La pluma

Cuando era un niño, me llenaba de curiosidad la señora del bolso que a veces visitaba la casa de mi abuelo en El Paso. Súbitamente la puerta de la casa se cerraba con un golpe, y entonces ella aparecía, jadeando. Su pelo era blanco y desaliñado, su cara llena de arrugas y embadurnada con demasiado maquillaje. ¡»Buenas!» cacareaba inmediatamente. En ese entonces yo creía que ella era una amiga de la familia o quizá una vieja vecina. No se parecía ni actuaba como ninguno de mis otros parientes chicanos.

Ella incluso no hablaba español. Era ruidosa y ordinaria y ponía incómodo a todo el mundo. Mientras mi abuelo se ocultaba detrás de su periódico, mi mamá trataba de ser cortés: «Oh, hola, Anita».

Años más tarde descubrí que Anita era realmente mi tía segunda. Aunque Anita ya había muerto hacía mucho, esta noticia me sorprendió sobremanera. Nuestro inmenso clan nunca conoció de diferencias entre primos o primos segundos o de relaciones por matrimonio. Por generaciones, la familia había sido todo para nosotros. Entonces ¿Por qué todos habían actuado tan raro con Anita?

El año pasado, cuando mi familia se reunió en Navidad, comencé a preguntar por Anita. Comencé con mi madre.

«¿Mamá, cómo era Anita?»

«Realmente no le conocía».

«Pero ¿Ella no creció con ustedes?»

«Sí…»

«¿Entonces cuéntame de ella?»

«No recuerdo».

Mi tía Lola fue un poco más abierta. Se sentó en el sofá de la sala y viajó al pasado sin mucho esfuerzo.

«Oh, Anita era tan hermosa. Ella era como una estrella, con montones de novios. Siempre estaba a la ultima moda —vestidos de crepe chino, medias de seda. Siempre nos daba regalos extravagantes. Una vez me trajo un juego de abrigo y guantes de cuero azul». Lola se detuvo brevemente para el énfasis. «Y esto durante la Gran Depresión, cuando la gente no tenía ni dinero para los artículos básicos, ni que decir de lujos».

Lola recordó a Anita como una mujer joven y sensual, con el pelo liso, ojos que destellaban y tez de porcelana.

«¿Eras cercana a Anita?»

«Bueno, no realmente. Ella vivía lejos, tú sabes, en el mundo de los blancos, no el barrio. En ese entonces, la gente del El Paso estaba segregada; nunca salíamos de nuestro lado de la ciudad. Veíamos a Anita solamente cuando ella deseaba vernos. Ella venía rápido como si fuera de la realeza, y así mismo se iba».

Las memorias de Lola, aunque cautivantes, me daban la impresión que pintaban un cuadro incompleto de Anita. Todavía no respondían el porqué Anita había guardado su distancia.

Cuando le dije el nombre de Anita a mi tía Emma, su cara se eclipsó. «Yo te diré la verdad», vomitó de repente «Anita era una pluma».

«¿Qué es eso?» pregunté.

«Es un viejo término del argot, que por supuesto tú no sabes. El significado es bien literal, significa algo o alguien, flotando alrededor y que cualquier persona puede agarrar… «

«No entiendo, ¿Qué quieres decir?»

«¿Tengo que explicártelo? ¡Anita era una prostituta! Pensaba que era mejor que todos nosotros porque parecía una gringa. Deshonró a toda la familia. No le gustaba ser mejicana y mira lo que sucedió. Lo tenía bien merecido».

Emma se dio la vuelta y corrió fuera del cuarto.

No sabía a quién o qué creer. Para el momento en que conocí a Anita, ella era una vieja que usaba batolas de casa y llevaba un monedero negro enorme lleno de papel toilet. Vivía en un cuarto en alguna parte en el centro de la ciudad. Una vez incurrí en el error de traer a colación este asunto una tarde mientras cenábamos en la casa del abuelo. Anita utilizaba un espejo y la luz que entraba a través de las ventanas para sacarse pelos grises de donde se suponía no debían crecer.

«¿Anita, dónde vives?» le pregunté.

Mi madre, que planchaba en las cercanías, intervino rápidamente.

«Mijo, ve a buscar el correo. ¡Ya!» Por el tono de su voz supe que la conversación se había terminado. Fui a traer el correo del porche mientras que Anita continuaba con su desplume. Mi mamá después me dijo que Anita era bastante reservada sobre su dirección exacta.

«¿Por qué?»

«Um… ella no vive con… uh, ninguna familia. Le da pena. Así que no lo menciones más».

A veces mi abuelo me llevaba de paseo en su pickup y veíamos a Anita sentada en el banco de una plaza, rodeada de bolsas de supermercado a punto de estallar. Cuando la saludaba, bajaba la cabeza y se veía los brazos. Fingía no vernos. Nunca saludaba de vuelta.

Cuando Anita caía por la casa de abuelo, continuaba con su tradición de traer regalos, sólo que ahora eran presentes que nadie quería —como cerezas cubiertas de chocolate de Newberry o calcetines baratos de Woolworth. A diferencia de todos los demás parientes que venían, Anita nunca era saludada con besitos. Olía como a talco amargo y los niños nos echábamos para atrás cuando ella se acercaba para abrazarnos. Todo sobre ella parecía tan inadecuado, desde su acento de vaquera hasta su hábito de usar camisones de noche durante el día. Sus intentos de conversación me apenaban.

«¿Cuál es tu calle preferida?» Nos preguntaba.

Todos mirábamos al piso sin contestar.

Nadie me dijo nada cuando Anita murió a finales de los años 70. Para entonces la mayoría de mis parientes se habían mudado de El Paso y habían perdido contacto con ella. Solamente mi tía Pichona atendió al entierro, el cual ella recordó con un estremecimiento.

«El servicio duró 20 minutos», me dijo Pichona. «Habíamos tres personas. Llevé un ramo de $5 y eran las únicas flores en el ataúd». Pichona no sabía qué había sucedido con las pertenencias de Anita. «No pienso que tenía mucho… Me imagino que todo lo habrán echado a la basura».

Mientras crecía, pensaba que Anita era extraña y que estaba un poco loca. Ahora, la historia de su vida me intriga. Deseaba saber más sobre ella. Busqué en docenas de álbumes de fotos sin encontrar una sola de ella. Su vida había atravesado cuatro generaciones de mi familia pero en ningún punto parecía conectarse con alguno de nosotros. Ella era mi pariente fantasma, que vivió y murió apenas dejando rastro. Su única herencia era las preguntas que tenía sobre ella.

Recientemente, ante mi insistencia, mi madre asintió recordarla mientras hablábamos por teléfono.

«Cuando era adolescente no podía esperar a que se alejara de mí. Ahora me siento mal por eso, porque ella siempre fue buena conmigo. Anita me llevaba al circo, a las películas. Su cine favorito era el teatro de Crawford porque daban dos películas por el precio de una».

«¿Es verdad lo de su pasado?»

«Bueno, en la universidad había oído rumores sobre Anita. El Paso era como un pueblo pequeño —todos sabían todo sobre todos y los rumores se regaban rápidamente. Pero nadie sabía que éramos familia de Anita. Ella se iba de la casa siempre que venía gente de visita. Recogía su abrigo, su monedero y salía disparada por la puerta trasera».

«¿Querías a Anita?»

Mi madre suspiró. ¿»Honestamente? Nunca fuimos tan cercanas como para que me importara. Pero ¿sabes que es gracioso? Por un buen tiempo Anita mantuvo su distancia, por lo que todos pensamos que ella nos miraba con desprecio. Ahora creo que quizás ella intentaba protegernos. Quizá ella no deseaba avergonzarnos con su reputación».

No dije nada, así que mi madre siguió. «Te diré que, si quieres descubrir detalles de la vida de Anita, revisa los censos de los años 30s y 40s. Quizás los encuentres en el City Hall. Entonces el censo registraba las profesiones de la gente, la educación, con quién vivían, toda clase de cosas».

Tomé el consejo de mi mamá. La última vez que estuve en El Paso, llené una petición de búsqueda en la biblioteca pública de la ciudad. Tenía la esperanza de encontrar alguna información sobre la vida de mi tía segunda. Dos semanas más tarde recibí la respuesta por correo. En la carta el nombre de Anita estaba mal deletreado y un sello oficial leía «PERSONA DESCONOCIDA».

Raúl Reyes es un escritor estadounidense cuyo trabajo ha aparecido en varios periódicos de México y los Estados Unidos incluyendo The New York Press donde este artículo fue publicado originalmente.


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