Comencé, o mejor dicho, repetí mis clases de narrativa de la mano del profesor Ñuñez, quién tenía una gran estima por su apellido. «Nunca acepté ser Nunez en Colorado», creo que dijo al comenzar la primera clase. «Siempre hice frente a la adversidad idiomática, acentual y controversial de tener no una sino dos eñes en el apellido». Yo pensé en advertirle de la existencia de la gn francesa y la ny catalana o la nh portuguesa, pero me contuve al pensar que probablemente no me llevaría a ningún lado.
Observe mi uña, mire al techo y volví a este mundo sólo después de mirar el reloj: ahora Ñuñez hablaba de la estructura, de la organización y el gran principio, grandes cosas que siempre se debe saber al comenzar a escribir pero que yo siempre pensé que eran usadas mayormente por ingenieros civiles.
Y fue entonces cuando se nos hizo saber —y al mismo tiempo recordé— que empezaríamos el curso leyendo «La hoja dorada». Yo personalmente lo odio, el cuento quiero decir, es una de esas mierdas pretenciosas que te advierten sobre lo triste y patético que fue el escritor.
Sin ánimo de entrar en detalles diré que «La hoja dorada» trata de un hombre que va a un remoto pueblo a salvar a una comunidad de las arbitrariedades del alcalde, imagen nada original del pequeño dictador. La hija del alcalde es, se entiende, una buena muchacha y ayuda al ingeniero Martínez a llevarle al pueblo la maravilla que los redime de todos los males: Internet.
Cuando el ingeniero Martínez hace una página web que explica las maravillas turísticas de La Cuchara —que no es sino el rimbombante nombre del pueblo— comienza una avalancha de turismo personificado en la persona de la Alemana y el Japonés, buenos símbolos del progreso y la menopausia. Pero no es sino hasta que la Muchacha se desnuda y expone las maravillas de La Cuchara al mundo, y todo se vuelve un prostíbulo barato, cuando este relato se explica como una metáfora del progreso y la riqueza rápida: una hoja dorada.
La edición de «La hoja…» que se usa en el curso es una de las llamadas groseras, con papel curiosamente dorado y un análisis crítico aún más largo y tedioso que el texto. Una de esas ediciones que no están hechas para leer sino para mostrarla a las visitas, de esas que vienen a tu casa a ver tu larga cuenta de posesiones. Una de esas que sacas de una caja que bien podría ser de whisky. Claro que ninguno de los asistentes al curso de Introducción a la Narrativa podíamos comprar una así, nosotros tendríamos que conformarnos, o alegrarnos, diría yo a posteriori, con la edición fotocopiada.
De esas que nunca mostrarás a nadie que se digne asistir a la buhardilla donde vives a menos que sea para convencerlo de la existencia de papel toilette. El proceso anti alquímico que de convertir el oro a la fotocopia. Una hoja dorada fotocopiada.
Ñúñez es un tipo más bien joven. Una celebridad después de ganar el concurso de cuentos anual de un prestigioso diario nacional. Las bases del concurso exigían el anonimato y el pseudónimo, a fin de garantizar una imagen de neutralidad y seriedad profesional. Los jueces no juzgarían el nombre sino la calidad y la forma la trama y la narrativa de un cúmulo de degenerados autonombrados escritores. Lo usual era el envío de mil obras y en el plazo de 3 meses un ganador engalanaría la edición aniversaria.
Esta es la clase de palabras que el fulano diario usa: «engalanar», como si el periodicucho de tercera fuera un traje de gala y el cuento en cuestión fuera una corbata de Luc Per o algo así. Lo que nunca impresionó a nadie era que siempre los tres mismos fulanos ganaban. Los tres mismo fulanos que se masturbaban juntos con sus cuentos en donde no pasaba nada, los cinco mismo peleles que eran consecutivamente escritor, presidente de la cultura, asesor del periódico y experto en lo que quieras. Los siete mismos fulanos que se turnaban para editar una selección de sus mejores cuentos en la editorial del estado. Los nueve fulanos que tenían doce programas de radio distintos en donde hablaban de ellos mismos y su obsesiones.
Obsesiones que solían tratar en primer lugar de cuándo sería editada la famosa edición de los mejores relatos de todos ellos juntos y por separado, y en segundo lugar del premio nacional, que sería entregado a todos y cada uno de ellos y que marcaría el principio del éxito definitivo, ya que el premio nacional incorporaba a una considerable suma mensual o renta, renta que les permitiría comprar esa casa en Miami y sentarse a desmenuzar minuciosamente el libro de cuentos por el que tanto pretendieron sufrir.
Y nada de esto podía pasar si no ganabas el concurso anual. Pero Ñúñez no había estado en Colorado en vano, no. Ñúñez no era capaz de escribir una frase bien redactada sin su procesador de palabras, y que conste que uso la palabra «procesador» como en «proceso de digestión». Ñúñez se limitó a contar las palabras de sus predecesores. Pero ya hablaré de esto en su debido tiempo.
Núñez habla de papel del escritor en la sociedad, habla del lenguaje como la puerta al mundo, habla de las eñes de su apellido y del futuro luminoso que le espera. Núñez no usa corbata cuando dicta sus clases para dar una imagen ligeramente despreocupada. Justo la apropiada para salir en las fotos. La de joven promesa de la literatura nacional. Uno que de tanto en tanto dice chistes. «La hoja dorada nos enseña que la civilización siempre vence sobre lo salvaje, pero antes debe haber un cambio alquímico, un fluido que es cambiado por la fuerza de la naturaleza y la conveniente concentración intelectual. Un cambio que es necesario que pase por la existencia del caudillo, del líder bestial para dar paso al líder ilustrado».
Y entonces Ñúñez nos habla de su estadía en Alemania. Yo siento un poco de temor al tener que repetir sus palabras, sus malos juegos de palabras y recordar que todos ríen al compás de su historia, lo que me hace pensar que el humor es una forma de incomprensión. Yo miro mi reloj otra vez y me pregunto si Ñúñez podrá terminar esta vez su patético chiste. La risa nerviosa de unos estudiantes es interrumpida por la estampida feroz de una explosión y un poco de humo.
Técnica barata que conseguimos en la red, como todo en estos días y uno de los nuestros dice al suelo como si lo leyera en algún lado y un aburrido curso de Introducción a la Narrativa se convierte en una emocionante escena de acción, humo y uno que otro grito de algún estudiante mal preparado para la vida. El comando urbano estudiantil declara esta clase como suprimida y confiere a su profesor la condición de criminal de la literatura, digo yo un poco de memoria y un poco asustado y uno de los nuestros esposa a Ñúñez, quién no puede limpiarse la cara apropiadamente del polvo blanco. Y es que la bomba de harina que hace pum es la merma.
Y nos lo llevamos cerro arriba después de quitarle los celulares a todos y poner una caja de zapatos en el centro de la mesa desde donde hace unos instantes el pelele de Ñúñez eructaba su historia de la bicicleta y la salchicha. El más grande de los nuestros explica a los presentes que esta caja es una bomba y además mortal. Y que es sensible a los gritos. Y que si uno de ellos grita por ayuda la bomba los volverá mierda. Pero como estamos en tiempos medio humanos y no queremos volverlos mierda así como así, la bomba suena 25 segundos antes de explotar. Y como si la bomba lo escuchara hace un desagradable sonido de sirena en apuros. El de los nuestros —que es el que tiene máscara de malo— hace un gesto que obliga al silencio inmediato y todos asisten atónitos al silencio repentino. Nos vamos tranquilamente por el pasillo y dejamos la bolsa de lona con los celulares en cualquier lado. Yo disfruto la edición especial de «La hoja dorada» en mi mano, ejemplar que usaré para usarla y amenazar a Ñúñez, y darle miedo.
Un lector desprevenido y un poco malvado pensará que he contrariado las normas elementales de las narrativa, y que sueno como uno de esos narradores omniscientes, ya que aparentemente he tenido una intuición sobre lo que le pasaría a Ñúñez en el preciso momento en que contaría su chiste. Se supone que de esta clase de casualidades e intuiciones es que está hecha la literatura.
Hombres que pasan con su auto en el preciso instante en que la heroína se baja de su caballo y esas cosas. Sincronía. Aquí no hay nada eso, yo soy un repitiente y aparentemente seguiré siéndolo. Yo soy de los que ve el mismo curso una y otra vez sin cesar y al final me sé todos los chistes de cada uno de esos cursos. Yo quizás me reí con el chiste de Ñúñez en su primer momento y quizás lo admiré como uno de esos escritores que marcarán pauta y salen en los programas de televisión llamado «La mañana con Ana» o «La tarde que arde».
Yo quizás pensé que a pesar de todo nuestro país sí podía producir una literatura medianamente decente. Una hecha de escritores y no de articulistas de prensa o de locutores de radio. En este momento no sé lo que va a pasar con Ñúñez, quizás lo liberemos o quizás no, no lo sé. En cualquier caso el lector malvado tendrá que aceptar mi versión sobre la repiticencia. El mundo cíclico de Nietzche, el eterno retorno al primer día de clase. Al momento en que todo está por ser re-descubierto. Hasta que viene el primer chiste.
Hay algo terriblemente triste en los chistes cuando se escuchan por segunda y tercera vez, son como esos payasos borrachos en los que ya nadie se ríe. Y en particular, en la miseria de los chistes los llamados «de clase» son simplemente el no va más de la tristeza. Esos chistes que se suponen que son referentes a cierta rama del conocimiento humano. Y si tales cuentos son el pecado los estudiantes que se ríen son el pecador. No me malinterpreten, no tengo nada en contra de los chistes en sí mismos, creo que un educador debe intentar traer tanta motivación como sea posible, de acuerdo, pero cuando descubres que el chiste es repetido una y otra vez con un cierto tópico, como un mecanismos de relojería, entonces estamos jodidos. Eso es la perversión del humor, su corrupción y su violación.
Cuando nos metimos en la camioneta alguien hizo notar que aún no nos perseguían, que todo estaba demasiado tranquilo y que Ñúñez no se quejaba, atontado como estaba por la harina y la incertidumbre y la certidumbre de su suerte. Casi se diría que la aceptaba con un poco de optimismo, sé que ya adivinaba los titulares de mañana, a sus tres jalabolas radiales llorando, pidiendo el regreso de la joven promesa de las letras. Las cuñas repitiéndose interminablemente que nos mostraban los archiconocidos momentos de Ñúñez: en su postgrado, ganando el primer premio de literatura para jóvenes, ganando el cuento de la semana en la revista XYZ, escribiendo una columna para la revista Jovenalina. Y finalmente ganando el concurso de cuentos del diario de circulación nacional con su cuento «Grafitos».
Estos pensamientos de segundo orden y la posibilidad de leer de manera tan fácil lo que pensaba Ñúñez me me hicieron entrar en súbita cólera y decidí pegarle al profanador de letras con una ración de su propia hoja dorada. La razón por la que no lo hice no tiene tanto que ver con mis buenos propósitos sino con la certidumbre que entonces de maltrato en maltrato podríamos matarlo y las lacritas a las que convencí sobre la necesidad patriótica de resolver de una vez por todas el asunto Ñúñez, ya se estaban emocionando. Recuerdo cómo los recluté; en que fiestas yo me convertía en un pedagogo de malandros, en un señor de las tinieblas, en un Hades de la montaña, eventualmente fue quedando claro para los bichitos con los que me reunía la posibilidad de dar un poco de paz a nuestros espíritus. Y en forma de joda menor hablábamos sobre cómo haríamos todo el trabajo, si en su oficina o en su casa, para finalmente darnos por vencidos a sabiendas que no sabíamos dónde vivía y no queríamos tener que encontrar a sus colegas. Nos decidimos por la fácil y hasta barata alternativa de hacerlo en su clase, y con un poco de suerte, en el medio del chiste de la bicicleta y la salchicha.
«Grafito» es un cuento que se podría llamar «universitario» por ocurrir en una universidad. Nada especial ocurre, un profesor es seducido por una estudiante, gran cosa. Nos describen a una de esas mujeres con fuego en las venas —o cualquiera de esas metáforas pélvicas, elijan— que se empecina en echarse por el centro a un tímido profesor, especie de reencarnación latinoamericana de Woody Allen.
El profesor duda entre la responsabilidad socrática y sus deseos carnales, y una cadena trivial de conversaciones es seguida por una realmente mala noche de sexo borracho, y adivinen qué. La muchacha se convierte en una estudiante modelo, totalmente curada en su estupidez por una penetración intelectual. El problema es que el profesor es un poco Allen, pero no tan Woody, y si vamos al caso, una ciudad equis latinoamericana no es New York, así que posteriores intentos de la estudiante por seguir la relación son torpemente torpedeados por el Adonis del pergamino que finalmente la deja hecha un asquito de tristeza y despecho. Y en su pea brasilera la muchacha escribe todo un poema completo, pasado de copas en la pared de atrás del edificio llamado M. en la universidad. Un edificio lleno de papeles y personas aburridas y una escalera que no va a ninguna parte, donde ella escribe un poema con todos sus pelos y todas sus letras. Un poema escrito en lápiz en una pared blanca.
Yo no sé en qué mente enferma cabe la idea que Grafito es un buen cuento, lleno como está de aburrimiento y lugares comunes. Pero el poema es muy bueno. No lo digo porque yo sea un gran experto en poesía, a la que no me siento muy afín, lo mío es el cuento, como decía este poema fue dedicado en primer lugar a mí. Pero ya hablaré de esto en su momento, tiempo hay de sobra.
Introducción a la Lavativa Pt. 2 – en la edición de Febrero.
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