Como toda mujercita que se precie de serlo, yo me cuaimatizo, necesito mis piropos en la calle y no soporto ni ver a una cucaracha. Y aunque Bayer diga lo contrario, la histeria por los «bichos» es totalmente es aprendida. Yo ya estaba encaminada a ser una mujer sobresaliente, como esas abuelas gallegas que las matan con la mano, pero un pequeño desliz conductista de mi padre, acabó con cualquier esperanza de ser una mujer evolucionada.
Teníamos 3 meses que no íbamos a nuestra casa de Chuspa y por supuesto, estaba sucia y llena de todos esos insectos que me encantaban: mariposas tornasol, caballitos del diablo de todos los colores y los siempre a la mode escarabajos verdes.
La atención del viaje la acaparaban dos eventos únicos: la visita de mi prima Virginia y mi cumpleaños número 10 (el paso de la unidad a la decena me hacía sentir orgullosísima). Siempre sentí una gran admiración por mi prima. Tan sólo tres años mayor que yo, -alta, blanca con unos ojos verdes que no podían ser- ella gozaba de una desenvoltura con los adultos totalmente envidiable. Por lo tanto, era mi modelo incuestionable; todo lo que Virginia hacía era estético, correcto e imitable.
Apenas mamá empezó a barrer el polvo y a mover los muebles cubiertos por sábanas, emergió desde el polvo la cucaracha más grande que haya visto en su vida una inocente niña de apartamento en el piso 7. Casi al unísono, salió también el grito de mi prima, quien exhibiendo toda su rutina de pánico -arduamente cultivada-, nos dejó casi igual de paralizados que el ratón de seis patas que caminaba pesada y confiadamente por su oasis de sucio.
Lo siguiente fue casi reflejo. Aun cuando yo no sentía miedo, empecé a gritar y a buscar silla, mesa o espalda para encaramarme. Tanto fue mi alboroto que mi papá, que había ignorado totalmente los alaridos de su sobrina-ahijada, decidió descargar todo el cansancio de las cuatro horas de carretera en su histriónica hija.
Las medidas fueron, como siempre, severas y tajantes; tomó el pote Baygon y roció no menos de la cuarta parte de la lata sobre el dinosaurio marrón, quien luego de unos 5 segundos, pareció sentir cierta molestia y se volteó, en la típica posición de cucaracha pidiendo cacao.
Se me ordenó buscar papel toilet para echar el bóvido agonizante a la basura. Y juro que la muy traidora se estaba haciendo la muerta mejor que el Doberman de mi tía. Fue cosa de voltear y la cucaracha se deslizó cual mapanare bajo la mesa más próxima. Ni hablar de los gritos de mi papá. Ni hablar. Nuevamente jugó a los toros coleados y la dejó cual morrocoy patas arriba, inmovilizada por segundos. Allí fui coaccionada a actuar de una vez por todas y juro por Jesukrishna que sentí como el cachicamo forcejeaba a través de las 16 vueltas de papel higiénico. Finalmente, el pataleo cesó. Laboratorios Bayer había vencido nuevamente.
Luego de comprobar paranoicamente que no tenía signos vitales y cantar la hora del deceso, el animal fue arrojado sin más ceremonias que una piche chiripa de apartamento. Qué poca gloria para tan evolucionado insecto. Pero para mí, la vencedora del miedo -a la cucaracha y a los bigotes electrizados de mi papá-, tampoco hubo mayor premio que un :-póngase las piyamas y a dormir YA.
Qué ironía, bien dice la sabiduría popular que «en casa de herrero, azadón de palo». Mi padre -con toda su fe en la psiquiatría- es de los que está convencido de que los miedos se eliminan enfrentándolos. Si eso es cierto papá, entonces, por qué desde ese día tiemblo cuando veo cualquier mancha marrón en el granito de mi cocina?
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