Introducción a la lavativa Pt. 2

Si algo aprendí (pero no aprobé) en el curso de «Introducción a la Narrativa» es la necesidad de seguir un hilo narrativo coherente, y que la sucesión de acción debe seguir la trayectoria de un círculo que en realidad es una espiral que es una línea. Dependiendo del autor de moda y de su necesidad de justificar el relato como algo bien complicado. El responsable de este mamotreto teórico es, muy a mi pesar, Cortázar. Que conste que yo admiro al tipo y a su look involuntario de Herman Monster de terciopelo, pero estoy seguro de que él cometió un error con el asunto del círculo.

Millares de críticos literarios con ganas de escribir trabajos de ascenso usaron la imagen del cuento y el círculo para cometer toda clase de desmanes que ni Cortázar ni Euclides habrían justificado. Pero yo soy un tipo aplicado hasta en las tareas más inútiles y no me queda más remedio que seguir el hilo con un descenso después de la acción. Demasiada acción y tu cuento es una cagada. Así que prendimos la radio a la espera de las noticias criminis que nos catapultarían a la fama. Hay momentos en que necesitas un descanso. Momentos de sentirte a solas con el culito y Tro-pi-cal la única cerveza hecha a base de granos 100% nacionales creo que decía la cuña en la radio en un lugar indeterminado de la cola. La fábula de los cinco elefantes en el escarabajo (linda imagen sólo posible en español) se revelaba una farsa de exageración en una camioneta mucho más grande con tipos mucho más pequeños. Miré a mi alrededor la sucesión de caras de fastidio que presagiaban explicaciones y planes de evacuación. «La llave del secuestro», recuerdo que decía el manual para las fuerzas liberadoras de Cuyagua, «consiste en un efectivo plan de movilización y despliegue operativo». Estos son los momentos en que soy, yo y todo mi equipo, un montón de seres humanos débiles e indefensos, sometidos por igual a las fuerzas del mercado y de la liberación. Pero sobre todo de la cola. Las colas tienen un efecto introvertido en las personas que las sufren. La cola convierte a tu vehículo, que se supone fue hecho para moverse libre e indómito, en un complejo habitacional de metal y plástico y cauchos. No queríamos hablar con ninguno de nosotros, no queríamos saber nada de Núñez y problemas no había porque lo habíamos amordazado. Solo queríamos salir hacia un futuro negro de velocidad sin fin. Así que cambiamos el dial para escuchar interminablemente la misma cuña en 8 emisoras dispersas. Después de 3 horas nos habíamos movido 78 metros. En el metro 91 escuchamos con una mezcla de sorpresa y aturdimiento la voz de Núñez, el escritor.

«¿…y qué planes tienes para tu próximo libro?» preguntaba el super-dj Antóni Marchal con su voz de adolescente perpetuo. «Mi próximo libro será una biografía en clave de prosa del amante de Piar» respondió Núñez con su acostumbrado acento de Valle Arriba. «Ya lo saben, amigos, nunca es tarde para leer tu primer libro, y más si es con Chupex, el único chupi-chupi con protección anticaries y freshenol, para que chupes y chupes con tu sonrisa perfecta». Hace tiempo que no escuchaba nada sobre el asunto Piar. Todo comenzó con la súbita aparición de un manuscrito con referencias tangenciales a las cartas amorosas de Simón Bolívar, publicados por medio de la Fundación Simón Bolívar para la promoción de la cultura bolivariana del Concejo Legislativo del Distrito Bolivariano José «Tocayo» Rodríguez, que era, a decir de muchos expertos, el hecho literario-histórico-farandulero más importante de la década pasada. La desorganización de la Biblioteca Nacional había producido un documento probablemente fantástico pero aun así ciertamente recreativo sobre posibles relaciones de carácter amoroso entre varios próceres. Aún cuando no se le señalaba con su nombre todo hacía creer, para el que lo leyera, que la verdadera razón de la enemistad y posterior condena a muerte de Piar a manos de un locuaz y no siempre aguerrido Longanizo, no era sino la peleada existencia (y compañía) de un esclavo de portentosa fuerza física y exquisitos masajes en la espalda. El debate nacional alrededor de una liberada bisexualidad como componente fundamental del proceso independentista fue el festín de cuanta organización de psiquiatras quedara en pie. La falsificación del documento y su correspondiente robo en las bóvedas del Banco Central sólo había dejado prendida una mecha más para todas las mesas de discusión por los siglos de los siglos. Nunca se sabría la verdad, pero un nuevo tema fecundo estaba allí. Y Núñez, con su proverbial apertura a las nuevas tendencias no sería el último en usarlo.

Núñez pareció recibir una descarga de energía radiofónica. Escuchar su propia voz, grabada desde la semana en el centro de convenciones internacionales La Esmeralda, no hacía sino recordarle su lugar en este mundo. Sentía como los premios literarios pasados y presentes y futuros le daban una fuerza física especial y, además, un argumento extra para su próximo libro. Así que intentó decir algo.

«Mmmfmmfm»

¿Qué dices Núñez, qué dices? Creo que dijo el más divertido de los nuestros. Y todos nos reímos con la fuerza del que sabe que no hay nada mejor que una cola con diversión incorporada. No importa qué digas Núñez, no importa. Porque ya has hablado en millones de conferencias y has hecho pasta al curry en el programa de Gino Lambino, el cocinero más fino. Todo lo que queremos de ti es que nos dejes en paz por un rato. Pienso que creo que voy a decir. Pero no. Todos nos miramos, hablando el lenguaje del que sabe que no hay nada que decir. «El prisionero debe sentir la inminencia del castigo físico como única continuación a un estado de posible rebeldía» decía en tono educativo el manual (y que viva Cuyagua libre). Con una sonrisa que tenía algo de operático y mucho de criminal comenzaría a continuación la operación Arlanda. Tengo que hacer aquí un paréntesis, y tomar un tonito pedagógico. Supongo que es otra de las cosas que uno aprende en un curso de Introducción a la Narrativa. Cualquiera sabe en estos días qué es y de qué se trata el Síndrome de Estocolmo. Sí por supuesto, la relación filial que se crea entre el rehén y sus captores. Pero a ese estado deseable no se llega así como así, se requiere una sucesión de estímulos apropiados y mucho palo y zanahoria. La manera más rápida y cómoda de llegar a Estocolmo, desde Frankfurt o París es vía Arlanda. Aeropuerto pequeño pero elegante y limpio desde donde tomas un tren y en menos de 30 minutos estas allí. Qué lindo Estocolmo. Siempre y según el manual, repetimos unas cuantas referencias cruzadas a; desfiguración, pago de rescate, barranco en llamas, anestesia, chistes de gallegos, torta de manzana, sulfuro de azufre, chistes de irlandeses, castración express y sopa de cebolla. Y ya estás en Arlanda. Me gustaría decir más pero el manual esta allí, búsquelo y vea. Núñez estaba comenzando a hiperventilar, cosa típica en personas de bajo riesgo y el «Mmmfm» se había transfigurado en un silencio encantador. Así sí provoca viajar. «Están repavimentando» dijo el más cobarde de los nuestros. Siempre supimos que era un pusilánime. Pero tenía camioneta y eso convertía su condición en la más respetable convicción del que ya no quiere jugar. De cualquier modo nadie llega cerro arriba con carro propio, eso trae mala suerte, y la cola seguiría un buen trecho más. Decidimos bajar y tomar un por puesto. Atar a Núñez no era ningún problema, convertido como estaba en cachorro con premios literarios.

Hay algo que me encanta de los buses de mi ciudad, tienen vidrios ahumados y están decorados: En la parte de atrás una obra de arte armoniza la ciudad «Por Lilvis y mis hijas». Buena pregunta es saber si son hijas de Lilvis también. En cualquier caso el chofer, que quizás ni siquiera conoce a Lilvis y mucho menos a sus hijas no repara mucho en nuestro amigo amarrado como un burro en la puerta, tal y como decía una canción. Bastantes cosas ha visto un chofer de autobús, créanme como para dejarse impresionar por cualquier banda de forajidos pos-modernos con ínfulas de rebeldes. Me refiero a la banda de estudiantes de bachillerato que pistola en mano querían hacer efectivo su derecho in-alien-able al pasaje estudiantil. Y cuando un chofer de autobús, que bastante tiene con transitar un paisaje lunar por los cráteres, venusino por el calor y marciano por el polvo, le exigen un derecho inalienable, ¿qué demonios le puede interesar un rehén más un rehén menos? Díganme ustedes. Esto último lo digo a los efectos de los puristas de la literatura que exigen un mínimo de credibilidad en la narrativa. Que cómo van a creer que salimos de la camioneta en medio de una cola infernal por la re-re-repavimentación «transitoria» de una avenida a las 3:45 de la tarde para tomar un carrito por puesto con un rehén con una venda mal puesta en los ojos. A esas personas les diré que primero paguen su pasaje y después se vayan al fondo, que allá hay espacio.

Decía hace no mucho que una consecuencia de las colas es el efecto de introversión perceptiva. En principio los automóviles, carros por puesto, taxis y demás están diseñados con vidrios que permiten ver el exterior. Los ingenieros responsables de estas máquinas realmente creen que serán utilizados en los espacios indómitos de reserva forestal de la propaganda respectiva. Se nota que nunca han estado en una cola. Esto no importa mucho porque al fin y al cabo para eso existe la «reingeniería». La reingeniería de los autobuses de mi ciudad incluye estampitas al Niño Dios, otra a la Virgen María, un silla de chofer con una alfombra hecha de bolitas de madera, un ventilador sonoro, un equipo de sonido, mensajes como «te deseo el doble de lo que tú me deseas» y sillas autografiadas con mensajes como «cojo culo». Recuerdo haber estado en conferencias donde se habla del kitsch y demás palabras germánicas al respecto de la decoración de los autobuses. Nada de esto, el autobús tiene un espacio interno propio que lo aisla del mundo exterior, es un museo ambulante que nos hace ver lo vano de las cosas humanas y la necesidad de disfrutar del viaje a motor como un «viaje interior». La persona que se monta en el carrito y la persona que se baja de él no son la misma persona. La persona que se monta en el autobús quiere llegar a algún lado, la persona del autobús está en algún lugar. La persona que se baja estuvo en algún lugar profano y sagrado y por eso no importa la parada. Y si no me creen lean a Kerouac. Mejor no lo lean que tengo algo que decir al respecto, pero más adelante, después del jeep. Y una cosa, nunca pero nunca le digan a un jeepcero que su amortiguación suena mucho. Yo cometí ese error y me arrepiento, Núñez también lo cometerá si lo dejáramos a su libre albedrío. Por eso se queda callado y amordazado, sus gemidos suenan como un eco de la amortiguación. Subir un cerro es como subir a la Luna, todo silencio y motor. Es paradójico pero la ciudad se deshace en un murmullo de motor de jeep. No más semáforos, no más gritos. Es la vuelta a la naturaleza. Págale al señor y dile en la próxima loma, Voltaire, que aquí estamos los salvajes buenos. La casa de bahareque sintético estaba cerrada con candado. El candado crujió al ser abierto desde adentro por las manos hábiles y cicatrizadas del Ché Espinoza.

El Che Espinoza era y no era argentino, imbuido de un aura austral que ni los viajes ni los libros podrían erradicar. El Che Espinoza, revolucionario surrealista sin pedigrí, había conocido a todos y cada uno de los responsables de la movida literaria sudamericana. Después de una fallida partida de panajedrez su locura sagrada se volcó a la busca de la droga perfecta, mientras sus coetáneos se morían por escribir el cuento perfecto. El cuento nunca se hizo o se hizo pero se perdió, la droga perfecta sin embargo estuvo siempre dentro del Che Espinoza, quien logró encontrarse consigo mismo de una manera zen después de un viaje alucinante cabalgado por un mate cuyo secreto nunca se sabría correctamente. El secreto de las propiedades ultraterrestiales de una yerba tan digerible lo había llevado de pueblo en pueblo, como comerciante de placeres y relator de historias autocontenidas. En los salares de Bolivia, donde se supone él había tenido una de sus tantas epifanías ocultistas, pudo observar el Che Espinoza que las propiedades simplemente carnales de la bombilla y un matraz con restos de una sustancia parda y ligeramente nauseabunda no servían para poco más que desarrollar un compuesto que lo convertiría en otro más de los caudillos de manos polvorosas que existían en la región. El Che Espinoza fue perseguido por innumerables agentes de caras serias y distribuidores al detal de polvillos mágicos que buscaban el secreto de la inmortalidad temporal. Un día la loma más alta del barrio más abandonado fue testigo de la construcción de otra casa simple de suelo de polvo y techo de metal. Todo hacía pensar que había llegado a nuestras latitudes para predecir el futuro, adorar santos y vender salvaciones. El Che Espinoza se escudaba, sin embargo, detrás de una imagen de predicador de religión extinta para poder dedicarse al estudio de las cosas no sabidas. No era simplemente un brujo, sino un destacado pensador cuyas teorías y elucubraciones se podrían resumir como patafísicas liberales. Coleccionador de palabras vigorizantes, había dado con que el concepto de Narrativa era en el mejor de los casos una fachada detrás de la que se escondía la falta de originalidad y el cansancio de las palabras. La Lavativa, era a decir del Che Espinoza, la única alternativa válida para salvar una literatura hecha de comienzos melancólicos y desechos de papel. La Lavativa como la vuelta a la infancia después de una temporada en el asilo de ancianos. Como tantos antes de mí, yo pensé que la pobreza del Che Espinoza era una prueba de su fracaso intelectual ya que su nombre no coronaba ninguna biblioteca pública. Mi opinión cambió cuando el Che Espinoza señaló a la Teta de la montaña e hizo un comentario erudito sobre la necesidad de cubrir una desnudez verde y amarilla con un sostén apropiado. Escuchar semejantes inquietudes me inspiraron un poco de lástima hasta que los helicópteros de Christo y los autobuses privados de Jean-Claude trajeron la tela más grande jamás hecha por el hombre y durante unos días tuvo toda la ciudad el misterioso encanto de un vendedor de pantaletas cuando hace efectiva su primera venta. Supe que algo proteico se escondía detrás de ese mate de olor sulfurante. Abandoné mis prejuicios y mis intentos de relatos sin sentido y me dediqué con furor a la Lavativa. El Che Espinoza se convirtió de repente en mi sacerdote de bolsillo. Una mención críptica a una orgía de «On the Road» me hizo conseguir el libro en un mercado debajo de algún puente y leí las referencias a Venezuela. Y supe por qué el Che Espinoza había llegado aquí.


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