Vale la pena hacer una caracterización de los habitantes del barrio Barbès de París, así como algunas de sus calles. Para empezar, los nombres de las calles son algo sospechosos. Cuando usted camina por París, se da cuenta de que todas las calles tienen nombre de poetas, escritores, políticos: la Plaza Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, la avenida Charles de Gaulle, la calle Pierre y Marie Curie, por ejemplo.
En mi barrio, las calles se llaman calle Pollo, calle Pescado, calle León y calle Panamá; y la gente se refiere a ellas como «la calle de las prostitutas» (calle Myrha), «la que está frente al edificio tomado por los drogómanos» (calle Cava), etc. Son referencias locales, válidas en cualquier arrabal del mundo.
Además, leyendo la biografía de Miles Davis encontré que él se «enamoró de París», que le parecía que todo París «olía a perfume». Nunca entendí esa parte. En la calle «dejean» hay un mercado de pescados todo el día, por lo que si a mi me preguntan a qué huele París, respondo, «a bagre», porque créalo o no, venden bagre. Y he visto gente comprando jugosos cortes de bagre y manta raya. Pero esa es otra historia.
Veamos a las personas. La primera y más notoria de mi cuadra era la vecina de enfrente, que se la pasaba peleando a gritos con su marido todas las noches. Esto complicaba un poco el dormir, como en cualquier barrio, pero me ayudaba mucho con mi francés: Cada vez que empezaba a escuchar los gritos que venían del apartamento de ella, abría la ventana, apagaba las luces, y me sentaba a escuchar. Al día siguiente llegaba a mis clases de francés con un repertorio de groserías extendidísimo, que para mal de mis profesores, me daba por propagar entre los demás alumnos.
En todo caso, todas las noches pasaba lo mismo. Llegaba el marido, la mayoría de las veces borracho, y mi vecina empezaba a correr por todo el apartamento de veinte metros cuadrados —donde vivían cuatro— gritando que ya no lo quería, que era un bodrio y que lo dejaba. El marido, en un arrebato típico de matrimonio venido a menos, decidía demostrarle cuánto la amaba utilizando sus habilidades boxísticas. Ya a estas alturas toda la cuadra estaba despierta y los jibaritos de la esquina venían como sacados de un disco de salsa de Willie Colón, aquellos donde el maleante tiene «principios morales». O sea que trataban de interceder y corregir los abusos del marido porque en la escala de valores del arrabal de Barbès vender drogas es aceptable, pegarle a una mujer no. Seguía un intercambio de improperios en francés desde el balcón del susodicho hacia la acera donde estaba el grupito de dealers, y extrañamente se parecían a las cosas que se gritan en otros arrabales del mundo (esas cosas son transnacionales), es decir, el marido amenazaba, «no te metas en esto, menor, que tú te crees guapo pero déjame decirte que más guapo soy yo, mira que bajo y te doy un poco «e cachetones», o «te las das de malo pero déjame decirte que yo vengo de abajo, tú no eres malandro nada, tú eres un valurdo». Esta conversación se extendía hasta entrada la madrugada, cuando mi vecina, después de los sopetones, se daba cuenta de que sí amaba a su esposo y se reconciliaban eufóricamente.
Hablando de valores y vecinos, la familia del piso de abajo era ejemplar en lo que al barrio se refiere. Vivían siete en un apartamento tipo estudio de veinte metros cuadrados, con un perro. El hijo, de ascendencia árabe, estaba haciendo un curso de catador, creo. En Francia se estila mucho ser experto en vinos, como todo el mundo sabe. Sin embargo, mi vecino tenía como meta convertirse en experto catador de haschisch. Al menos ésa era la impresión que daba, ya que se la pasaba parado en las escaleras del edificio fumando. Sucede que la mamá tenía principios y le había explicado que «en esta casa nadie fuma», por eso es que él perseguía su formación profesional en las escaleras.
Luego estábamos los latinos del barrio. Mi amigo Lucas, colombiano, lo conocí en el café concert de la esquina donde siempre había bandas en vivo y excelente ambiente. Lucas no tenía papeles pero logró conseguir trabajo de deejay, sobre todo colocando música africana y algo de latina. En todo caso, estaba tratando de hacer venir a su novia de Colombia, algo difícil por los papeles. Tenía unos cuantos meses sin ella y estaba algo desesperado. Es por eso que un día se fue con cuatro babalawos cubanos vestidos de blanco a la estación de trenes Gare du Nord a echar brujería y fumar tabaco. De que vuelan vuelan, ya que pocos meses más tarde me presentó a la novia en una fiesta del barrio.
En todo caso, la historia de Lucas terminó algo mal. Luego de mucho trabajo, logró mudarse con su novia ya que les iba bastante bien pinchando discos en algunos cafés y discotecas. El ponía la música y ella, una sensual morena alta, bailaba para alentar al tímido público francés. Bueno, una de ésas noches apareció un cubano que la maraqueó bailando salsa casino, le sacó a Lucas de la cabeza y se la llevó a vivir con él. Así es la vida. Yo pensé que era de pronto uno de los santeros que había aprovechado para echar su hechizo paralelo, quién sabe; la verdad es que Lucas nunca se repuso. Empezó a tomar éxtasis y demás cosas prohibidas, se volvió un poco loco y no lo vi mucho más. La última vez que nos cruzamos me contó que seguía buscando al cubano, y andaba armado con un cuchillo de carnicero que cargaba siempre en la pierna, como «Cocodrilo Dundee».
A todas estas personas las conocí a partir de una cadena de coincidencias que empezó el día de mi cumpleaños. Esa fría noche de septiembre y a falta de opciones, salí, como todo perdedor inmigrante, con mi grupo amorfo de estudiantes de francés: un alemán de un metro noventa de alto, una israelita de medio metro, un polaco parecido a Vladimir Putin y un libanés calvo que olía mal. Entre los gritos mal conjugados del libanés y la israelita debatiendo la ocupación de la franja de Gaza, el mentón geométrico del polaco que espantaba a las francesas y lo alemán del alemán, que se la pasaba repitiendo como «Rain Man» que a las doce cerraban el Metro y no íbamos a poder llegar a casa, la «celebración» no fue exactamente un derroche de risas y entretenimiento.
A las doce y catorce, gracias a la paranoia del germano, me encontraba de lo más triste y solitario vagando por Barbès. Fue entonces cuando escuché lo que ha sido la salvación para los latinos, lo que le ha conseguido esposa a más de uno y barranco a muchos: El disco de «Buena Vista Social Club», atrayéndome cual sirena desde la barra del sitio más famoso del barrio, «L’Olympique». Entré por una cerveza y conocí a todo el grupo de personas que vendrían a compartir mi vida de allí en adelante. El primero sería Mauro, un chileno con pasaporte francés, que vivió en la Habana unos años pero se instaló en Francia hace diez, aunque habla con acento cubano. Y si usted cree que eso es complicado, es porque aún no ha conocido a los demás personajes de Barbès. Aparte de Lucas, me di cuenta de que el barrio estaba repleto de hispano-parlantes, algunos trabajando, otros sobreviviendo.
Entre los demás latinos, uno de mis mejores amigos era Juan. Juan era un cubano estrafalario y ruidoso, que usaba unos dreadlocks largos, chaquetas moradas y lentes oscuros o sombreros vistosos. El vivía arrimado en un apartamento de la calle Panamá, un pisito en la planta baja de dos habitaciones donde siempre se hacían unas fiestas intensas. Una de las razones por las cuales me logré integrar y salvar de los indecentes del arrabal fue gracias a Juan. La calle Panamá estaba llena de licorerías africanas y los jueves y viernes por la noche se llenaba de gente tomando en la calle, celebrando y haciendo bulla. Bueno, Juan solía abrir las ventanas que daban hacia la calle y sacar una olla de presión llena de arroz con caraotas. Daba platos plásticos y todo el barrio entraba por la ventana o sacaba su plato. Fue así como Juan se ganó la estima de todos los habitantes, aparte de que una vez se fajó a mano limpia con tres jíbaros borrachos en la noche y les ganó a los tres. Era un tipo respetado y cuando nos conocimos, intercedió y le explicó a los mala conducta que yo era amigo de él e intocable.
Ahora bien, el problema era que Juan no hacía nada. No sé bien cómo llegó ahí, alguna vez me contó su éxodo, que comenzó cuando logró salir de La Habana con una «esposa» hacia Suiza. Pero la tipa un día lo botó a la calle por infiel. Él vagó por ahí con el frío y decidió ponerse a tocar son en el Metro suizo. La policía lo agarró y lo trató de deportar para Cuba, pero en Moscú se escapó, recuperó sus papeles y se fue para París. Se volvió a casar, lo volvieron a botar a la calle, vivió en la estación de trenes. Conoció a un trompetista en una fiesta cubana que lo invitó a pasar la noche en su casa en la calle Panamá y de ahí nunca se movió. No pagaba renta y no trabajaba, iba a bailar salsa a las discotecas y le pedía dinero a mujeres. Un personaje, pues. En el día cocinaba, escuchaba música y jugaba juegos de video.
En todo caso, nunca supe bien cómo Juan y yo nos hicimos tan amigos, siendo tan opuestos. El era de esa gente con la cual no tienes nada que ver y la pasas excelente, conversas y te ríes. Conozco gente que estudia lo mismo que yo, viene de la misma ciudad, escuchamos la misma música y me aburren horrores cuando nos juntamos. Juan era todo lo contrario y sobre todo sabía mucho de música, lo cual ocupaba casi todo nuestro tiempo.
Aparte de eso, teníamos una extraña «conexión», capaces de saber cuándo el otro estaba en problemas. No puedo explicar mucho el tema (de que vuelan vuelan); lo que sí sé es que un día pensé en llamarlo, no sabía bien por qué, sólo sabía que tenía que llamarlo. Contestó inmediatamente:
—¿Juan?
—Qué bola, asere…
—Chévere, aquí, todo fino… ¿tú?
—Bien, ahí…
—No, porque sabes que si tienes un rollo, te puedes venir para acá —le ofrecí.
—¿Seguro? —preguntó tímidamente.
—Sí, bróder, cuando quieras.
—Oye asere, de verdad que gracias. Estoy en la calle. La verdad que iba caminando para tu casa, pero no sabía cómo decirte, ¿seguro que no hay problema?
—Vente. Acá te espero.
Juan se quedó un par de semanas en mi apartamentico mientras terminaba de cuadrar con su tercera esposa. Ella consiguió trabajo en Tai Pei y se lo llevó para Taiwán, donde lo mantiene.
Yo por mi parte, lo despedí, brindé con Habana Club, le deseé lo mejor y finalmente me fui, a ver qué más me deparaba el arrabal parisino. Ya a estas alturas había hecho un buen círculo de conocidos y me había acostumbrado a como se manejan las cosas aquí. Subí a mi apartamento, esquivé al vecino de las escaleras, hice unas pastas estudiantiles y me acosté para dormir un poco antes de que empezara la función de la vecina.
Otro día, otro sol que se oculta sobre el imprevisible Barbès, con su vida paralela, su París ghetto, la sonrisa de la gente que aparece entre las calles con olor a pescado o carnicerías árabes Halal. Algo es cierto dentro de todo esto: la gente de Barbès vive la vida a plenitud, sin preocuparse por el mañana o por los impuestos o el gobierno, sin poner caras largas en el Metro o quejarse como los demás parisinos.
—Eso, a veces, le hace falta a un latino —pensé, antes de acostarme en mi sofá cama a ver el techo roído de mi apartamento alquilado, sonreír y cerrar los ojos.
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