Cuando descubro una errata en un libro, dejo la lectura, pues no sé ya si estoy leyendo la obra de un autor o las inepcias de un editor. Publiqué esta frase hace unos años, cuando andaba en busca del texto absoluto. Absoluto no en un sentido metafísico sino en términos editoriales. Y las ediciones críticas fueron lo más cercano a la idea del libro definitivo, como si el autor fuese un dios cuya palabra es infalible y exacta. Desde esta perspectiva y con referencia a la tradición gnóstica, me parecía que editar un libro con erratas era como falsear la creación, aceptar que nuestro universo fue publicado por un editor inepto.
La edición crítica adquirió, al amparo de mis obsesiones textuales, el prestigio de una Biblia; el soporte de un texto sagrado cuya alteración, así fuera piadosa, podría desencadenar el caos en ese Texto que otros llaman universo.
Uno de los muchos propósitos de la edición crítica consiste en fijar un texto literario, con sus variantes anotadas al margen, para poder realizar interpretaciones fiables. No es lo mismo, por ejemplo, hacer la interpretación de un poema con erratas y saltos de línea, que hacerla a partir de un poema tal y como lo dispuso el autor. En el primer caso se corre el peligro de interpretar las omisiones y equívocos del editor; en el segundo, en cambio, el crítico puede asomarse al universo lírico del poeta. En Para nacer he nacido, Pablo Neruda daba un ejemplo de cómo una simple vocal puede cambiar no sólo el sentido completo del poema sino arrojar una luz equívoca sobre las preferencias sexuales de un poeta, pues no es lo mismo escribir «Yo siento un fuego atroz que me devora» que ver publicado «Yo siento un fuego atrás que me devora».
Hay erratas que propician cierto misterio en un poema, hay incluso las que mejoran el original, pero son casi siempre una plaga que, cuando se advierte en un texto propio, nos orilla a un despeñadero donde perdemos pie y en cuyas afiladas lajas dejamos embarrada la dignidad. Esto nos enfrenta al problema de la falsa obra literaria —que lo es desde el momento en que dicha obra sufre alteraciones o mutilaciones— y de la falsa lectura. Pero el temor de interpretar un poema que es un falso poema —digo poema porque, por más libre que sea y por su misma carga revelatoria e inefable, su estructura debe tener el rigor de un diamante—, no puede entenderse si no consideramos que ese texto es una construcción definitiva. Desde esta óptica, el poema es una suerte de tiro de dados: un golpe de azar que engendra lo absoluto y que, al mismo tiempo, queda abolido por él. Esta referencia a Mallarmé no es gratuita: comprender Un coup de dés plagado de erratas significa entrar en posesión de un falso absoluto. Y esto conduce a extraviar la tradición lírica.
Además de la errata debida a la incuria, está la debida a la ignorancia del corrector. Así, cuando escribí que «el silencio, en un poeta genial, no es una traición de lesa poesía», el corrector enmendó: «el silencio, en un poeta genial, no es una traición de esa poesía». Este es un caso modesto. Pero quizás alguien argumente que Pound fue el editor de The Waste Land y que, en parte por eso, el poema de Eliot logró un sitio central en la poesía del siglo XX. Primero quiero aclarar —incluso contra quien sostiene que Pound no comprendió la versión original de The Waste Land y que la versión editada por él son los tijeretazos de la grandeza que no pudo ver— que Eliot suscribió las observaciones del autor de los Cantos, pues sin duda consideraba superior esa versión, y que, más allá de las enmiendas, él mismo estableció la versión definitiva del poema. Y segundo, no me refiero a ese tipo de editor, un hombre cuya sensibilidad y talento le permiten perfeccionar una obra, sino al que debe publicar un texto con apego a la voluntad de su autor, más allá de que éste acepte correcciones de diversa índole.
Quizá muy pocos editores pueden darse el lujo de editar un libro sin erratas, pero al revisar diversas ediciones críticas (o que pretenden serlo) he experimentado ese malestar que sentimos cuando alguien abusa de nuestra confianza y nos traiciona y nos estafa. Leí hace días la edición de Carlos Blanco Aguinaga de El Llano en llamas, publicada por Cátedra, y descubrí que está plagada de equívocos. Uno confía en que el editor de un texto ha establecido la obra y que ésta puede consultarse como si fuera la Torah: no puede haber una sola errata, de otro modo estaríamos falseando el mensaje y la cifra del universo, nos sería imposible acertar con el Nombre de Dios y, en el caso extremo, nos despeñaríamos en ese caos que otros llaman infierno. Como sugerí más arriba, una edición crítica es el equivalente profano de un texto absoluto. El editor tiene la misión de establecer el texto de manera impecable. A partir de la publicación de un texto definitivo, el crítico confía en que puede realizar exégesis, especular sobre los límites de su interpretación y contextualizarlo en las redes horizónticas de producción escritural. Pero ¿qué sucede cuando el crítico interpreta un texto cuyas erratas lo vuelven ajeno a la voluntad de su autor? Hace una lectura errónea y, por ende, una crítica falsa. Se vuelve entonces un candidato involuntario del ridículo.
De la edición crítica como una estafa
Al revisar las obras de la Colección Archivos de la UNESCO, me he percatado con asombro, con desaliento, con vergüenza ajena, que dichas obras abundan en erratas. Se supone que uno de los propósitos de la Colección Archivos consiste en establecer la obra de un autor a partir del manuscrito, mecanuscrito o de las enmiendas hechas por él en ejemplares publicados. Este objetivo fue planteado debido a que, en muchos casos, las ediciones han sido deficientes. Al establecer la edición crítica de Paradiso de Lezama Lima (Colección Archivos, 3), Cintio Vitier habla de 892 erratas en la edición mexicana (Era, 1968), no obstante que Julio Cortázar y Carlos Monsiváis estuvieron al cuidado de la edición; aunque 489 proceden de la edición cubana (Unión, 1966), que fue tomada como base. Sucedió lo mismo con la poesía póstuma de César Vallejo que, a decir Américo Ferrari en la introducción de Obra poética (Colección Archivos, 4), cuando fue publicada apareció con «abundantes erratas, después reproducidas y aumentadas en sucesivas reimpresiones»; debido a esto, se imponía la necesidad de establecer con fidelidad esa obra poética, desconstruyendo las sucesivas intromisiones de quienes la publicaron a partir de la muerte de Vallejo. Cierto, algunas de las obras de la Colección Archivos no sólo han puesto en circulación algunas obras difíciles de conseguir sino que han propuesto una edición definitiva, limpia de errores de transcripción y acorde, cuando esto ha sido posible, con los originales del autor. Sin embargo, más allá de las buenas intenciones de los editores de Archivos, varias de esas ediciones críticas requieren, a su vez, una edición crítica que muestre cómo hay ediciones críticas que colaboran de manera decisiva en la falsificación de los textos.
Debido a que los países firmantes del acuerdo de la Association Archives de la Littérature Latino-Américaine, des Caraïbes et Africaine du XX Siècle, editaban cada título por su cuenta con los «fotolitos que la Dirección de París le hacía llegar» y que había variantes en las diversas impresiones de una misma obra —hubo una «selección arbitraria de textos», dicen los editores, hecho inadmisible por parte de los firmantes del acuerdo, pues las obras no debían ser alteradas—, decidieron en 1994 centralizar la producción de Archivos para asegurar «la homogeneidad y la simultaneidad de la publicación». Sin embargo, dicha decisión empeoró algunas de las ediciones del país de origen: la edición mexicana de Toda la obra de Rulfo, por ejemplo, tiene mucho menos erratas que la segunda edición, impresa en España. Si la producción centralizada de Archivos logró reducir costos y evitó publicar variantes de una misma edición crítica, trajo consigo una deficiente corrección editorial. La Obra completa de Severo Sarduy (Colección Archivos, 40), quizá una de las mejores en cuanto a la integración de estudios, tiene también muchas erratas, incluso en los títulos. Y ha habido casos en que la estructura de cada obra, diseñada ex profeso para Archivos, no ha sido respetada. Sucedió con Obra poética de Ramón López Velarde (Colección Archivos, 36) donde José Luis Martínez, no obstante su dominio del tema, ha sido como el hombre orquesta de la televisión: productor, director, guionista, actor y televidente (él solo) de su propio programa. Martínez conoce bien el laboratorio escritural de López Velarde y las formas en que fue leída su poesía a lo largo del siglo XX, pero no domina herramientas críticas de precisión como la crítica genética, la crítica textual, la teoría de la recepción, e incluso sus conocimientos sobre poesía llegan a parecer erráticos; minucias éstas que hubieran sido salvadas por enterados de la materia.
El caso más patético es la edición crítica de Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt (Colección Archivos, 44). Mario Goloboff, el coordinador de la edición, escribe que Arlt fue víctima de una de las mayores incomprensiones por parte de los editores, pues con el pretexto de que escribía mal, corrigieron de modo que los textos publicados distaban mucho de los originales. La obra arltiana sufrió, dice Goloboff, «la más perversa, la más artera forma de agresión de que puede ser objeto un escritor: la de la desvirtuación de su mensaje, la de la corrupción de sus textos». Y Ana María Zubieta, quien estableció y anotó ambas novelas, en el proceso de fijación textual quiso «destacar el proceso de corrupción de los textos». Por desgracia, esta edición continúa la política agresora de los anteriores editores de Arlt. En una reseña que hice de este libro (Sábado de Uno Más Uno, julio 14 de 2001), comenté que Zubieta muestra, con el ejemplo, lo que denuncia, pues en lugar de ofrecer una edición impecable, ofrece una muestra de horrores editoriales. Y como señalé más arriba, dije que habría que hacer ahora una edición crítica de esa edición crítica que no sólo intente restituir el texto original, sino que testimonie el continuo proceso de falsificación textual de la obra arltiana, anotando al margen la cantidad de erratas cometidas en la edición coordinada por Goloboff.
Y para volver a Rulfo, diré que no estuvo a salvo de esa plaga. La edición crítica de Toda la obra de Rulfo (Colección Archivos, 14) publicada en México (1992), abunda en erratas menores: comas, acentos, guiones, comillas, paréntesis que no se cierran, letras cambiadas. Los números de página del índice en la parte que corresponde a los cuentos de El Llano en llamas son inexactos. En las cornisas de la liminar dice «José Luis Pacheco» en vez de «José Emilio Pacheco». En el glosario de Pedro Páramo hay una línea de más, extraviada en una acepción a la que no corresponde. En el final de Pedro Páramo, Sergio López Mena —quien estableció y anotó el texto— no consigna la variante del original del Centro Mexicano de Escritores, no obstante que había sido registrada desde 1980 por Juan Manuel Galaviz en «De Los murmullos a Pedro Páramo» (Texto Crítico, núms. 16-17, Jalapa), también mencionada en enero de 1991 por Alejandro Toledo en «Pedro Páramo se llamó originalmente Los desiertos de la tierra» (Proceso, núm. 740, México), variante que en 2001 causó revuelo en los medios, pues se habló de los dos finales de Pedro Páramo. Señalo esta distracción porque López Mena olvidó anotar no sólo esa variante célebre sino otras que sería prolijo enumerar. En la cronología se consigna que Rulfo nació en 1918, cuando Federico Munguía Cárdenas había establecido desde 1987 que había nacido en 1917 (véase Antecedentes y datos biográficos de Juan Rulfo, donde el autor reproduce la copia del acta de nacimiento y la fe de bautismo); además se consigna que murió el 8 y no, como debe ser, el 7 de enero de 1986. En la bibliografía, establecida por Aurora Ocampo, El sonido en Rulfo (UNAM, 1990) de Julio Estrada es atribuido a Eduardo Estrada. En el apartado de la filmografía, la ficha de El imperio de la fortuna está cortada: le faltan seis de los nueve créditos. Y un hecho reprobable: en el último apartado se lee «VIII. Filmografía de Juan Rulfo. Establecida por Sergio López Mena»; sin embargo, cuando pasamos a la página siguiente, vemos una nota a pie de página que afirma que ese inventario se debe a Jorge Ayala Blanco, «quien lo incluyó en El gallo de oro y otros textos para cine«, asimismo añade que procede de la reimpresión de 1990. Y en efecto, si cotejamos el inventario que aparece en El gallo de oro (Ediciones Era, 1980) con «la filmografía establecida por Sergio López Mena», veremos que este último sólo copió la investigación de Ayala Blanco, y con una agravante: no agregó un solo dato y la última ficha, correspondiente a El imperio de la fortuna, está inconclusa. ¿Por qué Claude Fell, el coordinador de esta edición, dejó que se cometiera este robo que desacredita, en cierta medida, el trabajo reunido en torno de Toda la obra? Esta forma de plagio, que consiste en apropiarse una investigación y ponerle un título, es una de las plagas del mundo académico, basta echar una ojeada a las bibliografías sumarias, que son copias literales de otras bibliografías, o a las antologías, que son una redundancia de otras antologías.
Los equívocos de Toda la obra son tan evidentes que José Carlos González Boixo, en una reseña aparecida en la Revista Iberoamericana (núms. 164-165, Pittsburgh), escribió que «no deja de sorprender que en una obra de estas dimensiones no se aprecien las erratas». Observación que Samuel Gordon señala también en su correspondiente reseña aparecida en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (núm. 38, Lima).
En la segunda edición de Toda la obra (Madrid, 1996) hay más de veinte textos añadidos, tanto de Rulfo como de sus críticos y entrevistadores. La «Nota filológica preliminar» de Sergio López Mena es muy diferente de la que apareció en la edición primera. Además se actualizan datos, se añade información a las notas filológicas y a la bibliografía, y se agrega un apartado de entrevistas. Pero las erratas, no obstante que hubo tres personas al cuidado de la edición, se mantienen intactas: los números de página del índice correspondiente a El Llano en llamas continúan siendo incorrectos, José Emilio Pacheco se llama todavía José Luis Pacheco en las cornisas de la liminar, Julio Estrada sigue sin ser el autor de El sonido en Rulfo, la ficha de El imperio de la fortuna continúa inconclusa, y el final de Pedro Páramo continúa sin consignar la variante del Centro Mexicano de Escritores. Podemos decir que de la primera edición a la segunda, lo único idéntico son las erratas. Pero la edición española se enriquece con otras distracciones. Algunos de los textos agregados, tanto de Rulfo como de los críticos, no aparecen consignados en la bibliografía; y en esta misma, la mayoría de las entrevistas con Rulfo no aparecen consignadas en el apartado correspondiente sino que se reparten en los apartados de ensayos de Rulfo y en las referencias; además, el punto 1.3 del índice bibliográfico indica «Ensayos, prosa y prólogos», pero cuando vamos al apartado, dice «Entrevistas y prólogos». En la cronología, se anota que Rulfo nació en Acapulco y no, como debe ser, en Apulco. (Este error es viejo y apareció por vez primera en la edición de El Llano en llamas y Pedro Páramo publicados en forma conjunta por Planeta. Sin embargo, si nos ceñimos a la citada investigación de Munguía Cárdenas, diremos que Rulfo nació en Sayula y no, según diversas fuentes, en San Gabriel ni en Apulco y menos en Acapulco.) Y algo que parecía un ejemplo de eticidad académica pero que es una falsa esperanza: en el índice general aparece la entrada «Filmografía de Juan Rulfo, establecida por Jorge Ayala Blanco. Actualización de datos: Sergio López Mena», pero si vamos al apartado respectivo descubriremos que en esa página se consigna: «VIII. Filmografía de Juan Rulfo. Establecida por Sergio López Mena», la nota a pie de página que ya conocemos se mantiene también idéntica y si revisamos el inventario de Ayala Blanco veremos que la «actualización de datos» de López Mena es una agravante más al plagio, pues esta filmografía es idéntica a la que apareció en la edición de 1992. López Mena sigue siendo un ejemplo de integridad moral, no obstante que en esta segunda edición le tocó la «grata tarea» de agregar textos de Rulfo y de algunos críticos (incluido él mismo).
En la edición de Archivos hallé mínimas erratas en los textos de Rulfo, pues la mayor parte está en el contexto crítico de esa obra; pero la edición de Cátedra de El Llano en llamas, citada párrafos arriba, es casi otro El Llano en llamas debido a la abundancia de erratas que desvirtúan el sentido original. Además de que el trabajo de anotación es muy pobre y a veces inútil para un lector no mexicano, estas erratas inician con el título, pues Llano es el nombre propio de una zona del sur de Jalisco (El Llano Grande) y debe estar con mayúscula inicial; sin embargo en Cátedra aparece en minúsculas. En el cuento que da título al libro, por ejemplo, hallé 17 erratas en una somera lectura, una por página en promedio; un cotejo minucioso revelará sin duda más desatinos editoriales. Para mostrar el proceso de corrupción textual en la edición de la prestigiosa Cátedra, citaré seis de los 17 cuentos. Primero citaré la segunda edición del Fondo de Cultura Económica (FCE), que Carlos Blanco Aguinaga tomó como base, y luego la decimotercera edición de Cátedra. Daré sólo algunos ejemplos, las cursivas son mías.
El cuento «El Llano en llamas». En FCE: «Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto», en Cátedra: «Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulbo«. En FCE: «Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines», en Cátedra: «Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulmes«. En FCE: «el administrador se murió luego luego. Estaba chaparrito y hobachón», en Cátedra: «el administrador se murió luego. Estaba chaparrito y bobachón«. En FCE: «Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y a conocernos en lo oscuro», en Cátedra: «Sentíamos aquellos ojos bien abiertos de él, que no dormían y que estaban acostumbrados a ver de noche y conocemos en lo oscuro». En FCE: «Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito y que nos dejaran estar en paz», en Cátedra: «Hubiéramos ido de buena gana a decirle a alguien que ya no éramos gente de pleito que nos dejaran estar en paz».
El cuento «¡Diles que no me maten!». En FCE: «entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos», en Cátedra: «entonces fue cuando se puso a romper la cerca de arrear la bola de animales flacos». En FCE: «No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él», en Cátedra: «No les veía la cara; sólo veía los bultos que se renegaban o se separaban de él». En FCE: «Se les figurará que te ha comido el coyote», en Cátedra: «Se les augurará que te ha comido el coyote».
El cuento «Luvina». En FCE: «el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar», en Cátedra: «el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espumosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar». (Sólo un mal editor logra algo tan surrealista como que una planta de ramas espumosas haga un ruido de cuchillo sobre una piedra de afilar.) En FCE: «Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento», en Cátedra: «Los mirará pasar como sombras, renegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento».
El cuento «Paso del norte». En FCE: «Sólo las lagartijas buscan la misma covacha hasta cuando mueren», en Cátedra: «Sólo las lagartijas buscan la misina covacha hasta cuando mueren». En FCE: «hijo: en el nidal nuevo, hay que dejar un güevo», en Cátedra: «hijo: en el nidal nuevo, hay que dejar un güeyo«. En FCE: «Si vete [sic], a Ciudá Juárez. Yo te paso [a Estados Unidos] por doscientos pesos», en Cátedra: «Sí vete, a Ciudá Juárez. Yo te paso doscientos pesos». En FCE el traficante propone al personaje que, a cambio de doscientos pesos, lo pasará a Estados Unidos sin la necesidad de un pasaporte. En Cátedra, el traficante da al personaje doscientos pesos para que vaya a Ciudad Juárez.
El cuento «Acuérdate». En FCE: «Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina», en Cátedra: «Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina». En FCE: «Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo», en Cátedra: «Dicen que él misino se amarró la soga en el pescuezo».
El cuento «Anacleto Morones». En FCE: «Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos», en Cátedra: «Te renegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos». En FCE: «Y ni por eso te acomides a hablar bien de él», en Cátedra: «Y si por eso te acomides a hablar bien de él».
Hay erratas (acentos, comas, guiones, comillas) cuyo sentido no es difícil reestablecer, pero hay muchas que no sólo desvirtúan el texto, sino que hacen que el texto se contradiga. El lector desprevenido pensará que Rulfo es un contemporáneo —aún no descubierto— de la estética del absurdo, y que hay palabras tan específicas de su región y de su idiolecto que ni siquiera se hallan en los diccionarios de mexicanismos. Esto, en el mejor caso. Un lector impaciente dirá de tajo que Rulfo es un idiota; no sabrá que el idiota ha sido otro. Y si tomamos en cuenta que cito la decimotercera edición,1 ¿cuántos lectores no han leído El Llano en llamas sino una caricatura de El Llano en llamas?
Si pecamos de paranoia, diremos que se trata de una conjura contra la obra rulfiana; conjura que viene de lejos. Daré un ejemplo referido por González Boixo en su edición crítica de Pedro Páramo (Cátedra, 1983). Al registrar las variantes a partir de las que anotará la novela, decide excluir como variante textual la edición de Pedro Páramo y El Llano en llamas, publicada por Planeta, pues «Hay que anotar que la edición de Planeta, en su colección Biblioteca Universal (Barcelona, 1969) contiene numerosas erratas, pero también variantes cuyo origen no me ha sido posible identificar». Y ya que hablamos del trabajo de González Boixo, debemos aclarar que fue víctima de una de las famosas mentiras de Rulfo. Al entrevistarlo para resolver algunos aspectos de la novela, éste le responde que la segunda edición de Pedro Páramo (FCE, Colección Tezontle, 1980) no fue «revisada por el autor», según rezaba en la faja del libro, sino que simplemente se realizó a partir del original que estaba en el Centro Mexicano de Escritores (CME), ya que la primera edición y todas sus reimpresiones se basaban en un borrador que entregó provisionalmente al FCE. Esta broma impidió que González Boixo cotejara el original del CME y decidió que su edición de Cátedra, a pedido también del propio Rulfo, se basara en «la segunda reimpresión (1983) de la segunda edición de la novela (1981), aparecida en la Colección Popular» del FCE. Pero como ya comenté, la variante del CME tiene significativas diferencias no sólo respecto de la edición de 1980 sino de la primera edición (1955) y de la de 1964. Y aún: la edición de 1980 sí fue revisada por el autor, como lo hace constar Felipe Garrido, gerente editorial en ese entonces del FCE (declaración tomada de Un tiempo suspendido: cronología sobre la vida y la obra de Juan Rulfo de Roberto García Bonilla, libro de próxima publicación). Este equívoco editorial se mantuvo a lo largo de quince ediciones; por fortuna, en 2002 apareció la decimosexta edición de Pedro Páramo en Cátedra, donde González Boixo reconoce que fue engañado por Rulfo y escribe que «hoy es fácil comprobar que, en lo fundamental, las palabras de Rulfo no se ajustaban a la realidad», y en un gesto de impotencia se pregunta: «¿Cómo interpretar las palabras de Rulfo?» Más allá de que Boixo se resista a reconocer que Rulfo le tomó el pelo, esta nueva edición ofrece un texto fiable, limpio de la engorrosa anotación de variantes al margen, y se enriquece con cuatro apéndices de crítica textual y filológica que no sólo permiten asomarnos al laboratorio escritural de uno de los escritores más extraños de la literatura mexicana sino que —a partir de los trabajos de Galaviz, López Mena y el suyo propio— nos da un seguimiento del complejo proceso editorial que ha provocado no pocos malentendidos. Por cierto, no estaría mal recopilar las mentiras de Rulfo, así muchos críticos dejarían de pelearse por haber tomado como verdad absoluta una broma.
No sólo Rulfo es víctima de la negligencia de sus editores (en este párrafo quiero suponer que sólo se trata de negligencia); Ezra Pound, por ejemplo, no se salva. En el primer poema de los Cantares completos (Joaquín Mortiz, 1975), José Vázquez Amaral tradujo: «Y cavad vertical el remo que blandía entre mis compañeros»; en la edición de Javier Coy (Cátedra, 2002) el mismo verso aparece transcrito así: «Y caval vertical el remo que blandía entre mis compañeros», verso que no sólo agrega una errata sino una cacofonía.
La Conjura de los Editores
El mercado editorial está poblado de falsas obras literarias, pero quizá no siempre debido a la ineptitud sino a la negligencia nacida de la codicia y el lucro de muchos editores. Si llevamos este hecho a sus últimas consecuencias diremos que el lector hace una lectura falsa, no debido a sus limitaciones para comprender con hondura el hecho literario sino porque ha leído una escritura falseada. Luego, si es crítico o escritor, hará una interpretación falsa y —además de engañar a sus lectores porque la literatura y la crítica establecen una red muy compleja y no siempre evidente de vasos intertextuales— falseará su propia tradición; misma que lo será nuevamente porque que esa literatura y esa crítica aportarán su dotación de erratas que, a su vez, etcétera. Una errata en un libro capital prefigura una tradición falsa. ¿Cuándo se cometió la primera errata? ¿Desde cuándo, sin darnos cuenta, hemos estado inmersos en el consumo y la producción de falsa literatura? ¿A quien le interesa que sigamos siendo agentes y cómplices involuntarios del primer falsario?
Nota:
[1] Ya escrito este ensayo, ha llegado a mis manos la decimocuarta edición de El Llano en llamas (Cátedra, 2003) y me he percatado de que por fin se le ha hecho justicia editorial a Juan Rulfo, pues no aparecen ya los equívocos citados párrafos arriba, pero el trabajo de anotación sigue siendo muy superficial.
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