Historias de un arrabal parisino (parte I)

¡El apartamento queda a diez minutos caminando de Montmarte! —Me dijeron por teléfono.

-¿Montmartre? —Pregunté—. ¿Dónde vivían los poetas, los pintores, los escritores?

—Exactamente, te va a encantar…

Y fue así como desembarqué en París, para aprender el idioma y buscar cupo en algún postgrado de la Universidad. Resulta que la familia me había dicho: «o estudias, o trabajas» y ante la horrible idea de pararme temprano y tener que usar flux y hasta comer cereal, agarré mis macundales, unos cuantos libros y pensé, que carrizo, mejor me voy a París y vivo la vida Bohemia por allá a ver qué tal. Le mandé algo de plata a una amiga y conseguí tremendo apartaco tipo estudio, en pleno barrio Barbès.

Había estudiado tres meses en la Alianza Francesa y por supuesto que estaba convencido de que ya hablaba francés sin acento ni nada, como un propio parisino. Seguramente que con unas semanas ya habría dominado la bestia idiomática, pasando a cosas mejores (como el dominio de las parisinas, obviamente). Ahora bien, mi plan era enclaustrarme en el estudio para escribir un poco y salir a conocer gente en el barrio, nada de andar con hispanoparlantes, lo mío era puro francés. En ese sentido, hagamos un pequeño ejercicio de lo que los psicólogos llaman «asociación libre»: Cuando usted escucha la palabra «París», o «vivir en París», ¿qué es lo que le viene a la mente? Respuesta: Pan Baguette debajo del brazo, Boinita francesa, franelita de rayas negras y blancas y puede ser que un bigotico francés. Aparte de eso podríamos agregar los bidets, los ¡Oh là là!, y algo de mala higiene francesa (comentario anexo: me reí demasiado un día que estaba viendo comiquitas en francés y descubrí que el personaje «Pepe le piu», un mapurite francés birriondo, en Francia se supone que es italiano. Pero ése es otro tema).

Bueno, esta es la parte donde tenemos que contrastar la realidad con la fantasía, como cuando compras un video porno con tremenda modelo en la carátula y cuando lo metes en el VHS te sale una tremenda Federica con estrías, y tú pones cara de Cameron Díaz negando lo del video Sadomasoquista. Ni modo que vuelvas a la tienda a devolver el video, a menos que de verdad no tengas nada de vergüenza (ése también es otro tema). Pero aquí va el argumento: resulta que si usted alguna vez ha venido a Francia y se ha preocupado en ir un poquito más allá de los campos Elíseos, se habrá dado cuenta de que el Francés «medio» no es como Michel Platini, blanco, esbelto y alto; sino como Zidane o Viera, un árabe o un africano que escucha rap gringo y come Kebabs. Es verdad, en París no se ve un blanquito con una boina y un libro bajo el brazo sino cada muerte de obispo. La realidad es que después de haber colonizado una gran parte del mundo, los franceses se dieron cuenta del error estratégico que fue no hacer un muro tipo Berlín entre áfrica y Europa, ya que ahora los colonizados regresan. Comienza una colonización invertida, donde nosotros invadimos poco a poco el «primer mundo».

Ahora bien, la pregunta del millón de dólares: ¿Dónde cree usted, amigo lector, que viven todos los «colonizadores invertidos», Africanos y árabes de París? Dónde más, sino en mi querido barrio Barbès. Claro que yes. Y ahí fue donde llegué con mis maletas, mi banderita, mi franela del Caracas BBC y mis discos de Las Fania en Septiembre del año 2000. ¿Cómo describir el Barrio Barbès? He allí la pregunta. Si usted alguna vez ha ido a un Souk en Marrakech, sabrá de lo que estoy hablando. Barbès es como un mercado Magrebino pero con aires de primer mundo: los árabes y los africanos van por ahí, vigilados por la policía que aparece en cada esquina, sin la cual te queda la sensación de que saldrían a flote conductas culturales básicas, como hacer sancochos en la calle, orinar en las esquinas o rematar relojes robados. Tal vez sea ése el problema de Barbès. Caminas por el barrio y te da la sensación de enfrentar gente reprimida, encausada por la vía civilizada gracias a la mano amiga francesa, sin la cual todo sería desorden, griterío y tercer mundo.

En todo caso, no quiero que se me mal interprete: los que me conocen saben que soy un chaborro por natura y que no tengo ningún problema en vivir al lado del mercado que vende jojotos asados, bagre y pollos pasados. Yo no soy exactamente el ejemplo del refinamiento. Cuando voy a un matrimonio, siempre soy el primero en quitarme la corbata o bailar sin zapatos. Como papas fritas con la mano, no con tenedor. Tengo un disco de Popy. Bebo ron de la botella. Todo esto y más para dejar en claro que lo mío no fue un choque a partir del manual de Carreño ni nada por el estilo. El problema, para decir la verdad, fue un problema idiomático y social. Si usted va a París pensando que va a aprender francés y buscar cupo para hacer un doctorado de Filosofía, puede resultar algo inquietante que los franceses con los que viva hablen árabe y africano todo el tiempo, o «verlain» en el mejor de los casos. «Verlain» es el francés malandro, el que serviría para traducir la canción «si nos fuéranos venidos», si a alguien le da por ahí. El truco está en invertir las palabras, de allí que «verlain» signifique «l’invers», o invertido pero invertido. Me explico: en «Verlain», los malandros no dicen «París», sino «Rispa»; no dicen «femme» (mujer) sino «meuf»; no dicen «vas-y» (dale) sino «zy-va». Todo se invierte: «Téléphone» se vuelve «phontel», «feu» (fuego) queda «euf» y así sucesivamente. Luego están las más complicadas, las inversiones de las inversiones: «arabe» se vuelve «beurre» y después «rebeu» y pare de contar.

¿Cuál es el punto de todo esto? Simplemente señalar que si usted estudió en la Alianza Francesa, donde te enseñan a decir «Disculpe caballero, yo quisiera procurarme una baguette para la cena por favor si no es demasiada molestia» y usted llega a un barrio donde el primer día se te atraviesa un tipo sin dientes y te entrompa diciendo «Qué ‘asó, piazo ‘e lacra, dame fuego ahí» («Weich mec, file-moi d’euf»), las probabilidades de que no le entiendas un carrizo son bastante altas. Entonces, como la probabilidad de que te roben es inversamente proporcional a la probabilidad de que le entiendas al tipo (mientras menos entiendas más te van a robar), digamos que vas burda de lo mal, para decirlo Malandramente.

Después del shock de bienvenida, pasé tres días encerrado en el apartamento, comiendo ravioles de lata y viendo por la ventana a toda la escoria de París para preguntarme, como Mel Gibson (o Cristo, da lo mismo), ¿Señor, por qué me has abandonado? Lo único que me consolaba era que si eso que yo veía en la calle era el primer mundo, entonces Venezuela estaba excelente. No teníamos nada que envidiarle a los parisinos. Al tercer día (cuando se me acabaron los ravioles) bajé al abasto y me peleé sin querer con el narcotraficante de la esquina de mi casa. Yo nunca he sido un tipo violento, pero él me quería vender algo y yo no entendía, repitiendo «¿Qué? ¿Qué?», cada vez que me preguntaba —en verlain, por supuesto— si estaba interesado en su mercancía. El tipo pensó que me estaba burlando de él, me señaló, me insultó en francés y se fue a su esquina otra vez. Yo regresé a mi guarida, calenté algo de café instantáneo y me puse a leer el «Ulises» de James Joyce. No salí en cuatro días, mientras veía al tipo parado impertérrito en la esquina a pesar de que trataba de lanzarle todos los males de ojo que una tía me había enseñado. Me leí todo el libro en una semana, lo cual debe representar algún tipo de récord, estoy seguro.

Al final decidí que no me iban a joder en París, mucho menos un malandro valurdo, y fui a hablar con él. Lo entrompé y le expliqué que estaba estudiando, que no quería rollo y que no había güiro de nada (en francés malandro, porsupuesté). El se calmó, me dijo que pensaba que yo era de la policía, que no le gustaba que la gente se asomara al balcón cuando hacía negocios pero que yo era un tipo cool. Que Suramérica era de pinga, sobre todo Colombia. Me dio la mano y me dijo que si quería cualquier cosa, que le preguntara. Fue así como me gané el salvoconducto del capo del Barrio, lo cual me permitió ir a mi curso de francés. Tenía una semana faltando, pero había aprendido lo esencial: todas las groserías e insultos y algunas palabras de Verlain.

Estaba listo para ir a inscribirme en la Sorbona.


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