«…y no deje de disfrutar de la playa de París!» —decía el afiche en uno de los muros del Metro, seguido de una foto que explicaba lo que los europeos entienden por playa: un gran toldo en primer plano, seguido de un arenero espantoso y luego un mar tan colorado que parece azul de metileno. Sin embargo, algunos días después acepté la invitación de unos amigos venezolanos a hacer un picnic en «la playa», decidido de una vez por todas a conocer la cuestión, ya que en mi cabeza una playa en el medio de París, al lado de la iglesia de Notre Dame, es más o menos lo mismo que poner una pista de patinaje sobre hielo en la fuente de la Plaza Venezuela.
Así que ahí llegamos, al lugar donde la alcaldía de París, al no saber qué diablos hacer con el dinero, había decidido convertir el borde del Sena en un pantanal horrible, todo por la bicoca de 2 millones de Euros. Me explico: el boulevardcito que bordea el Sena, específicamente el tramo desde el museo del Louvre hasta la Bastilla, había sido víctima de una transformación espantosa. Cada dos metros se habían importado unas palmeras raquíticas de dos metros de alto, convenientemente enterradas en unos materos blancos rectangulares ya que el boulevard es de cemento. Por otro lado, en la acera donde normalmente existe un caminito de grama para que la gente se siente y lea o haga sebo según el caso, se habían vertido unas cuantas toneladas de arena de quién sabe dónde para dar ambiente de playa a la cuestión. Recuerdo haber visto en televisión una exégesis complicadísima sobre cómo habían traído la supuesta «arena»: ésta fue seleccionada siguiendo «rigurosos métodos de control» (imagen en la pantalla de la televisión de un científico franchute examinando los granos de arena con lupa) para garantizar la calidad más elevada del producto, el cual fue importado de África en unos inmensos containers. La explicación continuaba afirmando que se había «estimulado la economía francesa», creando empleos para la gente que trabajó en el proyecto, recibiendo semerendos contratos de tres meses remunerados al salario mínimo para esparcir el arenal encima de la grama y regar una que otra palmera.
Supongo que fue en ese momento cuando sentí otra de mis tantas traiciones publicitarias. Saben a qué me refiero, esa situación cuando ves la cuña en televisión y te vas emocionado al comprar el producto sólo para constatar resignadamente, «me jodieron otra vez». Si usted fue de aquellos que se comió completo el cuento de los Ladas y demás carros rusos «infalibles» a final de los ochenta, sabrá seguramente de lo que estoy hablando, y recordará el momento Kodak «me jodieron» cuando terminó rematando el pote con ruedas en una chivera. Pero no olvidemos que la «Matruska» era cuatro por cuatro. Tremendo embarque, y no sé por qué me vino eso a la cabeza ahora, entre la pasta de arena ésa, los toldos multicolores con el cartelito «Alcaldía de París» y más allá un kiosco dedicado a mezclar música tecno.
Pero, ¿qué podíamos hacer? Ante un escenario tan patético no nos quedó otra que instalarnos, a ver si la cosa iba mejor. Luego nos dimos cuenta de cómo era la movida: sobre el boulevard estaban los amantes de South Beach, francesitos y francesitas patinando con lentes oscuros y walkman, generalmente en bikini o sin franela según el caso, agarrando un bronceado mediocre con el sol gris y encapotado de Francia, de esos bronceados amarillos que te dan aires de enfermo de difteria o algo por el estilo. En la «arena», mezcla de aserrín con piedritas, estaban las familias y los franceses que venían de trabajar, enfluxados y tal, chupando vino. Bañarse, ni hablar: enfrente lo que había era el Sena, riachuelo turbio e infecto.
Así que allí nos instalamos, en la proto-playa, con una de esas sensaciones de despiértenme-algo-está-mal, ya que no sólo teníamos que calarnos el espectáculo ese, sino que nuestra comida no se componía de ron y tostitos como es habitual, sino de vino, queso y pollo, todo un exabrupto para un playero venezolano. Yo estaba confiado de que seguro llegamos en mal momento, que en cualquier instante el DJ reaccionaría y metería el set de tecno-cumbia o merengue ripiao en el peor de los casos, y que ya iba a aparecer la gente con sus ollas de sancocho y el empanadero y todo… pero nada de eso pasó. Más bien tuvimos que soportar las quejas de una vieja francesa un poco más allá quien empezó a reprender al hijo de los panas venezolanos, preguntándole que por qué diablos jugaba con la arena, que iba a «ensuciar» todo, que no estaba bien. Francamente, esto fue un poco el colmo dado el panorama de las cosas y decidimos partir, no sin antes disculparnos con la señora y explicarle que éramos colombianos, ya que uno puede pasar raya, pero desprestigiar al país no.
¿Y Marsella?
Vista la situación y echados de la playa por ordinarios, decidimos irnos a una verdadera playa en Marsella, la segunda ciudad más importante de Francia. Ahora sí estábamos resueltos: nada de arena falsa ni toldo de colores ni viejas quejándose de todo. Esto era verdadera playa, pura y dura, y estábamos preparados para el reto: toalla, short y protector solar. Y fuimos. Y bueno. ¿Qué puedo decir? En todo caso, la «experiencia» vivida en Marsella fue una catástrofe. No creo que podría contarla sin morir de pena. Cuando intento hacer lo que los psicólogos conocen como «asociación libre», ese juego donde te dicen una palabra y tú dices lo primero que te viene a la mente, bueno, cuando me dicen «la playa en Marsella» mi trauma es tan grande que llueven imágenes en mi cabeza: Cantinflas bailando vals, Margaret Tatcher anunciando que va a invadir las Malvinas, Sid Barret pasado de LSD mordiendo al público en un concierto de Floyd. No sé cuántas pesadillas más. Prefiero entonces, para que ustedes no pasen por las mismas, darles unos recomendaciones Marsellesas:
Si alguna vez van a Marsella, tengan en cuenta varias cosas. Primero, si van como yo, con unos shorts-bermuda amarillo o naranja, creyendo que van a ser la revelación de la playa, están pelando. Aquí eso no está a la moda; lo que manda son las tanguitas asoma-pelo à la Schwarzeneeger. Es más, les comento que yo era de los que pensaba que uno en la playa no se puede aburrir. Bueno, cuando vas a Marsella y te encuentras sentado en arena de piedrita, con un mar enfrente a más o menos 10 grados y nadie poniendo música sino todo lo contrario, la gente susurra para no «hacer ruido» (¿?), tus impresiones cambian. Es una especie de playa Zen: todos los franchutes sentados en flor de loto viendo el horizonte, no se escucha ni un estornudo… Hasta que llegan los venezolanos, gritando, «¡na’guará de fastidio! ¡Pásame el roncito allí! ¿Qué? ¿No hay hielo?», ahí es cuando los franceses se voltean para ver a un tipo en bermudas rojas, por debajo de la rodilla, preguntando dónde diablos es que venden cerveza, o hielo, o algo de comer. Horrible realidad: no se puede beber, no venden hielo y lo único que se toma es café. Bueno, puedes comer crêpes, eso sí. Fue un choque cultural, digamos, aparte de que la playa es «topless»; ajá, pero no se crean, «topless» no significa que va a estar la Miss Francia en pleno bronceo toráxico, sino que van todas las señoras mayores, solteronas ellas, a hacer un concurso de arrugas… guácala. Perdimos los pasapalos, ya que se nos cortó el apetito.
Digamos entonces, que si de playas se trata, dos millones de Euros o todos los kilómetros de Costa Azul no sustituirán nunca lo que es «estar» en una playa venezolana. Y eso es algo que no se puede menospreciar.
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