Si Simón Bolívar no hubiese sido el protagonista de una serie de hechos infortunados, la historia latinoamericana hubiese sido otra. A su nacimiento nadie hubiese imaginado otro destino para el cuarto hijo de los Bolívar, que el perderse en el tiempo tras una vida cómoda y sin preocupaciones. Pero como si el destino le llamara con perseverancia, las correcciones a su camino vinieron una y otra vez. La última de ellas, con la muerte de su esposa apenas meses después del matrimonio.
Pero aparte de su vida personal, ¿Qué condiciones rodeaban al futuro libertador? ¿Cómo vivía? ¿Qué generó su transformación de socialité en general máximo de la guerra de independencia de un continente?
El escritor García Márquez puede haber encontrado respuesta a su fatídico y glorioso destino en el epígrafe su libro El General en su Laberinto. En una carta fechada el 4 de agosto de 1823 Bolívar le escribe a Santander: «Parece que el demonio dirige las cosas de mi vida». Demonio o destino, hasta el simple hecho de haber nacido el año en que lo hizo determinó que fuese quien fue.
Porque más allá de las circunstancias personales, a nivel mundial se venía gestando un movimiento que culminaría en la creación del mundo que conocemos hoy. Y es en la historia de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos donde encontramos los verdaderos orígenes de lo que más tarde pasaría en América Latina.
España, en realidad, tenía más problemas en Europa que en América y para cuando se desencadena el movimiento independentista las colonias españolas habían vivido, si se quiere, en relativa calma.
A pesar de la creencia popular acerca del conquistador español indiferente al Nuevo Mundo, la realidad fue una muy distinta. Aunque en los primeros años de conquista puede asegurarse que fue de esta manera, a partir del siglo diecisiete ya puede verse en América que la explotación de recursos en este lado del atlántico había dejado más que cicatrices en la tierra.
En apenas algo más de un siglo, la descendencia de los primeros conquistadores, había hecho de América un continente. Y para finales del siglo XVIII, ya no era más el territorio virgen que los españoles se habían apropiado. Era un pueblo, una civilización mezcla de las culturas locales y europeas, con una mentalidad común que Bolívar mismo más tarde reconocería como la conciencia americana. Los hombres nacidos de este lado del atlántico no eran jamás llamados españoles. Se les llamaba americanos.
Es difícil imaginar la independencia sin un desprendimiento total del viejo mundo. América no era España ni Inglaterra, y de estos estaban bien seguros los próceres de la independencia y los americanos que los apoyaron. Si los españoles criollos y sus descendientes no hubiesen sentido amor y pertenencia por América, la bandera roja y amarilla aún ondearía en tierras americanas.
Bolívar mismo, en sus diferentes versiones, venezolano, colombiano, peruano o ecuatoriano, es antes que todo, descendiente de vascos.
Pero ¿cómo era esta América de entonces?
Aunque la realeza española de finales del siglo XXVIII, y de hecho toda la nobleza europea, había llegado a un fondo histórico y moralmente no tenían más autoridad que las olas del mar, su estadía en América había construido poco a poco una sociedad que bien que mal, tenía personalidad propia. Lamentablemente su influencia incluía todos los vicios de las cortes europeas: la desidia, la traición, el materialismo y la ignorancia habían infectado las instituciones de la colonia tan profundamente, que prácticamente se diría que sus efectos han continuado hasta nuestros días.
Porque las condiciones políticas y sociales de Latinoamérica, antes y durante las guerras de independencia, aunque completamente distintas a las de hoy en día, en esencia, tal diferencia es menor de lo que creemos.
Por supuesto que éramos diferentes, pero algunos personajes de la historia aparecen tan oportunistas como los políticos sinvergüenzas de hoy en día, mientras la ambición dirigía las vidas de muchos otros que hicieron el tortuoso camino hacia la independencia más difícil de lo que ya era.
Bolívar, al igual que todos sus colegas independistas, fueron víctimas de conspiradores tan efectivos y repelentes como los que existen hoy, y no tenían escrúpulos a la hora de diseminar rumores o buscar evidencias de escándalos con tal de desprestigiar a quien fuera un inconveniente para sus intereses. Intereses, que en primer lugar, nacieron ante la posibilidad de un territorio libre de la poderosa, aunque moribunda, autoridad española.
Los movimientos independentistas eran, por un lado, convenientes. La posibilidad de retener para si el territorio que los independistas querían ver liberado era una aspiración común. Por otro lado, la sola palabra liberación, producía sentimientos encontrados donde quiera que panfletos en pro de la independencia eran pegados en las paredes.
Además, a pesar de todos los problemas que la colonia traía consigo, como dijimos antes, América vivía relativamente en paz.
España, no podría nunca describirse en sus colonias americanas como administrativamente ineficiente. De hecho la administración de las colonias estaba bien organizada, formada por un complicado sistema burocrático basado en la división territorial, que desde el otro lado del atlántico era gobernada a través de la figura del Virreinato. Y esto tiene una razón muy sencilla. España vivía de América y su supervivencia dependía de esto.
El virreinato estaba encabezado por el virrey, figura político-administrativa que cumplía las funciones que el Rey no podía por la distancia que lo separaba de la realidad americana. En todos los sentidos, el vice-monarca era a los ojos del rey, su otro yo, y a tal efecto tenía el poder de hacerse sentir como tal. El Virrey era en sentido amplio, el Rey de América, y como tales, al principio eran elegidos de por vida.
EL Virrey era siempre, directa o indirectamente, parte de la familia real y tenía en sus manos la administración, la hacienda el mando militar y civil de los territorios asignados. Eran jefes de justicia y usualmente capitanes generales. Todos los cargos, incluyendo los religiosos, eran su potestad siempre y cuando estuviera en línea con las órdenes que llegaban de Europa.
El Primer Virreinato de América fue de Cristóbal Colón, a través de lo que se conoce como las Capitulaciones de Santa Fe. Selladas el 17 de abril de 1492, poco antes de su primer viaje, Colon recibió de los reyes de España el control total y hereditario de las tierras que descubriera. Como muchas promesas reales, el virreinato colombino no duró mucho, pero a medida que la colonización se extendió por América se hizo necesario echarle mano a la figura, legitimizar su existencia, y a medida que el territorio crecía, dividirlo en varios otros. La aparición de nuevas sedes de gobierno era usualmente causado por el aumento en importancia de un territorio, que en lenguaje real español casi siempre significó la aparición de algún metal precioso o el riesgo de perderlo a manos de sus enemigos europeos.
Dentro de los Virreinatos, varias instituciones se encargaban de la administración pública. Las más importantes de ellas la Gobernación, las Encomiendas y la Audiencia.
A medida que la permanencia en América se extendía, los españoles tuvieron que dividir el nuevo territorio de sus Virreinatos en Gobernaciones, que fueron otorgadas al principio a los conquistadores, a quienes se les permitía beneficiarse de su producción.
Las gobernaciones variaban su carácter dependiendo de las características del territorio. Por ejemplo, en aquellos donde la resistencia de los pobladores indígenas hacía de la unidad un foco de inestabilidad política, el gobernador por lo general tenía el mando de las milicias adscritas a su territorio.
El gobernador era jefe de gobierno y justicia, y tenía la potestad de administrar todo y todos cuanto vivieran en su territorio, incluyendo la asignación de encomiendas, que fue la forma que halló el gobierno de España de controlar, entre otras cosas, a la población indígena.
Temprano en el proceso de conquista, los indígenas americanos fueron considerados por España como súbditos de la corona y hombres libres. Varios acontecimientos produjeron este fenómeno. Por un lado las enfermedades y por el otro su excesivo uso como mano de obra esclava, redujo su población considerablemente. Para el siglo XVII ya habían desaparecido en alrededor de un 80%.
Como súbditos, los indígenas tenían que pagar tributo al Rey. Con el objeto de ejercer control sobre esto, España puso en acción la mezcla de la vieja figura medieval de la encomienda junto a otros sistemas similares autóctonos de América. En el imperio Inca, los pobladores estaban obligados a trabajar en obras de carácter social dirigidas al bien común como las cosechas o la construcción de obras civiles. En Europa, los súbditos podían pagar sus tributos en dinero o servicios a las autoridades. De esta mezcla se estableció la servidumbre de los indios a favor de los encomenderos, donde estos se beneficiaban del trabajo de sus siervos a cambio de protección para ellos. Así los indios eran capaces de pagar su tributo, y el encomendero estaba obligado a protegerlos e instruirles en la religión católica. Esclavitud o servidumbre, el efecto era el mismo, mantener bajo control absoluto a los pobladores del continente.
La pérdida de la mano de obra india fue rápidamente sustituida con la llegada de los esclavos africanos quienes a diferencia de los indios no eran «libres».
Una institución mucho más complicada y poderosa era La Real Audiencia, que era lo que la Corte Suprema de un país es hoy en día. La Audiencia era el más alto tribunal de justicia con jurisdicción civil, criminal y hasta eclesiástica. La idea de la Real Audiencia era mantener a los Gobernadores bajo la tutela legal del rey.
El Virrey presidía las Audiencias aunque no siempre opinaban, bastantes veces fueran iletrados, y servían de consultores jurídicos para todas las instituciones del territorio. La primera Audiencia fue establecida en Santo Domingo en 1511. A partir de 1527 y hasta 1563, se fundaron nuevas Audiencias en México, Panamá, Guatemala, Lima, Guadalajara, Santa Fe, Charcas, Quito y Chile.
Con toda esta expansión en proceso, los primeros virreinatos distribuyeron geográficamente a América en dos. El Virreinato de Nueva España en México, fundado en 1535, y el Virreinato del Perú, establecido casi diez años más tarde en 1543.
El Virreinato más importante estratégica y políticamente fue en principio el del Perú. La explotación de metales preciosos, sobre todo en cerro de Potosí, permitieron que Lima tuviera una amplia influencia en América, pero a medida que las fuentes se agotaron declinó paulatinamente, trayendo como consecuencia que México, al principio débil territorial y económicamente, tomara la cabeza como influencia política. La decadencia del Perú continuó hasta el final del periodo colonial y antes de esto su debilitamiento dio pie a su desmembramiento en otras dos divisiones territoriales: el futuro Virreinato de Nueva Granada, creado en 1717, y el de Río de la Plata, en 1776, año de la declaración de independencia en los Estados Unidos.
El Virreinato de Perú, al que geográficamente le correspondía el norte de Suramérica, no tenía control sobre el Caribe venezolano ni las Guyanas, las cuales estaban efectivamente sin poder virreinal. Aunque al principio de poca importancia debido a su carencia de importantes fuentes de riqueza mineral, la costa caribeña se convirtió en un problema para la corona por ser puerto de entrada a piratas y contrabandistas ingleses. La aparición de este problema vino de la mano con la creciente explotación de oro en la actual Colombia y el consiguiente aumento de la riqueza local. Para controlar mejor la situación, la Corona desprendió del Perú el poder del norte de Suramérica y lo centralizó en Bogota.
Con un caribe más protegido el tráfico con América se mudó al sur. Buenos Aires, que poco a poco se había convertido en un importante puerto comercial con Europa se veía asediado constantemente por los ingleses y los portugueses brasileños. La creación de este virreinato fue necesario para proteger el territorio más extremo del continente. Y además, permitió al reino financiar las explotaciones en Perú, con lo que se producía en Buenos Aires.
El problema de los contrabandistas fue grave para los españoles y en cierta medida contribuyó a perder sus colonias en América. La influencia de tal forma de comercio llevó a las otras potencias europeas a legalizar o al menos hacerse la vista gorda ante su existencia. España a pesar de su fuente inacabable de recursos económicos, sobre todo medido en plata y oro, no desarrolló en manera alguna su industria manufacturera. Muchos de los productos acabados que requería en América y Europa, debían ser importados de sus vecinos, para venderlos más tarde, previos impuestos, a las colonias en América. Los contrabandistas evitaban esta forma de ingreso al vender productos más baratos directamente, sirviendo al mismo tiempo a los agentes de inteligencia franceses e ingleses para difundir las nuevas ideas que se cosechaban en Europa y que culminarían con la revolución francesa.
El debilitamiento que sufrió España en América a finales del siglo XVIII fue producto de estas ideas y la sorpresiva independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Para Europa, España era el enemigo, y su desaparición no podía sino beneficiarlos.
A principios del siglo XIX, muchos de los pobladores de América estaban convencidos de que esto era así, y al arribar el siguiente, el imperio habría desaparecido para siempre.
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