos y otros animales destinados al engorde del carnívoro sapiens, a los que se condena a vivir hacinados y agobiados en estrechos cubículos, transportados a los mataderos en furgones que recuerdan demasiado los trenes de Auschtwitz. (la comparación no quiere ser irrespetuosa ni es nueva. Como el mismo Vargas Llosa apunta, ya la había hecho J.M. Coetzee) y matados a toda prisa y sin preocuparse mucho de si el animal sufre o no durante el trance.

Y ahí sí que tiene usted más razón que un santo, Don Mario. Aunque su destino sean las morcillas o la pepitoria, un cerdo o una gallina merecen una vida digna y una muerte tranquila, o a una vida tranquila y una muerte digna, que tanto monta. El derecho de los animales a no ser maltratados no se detiene ni se debe detener en los toros de lidia, y las condiciones de la mayoría de nuestras granjas y mataderos es vergonzosa por decir poco. De hecho en algunos países ya se están tomando algunas iniciativas legislativas en ese sentido y, en mi opinión, más se deberían tomar. Pero, dicho esto, me parece un poco demagógico poner en el mismo nivel el sacrificio de animales para satisfacer una necesidad básica como es la alimentación y su sacrificio para satisfacer las ganas de espectáculo de algunos. No es lo mismo matar por alimentarse que hacerlo por el simple gusto de matar. Ni muchísimo menos. Y en eso los tigres y los coyotes se muestran mucho más sensatos que nosotros.

Por mucho arte le quieran ver, el toreo es ni más ni menos que el espectáculo de la muerte por tortura. El martirio del toro empieza 24 horas antes de entrar en la arena: es el tiempo que ha pasado encerrado a oscuras para que al soltarlo, la luz le deslumbre y los gritos de los espectadores le aterren, provocando que trate de huir saltando las barreras, para que de imagen de fiereza y bravura. Previamente se le han recortado los cuernos para sensibilizarle las puntas, y para que llegue adecuadamente débil al ruedo le colgaron sacos de arena al cuello durante horas, le golpearon en los testículos y en los riñones y le suministraron sulfatos en el agua para provocarle diarrea. También se le suele untar grasa en los ojos para dificultar su visión, y una pasta urticante en las pezuñas para que no pueda quedarse quieto, para que dé imagen de brío y nervio.

Si el torero percibe que el toro embiste con mucha energía, ordena al picador que le clave la pica para debilitarlo desangrándolo, y de paso destrozando los músculos trapecio, romboideo, espinoso, semiespinoso, los serratos y los transversos de cuello. Esta carnicería suele ser por cierto muy del agrado del público, que llega a pedirla aunque el toro sea manso. Y si el toro destripa al caballo el placer estético del público puede llegar al orgasmo.

Las banderillas aseguran que la hemorragia siga; se intenta colocarlas en la herida producida por la pica. El arpón de que van dotadas se mueve dentro de la herida con cada movimiento del toro. El peso de las banderillas tiene precisamente esa función. Las llamadas «de castigo» tienen un arpón de 8 cms., y se usan cuando el toro ha logrado evadir la lanza del picador. Las banderillas prolongan y profundizan el desgarro de las heridas. Cuando el dolor y la pérdida de sangre impiden al toro levantar la cabeza de manera normal es cuando el torero, tan valiente él, se acerca para ejecutar su «arte».

Y llegamos a la suerte de matar, cuando el diestro atraviesa la testuz del toro con una espada de 80 cms. que, según el lugar por donde entre, puede destrozarle el hígado, los pulmones o la pleura, o seccionar una arteria importante, en cuyo caso el toro experimentará grandes vómitos de sangre. Si el animal es afortunado morirá entonces, por trauma masivo o ahogado en su propia sangre. Pero con frecuencia aún le quedan fuerzas para intentar huir de tanto acoso por la puerta por donde le hicieron entrar. Entonces lo apuñalan en la nuca con el descabello, un puñal de 10 cms. de cuchilla, con la que se intenta seccionar su médula espinal entre las vértebras Atlas y Axis. Así, si el toro no muere (es un animal de gran fortaleza física) cuando menos queda paralizado de cuello para abajo, sin siquiera poder mover los músculos respiratorios, por lo que asfixiará poco a poco, aunque, como de cuello para arriba sigue consciente, aún experimentará el horror de sentirse arrastrado fuera del ruedo.

Previamente, el toro de lidia ha llevado una plácida existencia en fincas al aire libre con mucho espacio para retozar, buena comida, libertad (o una ilusión de libertad), vacas complacientes y un trato exquisito dispensado por sus cuidadores. Es evidente que este sistema de cría de ganado desaparecería si desapareciera el toreo. Vargas Llosa dice que se atreve a suponer «que si les dejaran la elección entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que (…) elegirían ser lo que son ahora en vez de no ser nada». Y podría ser verdad, Don Mario, quizá si se les diese a elegir entre llevar una vida de ensueño a cambio de un cuarto de hora de agonía y muerte o no nacer, o ser una triste res de engorde en una granja-factoría, algunos toros elegirían lo primero. O quizá no. Pero este argumento carece totalmente de valor, porque al toro no tiene posibilidad de elegir. El día que un morlaco levante la testuz y diga en voz alta «yo elijo esta suerte; vivir como un príncipe a cambio del castigo final», ese día me callaré, por respeto al toro. Pero no me parece que esto vaya a ocurrir en un futuro próximo o lejano.

Quedan los argumentos del arte y la tradición. A mí personalmente la violencia sólo me parece artística cuando la describe Hemingway o la filma Peckinpah. Considero las tauromaquias de Picasso como de lo más flojo de su obra. En las de Goya intuyo lo que siempre se intuye en sus obras más crudas: una toma de postura en favor del sufriente, en este caso el toro. Y en fin, el ballet del torero con el capote tendrá cierto valor estético, pero todo mi sentido artístico se esfuma en cuanto veo que la sangre es de verdad. No estoy dispuesto, y nadie debería estarlo, a permitir el sufrimiento físico y psicológico de una criatura para satisfacer el sentido estético de nadie. Además, si de puro sentido estético se tratara, con los toros con velcro de los texanos bastaría y sobraría.

Por lo que se refiere a la tradición, también formaban parte de ella el garrote vil, la quema de herejes en la plaza pública, las peleas de perros, la ofrenda de corazones latentes a Quetzalcoatl y tirar la cabra desde el campanario, tradiciones que hoy día han sido felizmente relegadas a las páginas de la historia, la antropología y la literatura, que es donde deben estar. Como debería estarlo ese espectáculo degradante. Porque hemos evolucionado, y ya no somos dagos embrutecidos sino herederos de una tradición cultural sofisticada con siglos de evolución a sus espaldas. Barcelona, con su simbólica declaración de antitaurinismo, no le está plantando cara a la cultura española: le está enseñando el camino de la evolución. A España y a los países de la América Hispana donde esta supervivencia de la crueldad de otros tiempos aún se practica.


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