Jackson Pollock o la cornudez del viejo arte moderno

Por fin he podido ver «Pollock», el biopic que el actor, y aquí también director, Ed Harris hiciera sobre el pintor clave del expresionismo abstracto, y que inexplicablemente —las razones de las distribuidoras, como las del Señor, son inescrutables— ha tardado tres años en recalar en las pantallas españolas, a pesar de sus varias candidaturas a los Oscares. Tarde es ya para hacer una crítica del filme, que es excelente, con un Ed Harris en estado de gracia tanto en su personificación del pintor ante las cámaras como en la pintura de su personalidad tras ellas, pero verla me ha sugerido algunas reflexiones sobre el rumbo del arte moderno. Y ése es un tema que, a lo que parece, nunca pasa de moda.

Un rumor a veces susurrado por los pasillos de las facultades de Bellas Artes es que el expresionismo abstracto fue un invento propagandístico de la C.I.A., que buscaba algo que oponer al realismo socialista promovido por la U.R.S.S. Y qué mejor oposición que su contrario: abstracción al límite contra realismo a ultranza, arte por el arte contra arte utilitario, lectura abierta contra lectura cerrada. Este rumor es sin duda ingenioso, pero huele demasiado a la típica, tópica y paranoica teoría de la conspiración habitual en los años de la Guerra Fría. Y, por cierto: ¿Se han fijado en lo mucho que se parece en sus postulados el realismo socialista a las pinturas de Norman Rockwell?

Más plausible es la teoría que sugiere que el expresionismo abstracto, y otras vanguardias más o menos efímeras, se vieron beneficiadas por un cambio de tendencia en los gustos de la élite económica que forma el público consumidor de arte —al fin y al cabo, ¿quién si no se puede permitir gastar unos miles de dólares en una estampa para adornar una pared? con lo baratos que van los pósters del Playboy.

Lenín en la obra "Hombre en la encrucijada" (1934) de Diego Rivera. Esta es una reproduccion para el Palacio de Bellas Artes de México que hizo de la obra que Rockefeller le destruyó en Nueva York.La élite, ya un poco harta de los desplantes anticapitalistas de sus mascotas, mudaron su interés hacia un tipo de arte lo más desideologizado y desconectado de la fea y sucia realidad cotidiana posible. Diz que esta actitud empezó con el coleccionista y magnate Nelson Rockefeller, tras pillar un monumental cabreo al ver que Diego Rivera había incluido escenas de la lucha de clases ¡¡y un retrato de Lenín!! en el mural que le había encargado para el hall del Rockefeller Center de Nueva York. La blasfemia que suponía ver la efigie del padre de la revolución bolchevique profanando aquel templo del capitalismo fue demasiado para el coleccionista/capitalista, que despidió a Rivera y ordenó derribar el mural a inmisericordes golpes de piqueta, y a partir de entonces diz que se dedicó a fomentar un tipo de arte que significara cuanto menos mejor: preferiblemente no figurativo, preferiblemente autorreferencial, no ya un arte que proponga un discurso sobre su sociedad y su época sino un arte que tan sólo discursee sobre sí mismo. Nada de financiar con sus dólares a izquierdistas de salón para que pintaran apariciones de Lenín sobre pianos (Dalí), revueltas campesinas (Siqueiros) o bombardeos fascistas (Picasso).

En esta coyuntura, el arte abstracto parecía la opción idónea. Así lo sugiere la película de Tim Robbins Cradle Will Rock. Como dejó escrito Dalí en Los Cornudos del Viejo Arte Moderno: «El arte nunca es peligroso —a menos que cuente la verdad». Sea lo antedicho verdad o leyenda —y ante la disyuntiva, publica la leyenda, dijo John Ford— sí es cierto que el mercado para las artes plásticas depende de los gustos de la élite coleccionista, una élite reducida y que suele circunscribirse dentro de la élite económica (los cuadros son caros, ya quedó dicho), un mundo donde críticos de jerga confusa ejercen de sumos sacerdotes y donde el artista se ve confinado al papel de bufón de la corte, o peor aún, al papel de mascota exótica.

El artista plástico Damien Hirst con su obre "With Dead Head".Las galerías suelen estar regentadas por las ilustres esposas o ex esposas de tipos de esos que se han enriquecido como gerentes en empresas de ropa deportiva fabricada por niños esclavos en la India, o dickensianas explotaciones siderúrgicas o productos cárnicos hinchados de clembuterol, o ustedes ya captan la idea, y que dedican unos pocos millones para que la costilla se entretenga con el mecenazgo a las bellas artes, pobrecita ella todo el día aburriéndose sin saber qué hacer en aquella casa tan grande y tan llena de criados. Y suelen ser sus maridos, convenientemente rebozados de Armani o de Hugo Boss, los que mantienen el negocio del mercado del arte a golpe de talonario y yo tengo este cachivache tan artístico y tú no lo vas a poder tener porque me he adelantado.

La película retrata a Peggy Guggenheim como una engreída y chillona hortera con calcetines blancos, siempre tan entretenida ella con sus caniches y sus artistas. Y para complacer a sus compradores, obsesionados con tener aquello que no tenga el vecino, se ha implantado en el mundo del arte la obligación de ser original a toda costa, algo que recuerda al lema circense del más difícil todavía.La técnica, la habilidad, la sensibilidad son, en el fondo, lo de menos. Hay que ser original a cualquier precio». Y así tenemos artistas que enlatan sus propias heces, cuadros pintados con excrementos de elefante, cadáveres cortados en lonchas, laminados y plastificados, happenings donde se degüellan gatos o el artista se baña en sangre de cerdo. Siguiendo un lema circense, no es de extrañar que los artistas se hayan convertido en payasos.

En la película, Harris personifica a un Jackson Pollock obsesionado por la fama, mucho más interesado en superar a Picasso y a Miró, sus referentes, que en expresarse en su propia obra a su propia manera, una obra con cierto interés pero que no era lo suficientemente original, lo suficientemente rompedora como para acceder al olimpo de los coinasseurs. De hecho, la fama de Pollock —y así se ve en la película— nace no tanto de su talento estrictamente pictórico como de inventarse una nueva técnica de pintar: el dripping, que no es ni más ni menos que dejar gotear la pintura del pincel o del cubo al lienzo, componiendo así enormes sinfonías de salpicaduras —»una indigesta bullabesa», como las calificaría Salvador Dalí, martillo de abstractos. Andy Warhol satirizaría esta técnica en una de sus obras: una plancha metálica con un tratamiento químico en la que sus amigos y colaboradores de la Factory se orinaban, oxidándola, pintando así con el pene al estilo dripping de Pollock. Ese invento fue el que le encumbró a las páginas del Vogue. Pero Pollock no había aprendido bien la lección del ser original ante todo, y se empeñó en seguir pintando cuadros al dripping, con el resultado previsible: lo que era original en las primeras pinturas pronto dejó de serlo, y los gurús del arte se cansaron de Pollock y le abandonaron para buscar otras moderneces. «Pintor, no te empeñes en ser moderno. Es la única cosa que, por desgracia, hagas lo que hagas, no podrás dejar de ser». De nuevo Dalí.

A causa de esta estresante carrera de ratas en pos de la originalidad en que parece estar empeñado, el arte moderno hace tiempo que se ha estrellado en el fondo del callejón sin salida del todo vale. De hecho, la pintura entendida como un lienzo recubierto de pigmentos o la escultura entendida como el moldeado o esculpido de una forma tridimensional en materia sólida han dejado de ser las actividades usuales del artista plástico. Se consideran agotadas. En su lugar reina el Happening y la Performance como medio de expresión preferente del artista verdaderamente moderno. Me contaron de un estudiante de arte que ofreció, como trabajo de curso, su propia habitación desordenada. Y consiguió nota alta. Y recuerdo que, en su edición del año pasado, ganó el premio Turner de las artes (escaparate londinense en el mundo de lo más granado del arte británico) una obra consistente en una habitación cuyas luces, mediante un temporizador, se encendían y apagaban a intervalos.

Entrevistado el genial creador de tan original obra de arte, desveló el significado de la misma con estas palabras: «significa una habitación cuyas luces a veces están encendidas y a veces apagadas». No se le puede negar sinceridad al muchacho, de quien por cierto no he vuelto a oír hablar, lo que no es extraño: la modernidad, en el arte, es un Saturno que devora a sus hijos a gran velocidad, como devoró a Pollock. Que ni era tan genial como pretendía la modernidad cuando lo encumbró ni tan desprovisto de interés como lo pretendía cuando lo dejó de lado.

Enlaces de interés:

Galería de Arte Nacional, Washington D.C., EE.UU.

http://www.nga.gov/feature/pollock/pollockhome.html

Jackson Pollock en el Guggenheim

http://www.guggenheimcollection.org/site/artist_works_129_0.html

Jackson Pollock en el Artchive

http://www.artchive.com/artchive/ftptoc/pollock_ext.html


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