Historia de un celular

¿Alguien se acuerda cuando no había teléfonos celulares que tomaran fotos o videos o tocaran la Tocata y Fuga en versión electrónica, aquella época en la cual nadie se preocupaba en una fiesta porque su aparato se quedara sin pila, cortándole el hilo de Ariadna que lo une a la sociedad y al mundo, capaz de provocarle un infarto al pobre incivilizado des-celularizado?

Mi historia de desamor con estos aparatillos atorrantes capaces de interrumpir un almuerzo romántico o parar en seco la acción bajo las sábanas comenzó hace como tres años cuando debí suscribirme a un servicio de telefonía móvil para conseguir trabajo. En mi vida apareció Tamaguchi 1, como llamaremos al teléfono celular, ya que no soy tan ocioso como para gastar mi memoria aprendiendo nombres de marcas japonesas o americanas o qué se yo, de aparatos móviles. Después de un fin de semana digno de La fierecilla domada, de William Shakespeare, aquella obra donde un gentleman debe domar a una mujer rebelde para convertirla en sociable, logré «domar» a mi teléfono.

Esto fue logrado luego de un acucioso estudio del manual (en cuatro idiomas) que traía Tamaguchi 1 que explicaba cosas utilísimas como funciones de «doble llamada» y «reenvío de llamada» que nunca jamás en mi vida usé y probablemente consultaré una o dos veces en los cincuenta años que me quedan de existencia. Son funciones que «usas» en fiestas para mostrárselas a los amigotes mientras bebes cerveza; qué buen teléfono tengo porque si algún día me llaman dos personas a la vez las atiendo; cosas que nunca pasan.

Todo esto unido a los comandos que debes introducir para lograr que el teléfono haga «reenvío de llamada», una combinación de teclas que hace palidecer los poderes «fatality» de los muñecos en Mortal Combat 4 de PlayStation 2, esas instrucciones que dicen: «para arrancar la cabeza del contrario, comerse sus sesos y beberse su sangre, es muy fácil, pulse A-B-C-A-D-PP-K-C-D-A mientras con la otra mano va haciendo semi-círculos en el control».

En fin, luego de unas cuantas sufridas y sudadas horas de tecnología, logré meter todos mis amigos en la agenda telefónica y hasta hacer una llamada de prueba. Tamaguchi 1 se hizo mi compañero inseparable, piando alegremente cuando recibíamos un mensaje o tocando un pasaje de la ópera «Carmen» cuando me llamaban. Fueron tiempos felices.

Sin embargo, llegó aquél fatídico día cuando sufriría más que Marco buscando a su mamá, ya que se me perdió Tamaguchi 1. Grité, puse el apartamento patas arriba, revisé dentro del horno microondas y en el tanque de agua pero nada, Tamaguchi 1 se había ido para no volver. Fue en ese momento cuando recordé vagamente que la noche anterior había ido a una fiesta en un barco donde mi amigo Carlos tocaba la trompeta. Vino a mi mente la imagen fatídica: ahí estaba yo, después de varios —bastantes— rones, parado en la proa del barco como DiCaprio sólo que gritando, «¡eres la prueba de que el sistema me controla!», u otra estupidez de borracho antes de lanzar irresponsablemente a Tamaguchi 1 al propio río. Digno final, para mi Sancho Panza de las telecomunicaciones, debo decir.

Tuve que inventar una historia ya que la vergüenza no me permitía decirle la verdad al empleado de la tienda que me presentó Tamaguchi 2. Este era más estilizado (los tiempos habían cambiado) y por supuesto que muchísimo más caro (la inflación también cambia). De todas maneras, algo me atrajo en la manera como Tamaguchi 2 me veía, sonriente pero digno, aparte de que tenía colores, así que me lo compré. Vuelta al principio sólo que más endeudado, había perdido todos los números telefónicos de mis amigos y tuve que esperar a que me llamaran para disculparme y agregarlos a mis contactos.

Tamaguchi 2 fue un fiel compañero. Estuvo conmigo durante un año, en las buenas y en las malas, en todas las llamadas para decirme que no me aceptaban en el trabajo que estaba buscando o que debía dinero en no sé dónde. En todo caso, la tecnología avanza demasiado rápido y cuando vine a ver, la compañía telefónica ofrecía cambiarme Tamaguchi 2 por otro teléfono más moderno ya que llevaba un año y medio siendo cliente y había acumulado una cantidad de «puntos», algo incomprensible que te dan cada vez que te cobran.

Apareció Tamaguchi 3, a precio preferencial y «¡aún más moderno!», con la capacidad de descargar repiques polifónicos (vaya usted a saber qué significa eso) y colocar imágenes en el «papel tapiz» del teléfono; así la gente puede andar con un celular que tiene la cara del Ché pixelada en la pantalla o globos de colores, copas de champán o básicamente cualquier imagen que se les ocurra. Eso es desarrollo y avance. Tamaguchi 3 fue más fácil de domar, aunque ahora, con la curiosidad despierta ante la posibilidad de colocar «Thriller» o una foto de la Chicholina en el aparato perdí algo de tiempo y bastante dinero jugando con mi compañero.

Tamaguchi 3 fue como una novia de pueblo, esas que ganan tu afecto poco a poco y que cuando vienes a ver, estás almorzando en su casa, jugando con su perro y durmiendo con ella los fines de semana; en fin, la pasas bien y te dices, «al principio dudaba, pero ahora veo que estoy contento con ella». Así fue mi teléfono, menos querido que el primero, menos expresivo que el segundo y su repique de Guillermo Tell, pero funcional y a la larga habitando mi vida.

En algún punto nos separamos, un día que estábamos caminando por el Barrio Chino y Tamaguchi 3 desapareció sin dejar rastro. El estaba echado tranquilo en mi bolso y cuando vine a ver, el cierre yacía abierto y Tamaguchi 3 se había esfumado. Eso es lo que pasa cuando caminas con uno de los David Copperfield locales detrás de ti: tu bolso se abre mágicamente y desaparecen tus cosas.

La desilusión fue total y el drama de perder otra vez todos mis números, repiques electrónicos y demás me hizo entender aquello que decía Nietzsche cuando hablaba del «eterno retorno»: cual filósofo terminé volviendo al mismo centro telefónico para pasar por las mismas explicaciones que había dado hace pocos meses sobre la pérdida de mi aparato y la necesidad de otro.

Llegué así, luego de otra deuda de cientos de dólares porque tenía poco tiempo con mi teléfono y varias consultas con mi psicólogo para resolver mis problemas de «relación celular inestable», a Tamaguchi 4. Tamaguchi 4 ya era un teléfono de estrella de Hollywood: recibía fotos a color, mandaba algo llamado mensajes MMS y hasta se conectaba a internet, por la ganga de como $50 mensuales (que nunca pagué tampoco). Estuvimos contentos durante varios meses y, luego de estudiarme el cuarto manual de operación celular, estaba listo para buscar trabajo en una tienda de teléfonos, si alguna vez me hiciese falta. Llegué a conocer a profundidad cada rincón de Tamaguchi 4, programación de números, llamada vocal y hasta gané los juegos que traía.

Éramos buenos compañeros, pero un día, Tamaguchi 4 se apagó; emitió un «bip» de desolación y se acostó, muerto, enterrado y Q.E.P.D., en la palma de mi mano. Lo llevé ipso facto a la tienda, donde el vendedor escuchó una nueva historia de mi parte antes de decirme que lo enviaría a reparar y me «prestaría» un teléfono, dejando una caución de $120, claro está. Apareció entonces, Tamaguchi Temporal 1, quien me ayudó y consoló en mi desgracia telefónica durante unas semanas. Pero justo cuando nos estábamos encariñando, me llamó el vendedor. No podía contener mi emoción: ¡Tamaguchi 4 estaba de vuelta!

Apreté con firmeza la tecla que encendía el aparato, para observar con consternación que Tamaguchi 4 permanecía apagado, con la pantalla negra, sin emitir ruido alguno o pedirme mi código PIN, que era como nuestro saludo personal.

—Oiga, no funciona—, le dije al vendedor.

—Pues no. Lamentablemente, está oxidado.

—¿Tamaguchi 4 oxidado? ¿Y cómo pasó eso?

—Quién sabe, puede ser la humedad… Tantas cosas…

—¿Y quién es el genio que fabrica teléfonos oxidables? ¿Ahora que hago?

—Pues… Si quiere guarda el teléfono temporal, y nos quedamos con su cheque, sino cómprese otro o espere a que pueda renovar el contrato y beneficiar de nuestras atractivas ofertas…

Salí de la tienda derrotado. Tamaguchi 4 ahora se había encendido, pero se rehusaba a mostrar la agenda de números telefónicos. Consulté mi historial: tenía derecho a cambiar de teléfono y «beneficiarme de las ofertas atractivas» dentro de dos meses. Al final, no me quedó otra. «¿Todo retorna eternamente, ah, Nietzsche?», exclamé, mientras lanzaba a Tamaguchi 4 a lo más profundo del río Hudson.


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