Pana, en inglés uno no debe decir dobles negativas. Bueno, por lo menos a uno le dicen que no se debe. Pero el hecho es que cualquier lingüista de a pie, como los que colaboran con esta columna, puede notar que casi todos los anglohablantes se valen de dobles negativas una que otra vez, la mitad de las veces, o siempre. Lo que pasa es que en inglés las oraciones como «I don’t have nothing» suenan redundantes en un contexto formal; con decir «I have nothing», ya se está negando la presencia de algo.
En español tenemos que lo normal es decir «Yo no tengo nada». Claro, lo que los hispanohablantes se imaginan (o dejan de imaginar) con la palabra nada, no es la negación de algo (nothing), sino la ausencia de. Pero eso forma parte de otro tema, y lo de hoy es que las dobles negativas no son gratis, tienen su sentido.
Yo tenía un perrito llamado Sol de Tarde, por lo arrecho. Un día nublado me percaté de que Sol de Tarde era un fenómeno, que había nacido con un lenguaje, eso que los gramáticos generativistas describen como «el conocimiento que poseen los seres humanos que les permite adquirir cualquier idioma». La gramática universal, eso era, Sol de Tarde había nacido con un poquito de gramática universal, humana, y comenzó a generar respuestas cuando yo le hacía preguntas tan cruciales como si tenía hambre o sed. Era tan inteligente que aprendió a ladrarme una vez, cuando quería decir que sí; dos, cuando era que no. Y cuando no entendía me pelaba los dientes para que se lo explicara mejor. Yo siempre accedía, no por miedo, sino curiosidad. Tanto me interesaba mi perro.
El hecho es que a Sol de Tarde se le ocurrió que decir no dos veces no era redundante, sino familiar y convincente. Así es que cuando se empeñaba en negar algo comenzaba y que «guau guau guau guau», «guau guau guau guau». Él sabía que yo entendía su mensaje, como un cumanés entiende a otro que le dice «Yo no quiero no«. Como una brasilera entiende a la amiga que le comenta «Nao posso me concentrar nao«. Queriendo decir que en verdad no se puede concentrar.
Y es que las dobles negativas y la redundancia están dentro de las maniobras mentales más naturales del ser humano. Uno no tiene sino que fijarse en los niños que dicen «No quiero mami no«, hasta que llega la maestra de castellano y les dice que así no se habla. Porque ella no quiere saber nada de la gramática universal, ella nada más tiene ojos para Felipe, el profesor de educación física, quien le mueve el piso y se peina cuando la ve, para que ella crea que él dentro de poco le regalará rosas y la sacará a pasear.
Mas no. Felipe le coquetea por pura simpleza, para ejercer poder, como cualquier otro, porque en realidad él anda pendiente de las carajitas de quinto año, que todavía no están legales, pero sonríen y le hablan de cosas novísimas, como de que practican Power Yoga, que él no entiende. Así Felipe se da cuenta de que ya pasó la edad de las carajitas de quinto año, que ya no las impresiona en la clase de voleibol, y entonces se mete al baño y llora su soledad, sin percatarse de que en el baño de al lado, el de las damas, está la maestra de castellano de segundo grado gimiendo, sincrónica, esperando que él, que también vio la comiquita de los Cuatro Fantásticos en los años 70, le diga: —Tómate un café conmigo, cosita. O algo así. Luego salen ambos, él se va para la cancha y ella regresa al salón, manda a sentar a los muchachitos y les receta que con un solo no, ya la oración está completa.
Bueno, después de todo a la maestra le pagan por enseñar gramática prescriptiva. Pero a mí no. Yo solo quería entender a Sol de Tarde, el mejor pana que jamás he tenido. Un día ocurrió algo tan inesperado, que abrí la puerta y lo dejé ser libre para siempre.
—Sol de Tarde, ¿quieres Perrarina?
—Guau guau.
—¿Quieres un hueso?
—Guau.
—¿Te gusta la perra de la vecina?
—…
—¿Por qué no me respondes?
—…
Sol de Tarde vaciló, se me quedó viendo, frente oblícua, como sin entender. Por un momento pensé que era verdad lo que decían en el barrio, que yo era un maniático que pasaba horas sentado creyendo hablar con el perro. ¡Mentira! Yo todavía no estaba tan quemado en esa época. Sabía que Sol de Tarde quería decirme algo. Seguí preguntándole, pero nada, no soltaba palabra. Lo empecé a sobar, me pegó un dientazo; le ofrecí un bistec, me rechazó. Había algo en la perra de la vecina que forzaba el ventrículo más frágil de su corazón.
Él ya me había mordido antes, pero era por su complejo napoleónico, siempre quería demostrar que podía más que los más grandes. Esta vez no, pasaba algo, porque me mordió y se fue a meter debajo de la mesa, triste.
—Chico, la perra de la vecina —se la nombré suavecito— yo sé que se ve un poquito grande para ti, pero no hay mucho de dónde escoger por aquí por la cuadra. Además, yo sé que te gusta, tú le contestas cuando ladra.
—Guau guau guau guau —dijo, rotundamente.
—Bueno —le contesté— no voy a pasar toda la vida preguntándote, malagradecido.
—Guau guau guau guau —repitió, más molesto que nunca.
La intriga me atosigaba. Yo tenía que averiguar qué ocurría. Y aunque la vecina ya me tenía tirria, porque yo una vez me le había aparecido con una serenata para la hija que estaba de luna de miel, de todas maneras me lancé.
—Buenas tardes doña Alicia.
—¡Váyase de aquí, patán!
—No, señora, no vengo por su hija —lo dije con las manos juntas, como rezando— lo que pasa es que necesito que me deje hablar con su perra.
—¡Beatriiiiz llama a la policía!
No hubo porqué, el can se asomó al zaguán y se sentó a rascarse una oreja. De un golpe comprendí lo receloso y compungido que se mostraba Sol de Tarde con el tema: La perra de la vecina se llamaba Compoto. Era perro.
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