La gran ilusión

El pasado mes de diciembre fui al aeropuerto Kennedy para recibir a mis padres que venían a pasar la navidad conmigo. Pude haberles dicho que tomaran un taxi, pero por primera vez desde que vivo en Nueva York, quería ir al aeropuerto. En los últimos cinco años, por pura casualidad, siempre había viajado desde La Guardia o Newark y no había tenido la oportunidad de ver el famoso Air Train que tanta bulla había causado antes y durante su construcción.

En esencia, un proyecto bonito y necesario, el Air Train estaba supuesto a convertirse en la mejor opción para ir o venir del Kennedy. Para los que no viven en Nueva York, y parafraseando a nuestro editor, este aeropuerto queda en «la hueva de Judas». Es decir, bien lejos, y aunque opciones nunca faltaron, ir siempre era un dolor de cabeza. Hasta hace unos años, cuando iba a buscar a alguien al aeropuerto, tomaba el tren A y una vez allí, tomaba el autobús que recorría los diferentes terminales hasta llegar al que me interesaba. Y de regreso lo mismo.

El proceso era cansón, pero imbatible cuando comparabas los $3 que costaba contra los $40 más propina de un taxi. Un argumento contundente a favor de sacrificarse.

Esto fue así por años, para todos, hasta que algún genio dijo basta, y propuso la construcción del Air Train, que en fotos era algo así como el tren de entrada a Epcot Center, pero de verdad. Una especie de toque de modernidad en la congestionada arquitectura neo griega neoyorquina. Ver a Giuliani hablar de él en los periódicos era algo así como ver a Kennedy prometiendo llegar a la luna.

Como buen latinoamericano, nunca comprendí a los críticos del Air Train. Por allá abajo cualquier propuesta de construir algo siempre es bienvenida, así sea una cárcel, imagínense algo llamado Air Train. Por lo que la desilusión me golpeó más duro de lo que merecía. O quizás no.

Resulta que la ruta del Air Train, es la misma que la del autobús, pero en vez de costar un viaje de metro cuesta $10. Más el subway, que todavía hay que tomarlo hasta la misma estación de antes. Antes de viajar al aeropuerto una de mis ilusiones era montar a los viejos en el tren y verlos emocionarse ante tal maravilla tecnológica, que muy seguramente irían a contar a cuanto vecino cometiera el error de visitarlos a su regreso.

Pero al precio del Air Train y el metro, para tres personas, los taxistas, por primera vez en sus vidas lucieron como seres caritativos dignos de un beso, por lo que mis padres tuvieron que conformarse con contar su viaje de ida y vuelta a Nueva York en taxi. Todo un desperdicio de sistema. Gracias por nada, Rudy.

Pero Nueva York tenía mucho más que ver que un Air Train, y gracias a esto mis padres no tardaron mucho en olvidar que tal cosa existía. Yo no los había visto en cinco años y por alguna razón me pareció que habían envejecido más en estos que en los últimos veinte. Eran las mismas personas, pero caminaban más lento y les tomaba más tiempo agarrar mínimo. Las canas multiplicadas como conejos.

Por lo que me tomé mi tiempo en explicarles como moverse en la ciudad con dos simples reglas. 1) No confíen en nadie y 2) Sólo crucen la calle si es completamente necesario.

En el segundo punto me extendí explicando que a pesar que el taxista que nos había traído nos trató muy bien, TODOS los taxistas de Nueva York eran seres infernales para quienes los peatones eran simples blancos. Mis padres me veían como si acabara de confesarles que estaba casado con una marmota, con toda razón.

«Los taxistas», les dije, «y todos los otros choferes si vamos al caso, no sienten ningún respeto por la vida humana en Nueva York. «Son como los políticos, pero peores». Más o menos en este punto me di cuenta de mi preocupación absurda y me limité a pedirles que antes de cruzar la calle vieran a los lado un millón de veces y si la luz se tardaba en cambiar, apretaran el botoncito que había en las esquinas para cambiarla. «¡Cómo en las películas!» Me dijo mamá emocionada. «Sí, como en las películas». Yo nunca había tocado el bendito botoncito, pero suponía que les sería útil a ellos siendo mayores. «Aquí sí vale la pena pagar impuestos, en casa no hay nada de eso» afirmó mi papá antes de comenzar un discurso acerca de las grandes bondades de este país y antes de que terminara le propuse seguir la conversación cenando en algún restaurante del West Side, a donde podíamos caminar atravesando el Lincoln Center, empezando el tour de la ciudad de forma casi inmediata.

Subimos por Broadway y un par de cuadras más tarde, nos encontramos con una luz roja. Mi mamá se nos adelantó y apretó el botoncito para poder cruzar la calle. «Estos sí son Servicios Públicos», exclamó mi papá al ver la luz cambiar casi inmediatamente. «Sí sí» le respondí.

Una semana más tarde, mi mamá se me acercó mientras leía en la cocina. «Oscar,» me dijo «¿Sabes qué?» «¿Qué mamá?» le pregunté. «Creo que esos aparatos en las esquinas no sirven de nada.» «¿De verdad?» Pregunté. «Por qué dices eso?» Alguien se lo había dicho, y para comprobarlo había cronometrado cuánto tardaban en cambiar los semáforos apretando el botón y cuánto sin apretarlo. Haciendo uso del tiempo de sobra del que suelen gozar los turistas, había concluido que el tiempo siempre era el mismo.

«Y lo hicimos en varios, hasta en los nuevos».

Ese día, buscando en Internet no tardé cinco minutos en comprobar el experimento familiar. Los botones no funcionan desde los 70″s cuando las computadoras hicieron obsoletos sus sistemas eléctricos y mecánicos. La forma en que trabajaban era que los carros siempre tenían luz verde a menos que alguien los apretara o sensores sintieran carros cruzando desde ambas direcciones en las intersecciones. El gobierno nunca se molestó en informarlo al público, y mucho menos en retirarlos y actualmente apenas funcionan como placebo en una ciudad que realmente necesita de ellos. A pesar de esto, algunos nuevos han sido instalados. En la esquina de la 59 y Lex hay uno que hasta habla, pero que igual no sirve de nada, el tráfico de la ciudad eliminando la función que tenían en el pasado. Cuando mis padres se marcharon vieron el Air Train desde el taxi. «Debe ser más bonito viajar en él que en carro» afirmó mi papá. Y tenía razón, pero como todos los adornos, su existencia era injustificada, especialmente si todos pagamos por él.


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